El cine y la televisión han hecho que los jóvenes españoles conozcan mejor el nombre de las playas del desembarco de Normandía que el de los conquistadores de América. Por el mismo procedimiento, se cree que desde 1066 ningún invasor proveniente del continente ha hollado el suelo británico. En realidad, entre los siglos XVI y XVIII los españoles desembarcaron varias veces en Inglaterra, Irlanda y Escocia. |
Durante el siglo XVI y gran parte del XVII, los marinos españoles navegaban por el canal de La Mancha y el mar del Norte como por el golfo de Vizcaya y las aguas interiores de las Baleares. Por ello no debería sorprender que en El Escorial y en el Alcázar los reyes españoles ordenasen ataques a las islas Británicas cuando los piratas ingleses y su jefa, la reina Isabel I, saqueaban mercantes y ayudaban a los rebeldes de los Países Bajos.
El primer plan fue la empresa de Inglaterra de 1588, que fracasó sin que las tropas españolas desembarcaran en tierra enemiga. Al año siguiente, el pirata Francis Drake dirigió una expedición contra los puertos de La Coruña y Lisboa; y aunque las tropas inglesas pisaron suelo ibérico sufrieron sendas derrotas, de modo que las pérdidas en hombres, barcos y dineros de Drake y de su reina superaron las de Felipe II.
Un puerto en Bretaña y una misa en Cornualles
Como en los años posteriores Londres proseguía con su política antiespañola, en Madrid se aprobó el ataque a las islas Británicas. Además de los puertos en Flandes, España disponía desde 1590 de una base en la costa bretona de Francia. Después de los asesinatos del duque de Guisa en 1588 y del rey Enrique III en 1589 y del ascenso al trono del hugonote Enrique de Navarra en 1590, Felipe II envió tropas, mandadas por el militar castellano Juan del Águila, para apoyar al partido católico francés. Éstas desembarcaron en la rada del río Blavet y construyeron un fuerte.
Isabel I también mandó fuerzas a Francia en respaldo del bando protestante.
Se decidió una expedición de castigo contra la costa inglesa, que se encargó a Del Águila. Éste la confió al vasco Carlos de Amézquita (o de Amézola), quien, con tres compañías de arcabuceros y cuatro galeras, zarpó de Blavet el 26 de julio. El punto elegido para el desembarco fue el extremo occidental de la península de Cornualles. El 2 de agosto, la flotilla apareció junto al puerto de Mousehole. Los aldeanos huyeron en cuanto vieron a los españoles y sólo hubo una muerte, tal como cuentan León Arsenal y Fernando Prado en Rincones de la historia de España.
En los dos días siguientes, las tropas arrasaron la comarca y reembarcaron sin problemas, ya que las milicias locales no se atrevieron a enfrentarse a los célebres tercios españoles, aunque les triplicaban en número. Como despedida, los españoles celebraron una misa y prometieron la erección de un monasterio cuando derrotaran a los ingleses y restauraran el catolicismo. Un broche adecuado para la operación, ya que la reina Isabel castigaba como delito de traición la asistencia de sus súbditos a una eucaristía.
Mientras las galeras regresaban a Bretaña, se toparon con una flota holandesa formada por 40 mercantes y seis navíos armados. El resultado de la batalla fue que los españoles hundieron cuatro buques enemigos, sin perder ni uno solo de los suyos. Las únicas muertes de esa operación ocurrieron entonces: una veintena de hombres.
Otra armada mayor que la de 1588
En el verano de 1596, una flota anglo-holandesa mandada por el conde de Essex, atacó y saqueó Cádiz. Entonces, Felipe II empezó a planear una nueva invasión de Inglaterra. La oportunidad apareció cuando en el verano siguiente los ingleses (120 naves) y los holandeses (25 naves) trataron de apoderarse del oro de las Indias. Esta flota primero rondó las Azores y luego aproó rumbo a América.
Los españoles aprovecharon que el canal de La Mancha estaba abierto para zarpar de La Coruña. La fecha de salida fue el 19 de octubre de 1597, ya entrado el otoño, y el destino, Falmouth, puerto de Cornualles. El tamaño de la fuerza invasión superaba al de la armada de 1588: más de 160 barcos.
De nuevo las tormentas frustraron la operación española, pero en esta ocasión no se produjeron las pérdidas humanas y navales de la ocasión anterior. Sin embargo, cuenta el erudito Cesaréo Fernández-Duro que siete navíos llegaron a Falmouth y de ellos desembarcaron 400 soldados, que se atrincheraron en la zona en posición de combate hasta que, transcurridos unos días, comprobaron que la invasión se había frustrado y reembarcaron.
Los demonios españoles llegaban con el viento a la campiña inglesa y se marchaban con la amenaza de regresar otro año.
A la vuelta de su expedición, los jefes de la flota inglesa, el conde de Essex, Walter Raleigh y Thomas Howard se encontraron con acusaciones por haber dejado indefenso el reino y hasta de estar a sueldo del rey español.
La guerra de resistencia de los irlandeses
Desde las rebeliones de Desmond, ocurridas a partir de 1569, y de la represión inglesa, los irlandeses habían pedido ayuda a España. Después de la batalla de Lepanto, algunos llegaron a proponer a Juan de Austria, capitán general de la flota que había derrotado a los turcos, como rey del país. Y en la armada de 1588 habían ido numerosos irlandeses.
Felipe III, que había sucedido a su padre en 1598, por fin aprobó el envió de una expedición militar a Irlanda a cuyo frente puso a Juan de Águila. La flota, que llevaba casi 4.500 soldados veteranos, zarpó de Lisboa el 2 de septiembre de 1601, con el objetivo de tocar tierra en el sur de la isla, y colaborar con los rebeldes, acaudillados por los condes de Tyrone y de Tyrconnell. El destino era Cork, pero los vientos hicieron que fuese Kinsale.
En esta ocasión no falló el tiempo, sino el populacho: los irlandeses no se sublevaron. Los militares ingleses bloquearon con sus naves la bahía y rodearon a los españoles y sus aliados por tierra. Los intentos de Pedro de Zubiaur de auxiliar a los españoles desembarcados fracasaron, por lo que Del Águila pactó con el jefe de los ingleses, el barón de Montjoy, la entrega de sus posiciones si le facilitaba barcos para que él y sus hombres regresasen a España. La expedición atracó en La Coruña en abril de 1602; de la tropa habían muerto 600 soldados.
La represión inglesa se agravó aún más en Irlanda, lo que produjo un aumento de la emigración de aristócratas y notables a España, donde los irlandeses fueron siempre recibidos con los brazos abiertos. La guerra abierta entre españoles e ingleses concluyó con el Tratado de Londres, del que hablaremos la próxima semana.
Anular el Tratado de Utrecht
El que por ahora es el último desembarco español en las islas Británicas ocurrió en Escocia. Del Tratado de Utrecht que puso fin a la guerra de Sucesión española, el país más beneficiado fue Inglaterra y el más perjudicado España. Ésta perdió no sólo los Países Bajos y las posesiones italianas, en las que estaba presente desde la Edad Media, sino, además, Gibraltar y Menorca. En cuanto se consiguió la paz, el nuevo rey, el Borbón Felipe V, y la clase dirigente española quisieron darle la vuelta a ese tratado, mediante operaciones y alianzas militares.
En Inglaterra reinaba Jorge I (1714-1727) de la dinastía alemana de Hannover, pero era un monarca muy impopular. Le rechazaban los irlandeses, los escoceses y los católicos ingleses. La dinastía Estuardo tenía numerosos partidarios, llamados jacobitas. El rey Jacobo II (1685-1688) había sido derrocado por los protestantes y su hijo, Jacobo III, pedía a las cortes católicas ayuda para recobrar su trono.
En 1719, Felipe V y el cardenal Alberoni planearon, de acuerdo con exiliados y agentes británicos e irlandeses, la invasión de Inglaterra y el derrocamiento del monarca alemán. La clave consistía en enviar una pequeña fuerza naval a Escocia, con tropas y armas para los jacobitas, bajo el mando del conde George Keith. Una vez que el Ejército inglés hubiera marchado al norte, una fuerza naval mayor, con unos 5.000 soldados y 30.000 mosquetes, desembarcaría en Gales o, de nuevo, en Cornualles, armaría a los jacobitas y marcharía hacia Londres.
Tal como cuentan los citados Arsenal y Prado, la flota grande no pudo zarpar de La Coruña a finales de marzo de 1719 debido al mal tiempo, pero la expedición destinada a Escocia y formada por dos fragatas, 307 infantes de marina y 2.000 mosquetes, había salido días antes de san Sebastián. El 4 de abril, las dos fragatas arribaron a la isla de Lewis, la principal del archipiélago de las Hébridas y se apoderaron de su capital.
Infantes de marina españoles unidos a los jacobitas
Los jefes de la expedición y los caudillos jacobitas acordaron atacar la ciudad de Inverness, que tenía una guarnición muy reducida, de 300 hombres. Los españoles y los jacobitas establecieron su cuartel en el famoso castillo Eilan Donan, donde dejaron las armas y las municiones. Al poco, las malas noticias se acumularon: no se produciría la invasión en el sur, los clanes no acababan de reclutar hombres y Londres había enviado tropas y buques para aniquilarlos. Las dos fragatas habían vuelto a España, y los infantes de marina, mandados por el coronel Nicolás Bolaño, se unieron a los jacobitas.
En Eilan Donan quedó una pequeña guarnición de 50 infantes de marina para proteger las armas, y el resto se adentró en el país. Tres fragatas inglesas irrumpieron en el lago Loch Alsh y ofrecieron la rendición a los soldados españoles; como éstos se negaron, el 10 de mayo las fragatas bombardearon el castillo: sólo hubo cinco supervivientes españoles.
El gobernador militar inglés se enfrentó con fuerzas superiores (incluso artillería) a los jacobitas y los españoles. El 10 de junio, aniversario del pretendiente Jacobo III, se libró la batalla de Glen Shiel, en la que los ingleses vencieron. Los soldados españoles supervivientes fueron confinados en Inverness y Edimburgo; el Gobierno de Londres se negó a pagar su manutención; pero en octubre regresaron a España.
Los desembarcos españoles en las islas Británicas
Por Pedro Fernández Barbadillo
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