Mitad monjes, mitad soldados
Por Fernando Díaz Villanueva
En la Edad Media hubo dos Cruzadas: una aquí, en España, que triunfó, y otra en Tierra Santa, que fracasó estrepitosamente. |
La nuestra se hizo a nuestra manera: sin prisas, con mucha cháchara y largos descansos. Nos llevó ocho siglos, pero la terminamos felizmente el mismo año en que llegamos a América; para empezar allí, como no podía ser menos, una nueva cruzada. La de Tierra Santa corrió por cuenta de ingleses, alemanes y franceses. Aplicaron la receta opuesta: conquistaron Jerusalén a toda velocidad... pero tuvieron que salir por piernas 200 años después, dejando como legado unos cuantos castillos en ruinas y el itinerario completo de la Pasión de Cristo en iglesias, santuarios y callejas.
Los que no tenían ni idea de que la cosa iba a ser tan breve eran dos caballeros que pusieron rumbo a Oriente con la primera de las Cruzadas. Se llamaban Godofredo de Saint Ademar y Hugo de Payens. El primero era francés; el segundo, flamenco. Al llegar al teatro de operaciones se dieron cuenta de que los cristianos tenían bien amarrada Jerusalén y los puertos, pero que entre ambas zonas se extendía una tierra de nadie infestada de infieles que atacaban a los peregrinos. Buscaron la protección del entonces rey de Jerusalén, un tal Balduino II, y fundaron una orden monástica, algo, por lo demás, muy de moda en aquella época. La llamaron Orden de los Pobres Soldados de Cristo, y se establecieron en la misma Ciudad Santa, en el sitio exacto donde había estado en tiempos pasados el Templo de Salomón.
Esta circunstancia les vino que ni pintada: enseguida cayó en el olvido lo de los Pobres Soldados de Cristo y pasaron a ser conocidos como Caballeros del Temple, es decir, del Templo. O Templarios.
Una vez montado el cuartel general en Tierra Santa, los fundadores volvieron a Europa, para recabar fondos y para que algún teólogo justificase doctrinalmente su proyecto, que, a grandes rasgos, consistía en erigir una organización compuesta por hombres que fuesen a un tiempo monjes y soldados.
Consiguieron las dos cosas. Los fondos les empezaron a llegar enseguida, y Bernardo de Claraval, el reformador del Císter, que aún no era santo pero iba camino de ello, se las apañó para dar soporte teórico a la brillante idea de llevar en una mano la cruz y en la otra la espada. Claraval lo dejó claro: los templarios podían matar infieles: eran vengadores "al servicio de Cristo" y de la liberación de los cristianos.
A partir de ese momento la Orden creció como la espuma. Poco a poco, gracias a su laboriosidad y paciencia, fue haciéndose con un gran patrimonio, procedente en buena medida de donaciones de señores acaudalados y príncipes de toda Europa.
Los templarios se organizaban en torno a prioratos, que podían ser monasterios, fincas rurales o castillos. Los prioratos se reunían en bailías, las bailías en regiones y las regiones en provincias. En el ápice de su gloria, la Orden del Temple se extendía desde Portugal hasta Hungría y de Irlanda a Sicilia, con el centro siempre en Jerusalén.
El priorato era la unidad esencial, el genuino establecimiento templario. En ellos se seguía una de las reglas más duras de la Cristiandad. Ser templario era algo más que una vocación: los novicios tenían que renunciar a su nombre para tomar uno nuevo, y antes de ser ordenados un monje les advertía de las privaciones que les esperaban:
Los que no tenían ni idea de que la cosa iba a ser tan breve eran dos caballeros que pusieron rumbo a Oriente con la primera de las Cruzadas. Se llamaban Godofredo de Saint Ademar y Hugo de Payens. El primero era francés; el segundo, flamenco. Al llegar al teatro de operaciones se dieron cuenta de que los cristianos tenían bien amarrada Jerusalén y los puertos, pero que entre ambas zonas se extendía una tierra de nadie infestada de infieles que atacaban a los peregrinos. Buscaron la protección del entonces rey de Jerusalén, un tal Balduino II, y fundaron una orden monástica, algo, por lo demás, muy de moda en aquella época. La llamaron Orden de los Pobres Soldados de Cristo, y se establecieron en la misma Ciudad Santa, en el sitio exacto donde había estado en tiempos pasados el Templo de Salomón.
Esta circunstancia les vino que ni pintada: enseguida cayó en el olvido lo de los Pobres Soldados de Cristo y pasaron a ser conocidos como Caballeros del Temple, es decir, del Templo. O Templarios.
Una vez montado el cuartel general en Tierra Santa, los fundadores volvieron a Europa, para recabar fondos y para que algún teólogo justificase doctrinalmente su proyecto, que, a grandes rasgos, consistía en erigir una organización compuesta por hombres que fuesen a un tiempo monjes y soldados.
Consiguieron las dos cosas. Los fondos les empezaron a llegar enseguida, y Bernardo de Claraval, el reformador del Císter, que aún no era santo pero iba camino de ello, se las apañó para dar soporte teórico a la brillante idea de llevar en una mano la cruz y en la otra la espada. Claraval lo dejó claro: los templarios podían matar infieles: eran vengadores "al servicio de Cristo" y de la liberación de los cristianos.
A partir de ese momento la Orden creció como la espuma. Poco a poco, gracias a su laboriosidad y paciencia, fue haciéndose con un gran patrimonio, procedente en buena medida de donaciones de señores acaudalados y príncipes de toda Europa.
Los templarios se organizaban en torno a prioratos, que podían ser monasterios, fincas rurales o castillos. Los prioratos se reunían en bailías, las bailías en regiones y las regiones en provincias. En el ápice de su gloria, la Orden del Temple se extendía desde Portugal hasta Hungría y de Irlanda a Sicilia, con el centro siempre en Jerusalén.
El priorato era la unidad esencial, el genuino establecimiento templario. En ellos se seguía una de las reglas más duras de la Cristiandad. Ser templario era algo más que una vocación: los novicios tenían que renunciar a su nombre para tomar uno nuevo, y antes de ser ordenados un monje les advertía de las privaciones que les esperaban:
Raramente haréis lo que deseéis: si queréis estar en la tierra de allende los mares, se os mandará a la tierra de Trípoli, o de Antioquía, o de Armenia... Y si queréis dormir, se os hará velar, y si alguna vez deseais velar, se os mandará a reposar a vuestro lecho. Cuando estéis sentados a la mesa, se os mandará ir donde se tenga a bien, y jamás sabréis dónde.
Eso era sólo el principio. Llevaban una vida de perros, y no podían tener nada. La Orden les entregaba el hábito, una manta y un cuenco para comer: con ello habían de tirar el resto de su vida. El hábito era blanco, con una cruz roja sobre el hombro derecho; la barba poblada y el pelo rapado componían el resto de la estampa del buen templario. Eran solícitos, incorruptibles y de vida ejemplar: por eso, en Europa eran muy bien vistos por el pueblo llano, que los comparaba positivamente con el relajado clero secular de las parroquias y, especialmente, con la abotargada jerarquía.
Una organización así tenía por fuerza que triunfar. Y triunfó. Los sucesivos maestres de la Orden crearon de la nada una aristocracia propia, monjes listos a los que se preparaba concienzudamente en contaduría y finanzas. Trabajo nunca les faltaba, porque el Temple se había convertido en la primera multinacional de la historia. Sus prioratos estaban relacionados entre sí, y practicaban con gran provecho el comercio internacional, algo que, hace mil años, no era muy usual. Tan buenos llegaron a ser sus informes, que el rey de Francia les encargó custodiar el tesoro del reino. Descubrieron que el oro rinde si se mueve, si se invierte sabiamente con una mano y se recoge discretamente con las dos.
Los inmensos beneficios de sus actividades financieras revertían en nuevas inversiones y, sobre todo, en el sufragio de las costosas campañas guerreras en Tierra Santa. El objetivo primigenio de la Orden: escoltar a los peregrinos desde los puertos hasta Jerusalén, era, un siglo después de su fundación, algo anecdótico. Los templarios ofrecían su ayuda a todos los reyes de Jerusalén que se encontraban en apuros, algo muy habitual, porque los reinos cristianos de Tierra Santa estuvieron siempre asediados por la morisma, que esperaba en el desierto con la daga entre los dientes.
Pero ni con todo el oro del mundo ni con la más eficiente orden militar podía mantenerse aquella quimera, ese oasis rodeado de infieles. En 1187 Jerusalén cayó en manos de Saladino, que tras la victoria se regodeó cortando el gaznate a más de doscientos templarios. Habrían de pasar cuarenta años hasta la reconquista de la plaza, pero fue por poco tiempo. A mediados del siglo XIII las Cruzadas ya no interesaban en Europa. San Juan de Acre, la última fortaleza cristiana en la Tierra de Cristo, se rindió a los musulmanes en 1291.
Era el fin de la aventura, pero no de la Orden del Temple, que se replegó a Europa y fijó su cuartel general en París, cabeza de la Europa medieval.
Esa sería su ruina. Pero esa es otra historia, de la que daré cuenta la próxima semana.
Una organización así tenía por fuerza que triunfar. Y triunfó. Los sucesivos maestres de la Orden crearon de la nada una aristocracia propia, monjes listos a los que se preparaba concienzudamente en contaduría y finanzas. Trabajo nunca les faltaba, porque el Temple se había convertido en la primera multinacional de la historia. Sus prioratos estaban relacionados entre sí, y practicaban con gran provecho el comercio internacional, algo que, hace mil años, no era muy usual. Tan buenos llegaron a ser sus informes, que el rey de Francia les encargó custodiar el tesoro del reino. Descubrieron que el oro rinde si se mueve, si se invierte sabiamente con una mano y se recoge discretamente con las dos.
Los inmensos beneficios de sus actividades financieras revertían en nuevas inversiones y, sobre todo, en el sufragio de las costosas campañas guerreras en Tierra Santa. El objetivo primigenio de la Orden: escoltar a los peregrinos desde los puertos hasta Jerusalén, era, un siglo después de su fundación, algo anecdótico. Los templarios ofrecían su ayuda a todos los reyes de Jerusalén que se encontraban en apuros, algo muy habitual, porque los reinos cristianos de Tierra Santa estuvieron siempre asediados por la morisma, que esperaba en el desierto con la daga entre los dientes.
Pero ni con todo el oro del mundo ni con la más eficiente orden militar podía mantenerse aquella quimera, ese oasis rodeado de infieles. En 1187 Jerusalén cayó en manos de Saladino, que tras la victoria se regodeó cortando el gaznate a más de doscientos templarios. Habrían de pasar cuarenta años hasta la reconquista de la plaza, pero fue por poco tiempo. A mediados del siglo XIII las Cruzadas ya no interesaban en Europa. San Juan de Acre, la última fortaleza cristiana en la Tierra de Cristo, se rindió a los musulmanes en 1291.
Era el fin de la aventura, pero no de la Orden del Temple, que se replegó a Europa y fijó su cuartel general en París, cabeza de la Europa medieval.
Esa sería su ruina. Pero esa es otra historia, de la que daré cuenta la próxima semana.