¡América!
Por Fernando Díaz Villanueva
![]() | En 1485 un genovés errante abandonaba Lisboa desasosegado y en secreto, acompañado de su hijo pequeño. Dejaba el reino vecino porque se había quedado viudo y, sobre todo, porque Juan II no había accedido a financiar su gran proyecto náutico. Algo nunca visto, revolucionario; un plan secreto que llevaría las carabelas portuguesas hasta el otro lado del mundo en un santiamén. Su nombre era Cristóbal Colón, era marino y estaba, sin saberlo, a punto de convertirse en el europeo más universal de la Historia. |
Pero no adelantemos acontecimientos. En aquel momento de desventura Cristóbal era un trotamundos anónimo y se encontraba en la ruina más absoluta. Se dirigió a Palos, donde vivía su cuñada, para que se hiciese cargo del niño y, ya de paso, para entrevistarse con Antonio Marchena, un monje franciscano aficionado a la geografía que profesaba en el monasterio de La Rábida. Trabó contacto con el religioso y le expuso el plan con todo lujo de detalles. Marchena se convenció rápidamente de lo prometedor que era aquello y puso su nutrida agenda al servicio del marino.
Si hoy, para prosperar en la vida, hay que estar a buenas con los políticos, en el siglo XV había que estarlo con la Iglesia. Colón se percató de este detalle a la primera. El franciscano de La Rábida puso la máquina de recomendaciones a funcionar. Eso de recomendar no ha cambiado en cinco siglos. Pesa más una recomendación a tiempo que una vida de sacrificio y méritos. A la vuelta de dos cartas el genovés se encontró a solas con el confesor de la reina, otro fraile, Hernando de Talavera. Sus buenos oficios le abrieron las puertas de la Corte, que en aquel momento se encontraba en Sevilla. Ya se sabe: más vale ser oportuno que rondar un año.
El 20 de enero de 1486 Isabel y Fernando accedieron a escuchar lo que el oscuro marino venido de Portugal les ofrecía. La reina se mostró interesada y resolvió que la propuesta fuese estudiada a fondo por un comité de sabios. A finales de ese año, ya designados los miembros de la comisión, citaron a Colón en Salamanca para escudriñar el plan y sacarle los defectos pertinentes. No salió adelante. Los cosmógrafos y astrólogos reunidos concluyeron que, aunque no dudaban que Colón fuese un consumado lobo de mar, se había equivocado en los cálculos. El océano era mucho más ancho. Eso es lo que decían Eratóstenes, Ptolomeo y otros tantos genios de la Antigüedad. No iba a venir ahora un pelagatos a enmendarles la plana.
El dictamen fue remitido a los reyes, que llamaron de nuevo a Colón para comunicárselo. No iban a pagarle el capricho, pero le permitirían quedarse en Castilla, asistido por una pequeña subvención real. Así las cosas, rechazado en Portugal y en Castilla, Cristóbal se resignó a su aciago destino, pero sin renunciar a llevar adelante sus planes. Envió a su hermano a Londres para que tantease a Enrique VII, sin demasiada fortuna. El inglés no quiso saber nada. Si portugueses y españoles, verdaderos expertos en la materia, lo habían desechado no era por casualidad.
Los inquietos lusos, sin embargo, no terminaban de encontrar el deseado camino a la India, por lo que Juan II volvió a fijarse en Colón. Pero la antojadiza suerte del navegante italiano quiso que, justo ese año de 1488, Bartolomé Díaz regresase a Lisboa asegurando haber dado con el fin del calvario africano: el Cabo de Buena Esperanza, que ponía punto final a siglo y pico de navegar sin descanso hacia el sur, siempre hacia el sur.
Los años pasaban y nadie se acordaba de Colón, que malvivía con lo puesto y con los cuatro reales que recibía de Isabel la Católica. Desilusionado y harto de la vida perra que llevaba, decidió largarse de España para ver si Francia, la única puerta que le quedaba por llamar, se animaba a patrocinar la expedición. Al enterarse los frailes de La Rábida de sus intenciones le suplicaron que pidiese una última audiencia a la reina, que a punto se encontraba de rematar la guerra de Granada y estaría más dispuesta a escucharle. Así fue. A finales de 1491 Colón se presentó en la ciudad-campamento de Santa Fe. Isabel y Fernando le concedieron audiencia y nombraron una nueva comisión, aunque esta vez prescindieron de los sabios, que eran un incordio, y pusieron contables que arreglasen los pormenores económicos. El genovés, sorprendido por la determinación de los monarcas, pensó que lo mejor era aprovechar el momento y pidió todo lo que pudo. Estaba tan convencido de su descubrimiento que no consintió rebajar un maravedí del premio que ya casi tenía al alcance de sus dedos. Fernando se resistió y le dio puerta, pero, al poco de marcharse, mandó que le trajesen de nuevo a su presencia. Lo aceptaba todo, hasta la última exigencia. Si Colón regresaba ya habría tiempo de no cumplir lo pactado, que en eso el Católico se las pintaba solo.
Capitularon solemnemente en la misma Santa Fe. Cristóbal Colón, el buscavidas que llevaba siete años vagabundeando por Castilla, viviendo de prestado, y que se había ganado cierta fama de chiflado, sería en adelante Almirante de la Mar Océana, una merced del mismo rango que la de Almirante de Castilla. Además, pasaría a ser Virrey y Gobernador General de todo lo que descubriese, que, fuese lo que fuese, le haría un hombre riquísimo, porque se llevaría un diezmo de la mercadería "comprada, ganada, hallada o trocada dentro de los límites de su Almirantazgo". Un dineral, vamos.
Las capitulaciones se firmaron el 30 de abril de 1492. Colón cerró satisfecho su cartapacio, se ajustó el bombacho y salió de la sala con la cabeza bien alta, diciéndose a sí mismo: "Si ya lo sabía yo; el que la sigue la consigue".
Para evitar problemas, Isabel quería que la expedición partiese de un puerto real, cosa bastante difícil, pues Andalucía se encontraba enfeudada en su práctica totalidad. De los pocos que pertenecían a la Corona el más indicado era Palos, un puertecito cercano a Huelva casi tan familiar para Colón como su Génova natal. A los lugareños, sin embargo, la idea de embarcarse en una aventura de incierto futuro al mando de un pirado no les parecía demasiado halagüeña. Intervino entonces la Providencia, de la mano, una vez más, de Antonio Marchena, que presentó a Colón un acreditado marino onubense: Martín Alonso Pinzón. El genovés expuso su plan y Pinzón, que era tanto o más ambicioso que Colón, se apuntó de mil amores; y apuntó a su hermano Vicente como capitán del tercer barco.
A primeros de agosto estaba todo listo para zarpar. Habían reclutado a unos 90 marineros para la gran expedición hacia lo desconocido. La mayoría eran andaluces y vascos; también estaba el montañés Juan de la Cosa, armador de la nao capitana, el veedor real, que era de Segovia, y un judío converso que haría las veces de traductor cuando llegasen a la corte del Gran Khan. Hablaba "hebreo, caldeo y aun diz que arábigo". No es necesario precisar que el buen hombre ni se estrenó. Se embarcaron también un portugués y, cómo no, tres italianos; ubicua nacionalidad, ésta: no hay episodio de nuestra historia en que un natural de la Bota no esté enredado.El 2 de agosto la flotilla se hizo a la mar. La componían tres naves; una nao, la Santa Maria, y dos carabelas, la Pinta y la Niña. La primera escala eran las Islas Canarias. Entre la Península y el archipiélago se extendía un ancho mar, conocido como el "de las Damas" porque era tan calmo y llevadero que hasta las señoras podían gobernar los barcos. Un cobarde resabio machista que hoy sería tan insolente que ya habrían prohibido su uso. Aguaron en La Gomera y no, como cabría pensar, en Tenerife. La Achinet de los guanches no estaba en aquel entonces conquistada. Le quedaba, no obstante, un mal suspiro. Ese mismo mes, Alonso de Lugo desembarcó en La Palma para lanzarse sobre su vecina. Le costaría tres años rendirla, bastantes más que a Colón cruzar el Atlántico y volver.
Se cuenta que, durante el mes que pasó la flota colombina en La Gomera, su almirante, que dejaba novia formal en España, encontró tiempo para un amorío. Si es que de los marinos nadie puede fiarse. Se trataba de Beatriz de Peraza, gobernadora de la isla, una mujerona casquivana y revoltosa que Isabel había alejado de Castilla porque sospechaba que se entendía con su marido. Y la reina era católica, sí, pero tan celosa y desconfiada como lo sería su hija Juana, la que de celos se volvió loca.
El 6 de septiembre largaron velas, bordearon la isla del Hierro, despidiéndose, ya de paso, del último confín conocido, y descendieron hasta el paralelo 27. Aquí comenzaba la odisea. Sobre el mapa parecía fácil, pero ¿cómo se cruzaba el Atlántico? No había costas que sirviesen como guía, ni islas que marcasen la derrota. Más allá de ese punto, de la enigmática isla que hoy marca el extremo meridional de España, no había nada seguro, sólo océano, cielo azul y un insondable misterio, que se atornilló en forma de congoja en las gargantas de los marineros.
Los portugueses habían descubierto una corriente que soplaba durante todo el año en dirección a Poniente, una suerte de autopista de viento que esperaba a que alguien con suficientes arrestos la tomase. Eso hizo Colón: enfiló con decisión sus tres barquitos por ese bien venteado pasillo. Noventa hombres sin afeitar y con las ropas ajironadas estaban cruzando una sima abisal que se había formado millones de años atrás, separando irremediablemente los seres vivos de ambas orillas. La curiosidad, la perseverancia y, por qué no, la codicia de los europeos lo habían hecho posible; la testarudez de un simple hombre lo estaba convirtiendo en realidad. Durante todo septiembre navegaron sin pausa, hasta que, a finales de mes, se encontraron con el Mar de los Sargazos, rodeados por un océano de repelentes algas que presagiaban entre la marinería una ineluctable catástrofe. Colón tranquilizó a la tripulación. Él sabía lo que se hacía, pero no era ajeno al miedo y las supersticiones de su tripulación. Llevaba doble contabilidad, una para sí mismo y otra para los pilotos de las tres naves. La suya era ligeramente mayor. Rebasadas las 750 leguas, cuando pensaba dar con Cipango, el nombre que Marco Polo había dado a Japón, empezó a escamarse. ¿Dónde estaba la tierra prometida?
Martín Alonso y el Almirante se reunieron para estudiar la derrota. El español propuso virar hacia el sur, pero Colón se negó: estaba persuadido de que se encontraba ya en aguas asiáticas y de que habían sobrepasado las costas de Cipango sin advertirlo, probablemente de noche.
La tripulación se impacientaba, y el 6 de octubre estalló un motín en la Santa María. Los marineros vascos exigían volver a Canarias. Martín Alonso hizo entrar en razón a los vizcaínos y le pasó la factura al Capitán: se viraría hacia el sur. Tres días después estalló un nuevo motín, esta vez en las tres naves. De nuevo el Pinzón terció, llegando a un comprometido acuerdo: si no avistaban tierra en tres días regresarían a casa.
El 11 de octubre Colón se retiró a su camarote angustiado: el siguiente sería el último día: o veían tierra o se acababa la aventura. Esa misma madrugada, en la espesura de la noche, el grumete de la Pinta, un sevillano llamado Juan Rodríguez Bermejo, infló sus pulmones y gritó: "¡Tierra!". Martín Alonso saltó del catre y oteó el oscuro horizonte en busca de la irregular línea parda que delata la presencia de la costa por las noches. Ahí estaba. Habían llegado al otro lado del mundo.
Por la mañana se acercaron cautelosamente a la costa, para no desgraciar las naves con algún arrecife traicionero. El Almirante se vistió para la ocasión, abordó un bote y se dirigió a la playa con la bandera real en la mano. Los Pinzones hicieron lo propio con los pendones de la Cruz Verde. Ya en tierra, se hizo llamar al escribano, Rodrigo de Escobedo, y al veedor real, Rodrigo Sánchez, para que tomasen buena nota del histórico momento. Él, Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana, hacía dueños y señores de todo lo que abarcaban sus ojos a Isabel de Castilla y a Fernando de Aragón. Era 12 de octubre de 1492, y aunque Colón seguía empeñado en que había llegado a la India, se hallaba en una remota playa de un nuevo continente que no salía en los mapas: América. Hechos los honores, prosiguió el viaje saltando de isla en isla, sin olvidarse de bautizarlas todas. A la que había contemplado su desembarco la llamó San Salvador, porque la tenue silueta de su costa había salvado por los pelos a su empresa de un estrepitoso fracaso. A las siguientes les fue poniendo nombres más o menos previsibles: Santa María, Fernandina, Isabela, Juana o La Española, que es donde terminó fundando el primer asentamiento europeo en América, el fuerte Navidad. A los aborígenes los llamó "indios" desde que puso sus ojos en el primero de ellos. A fin de cuentas, estaba en la India, o muy cerca, por lo que esos infelices que "andan todos desnudos como su madre los parió" y que eran "de la color de los canarios, ni negros ni blancos", tenían, por fuerza, que ser indios. Súbditos lejanos del Gran Khan, cuyos dominios presumía cercanos.
El 16 de enero, con un barco menos y un magro botín en la bodega, ordenó el regreso a España. Si llegar había sido difícil, ¿cómo volver? Colón lo sabía. Navegó hacia el norte unos cientos de leguas hasta que otra autopista de viento, los alisios septentrionales, hincharon sus velas en dirección a Europa. Por esas latitudes, sin embargo, el océano no es tan apacible como en los trópicos. Un mes después de abandonar La Española, un temporal sorprendió a las dos carabelas y las separó. Una, la de Martín Alonso Pinzón, iría a parar al puerto de Bayona, en Galicia. La otra, la del Almirante, a las Azores primero y a Lisboa después.
El 4 de marzo la Niña entraba, lenta y fatigosamente, en las aguas del Tajo. Era el fin del viaje. Otros habían llegado a América, pero ninguno había vuelto para contarlo.
Los Reyes Católicos recibieron a Colón un mes más tarde en Barcelona. Les ofrecía algo que ningún monarca de la Cristiandad estaba en disposición de poseer: un nuevo mundo. Inexplorado y exótico, tan virgen e inocente como los seis indios que le acompañaban.
El Almirante, colmado de parabienes, realizó tres viajes más. Meses después de regresar del último, en 1506, murió solo y olvidado en Valladolid, convencido de que había llegado a la India, de que la siguiente isla sería la definitiva. Para entonces el Caribe era ya un lago español, y los exploradores se aventuraban intrépidos en el continente.
En los albores del siglo XVI, los nombres de España y América habían quedado, para lo bueno y para lo malo, indisolublemente unidos.



El pueblo prorrumpió en vivas a la reina, al rey Felipe y a Luisillo, porque con Luisillo se quedó. Alguno hasta incluso lloraría, que los madrileños siempre han sido muy sentimentales con estas cosas.
Se llamaba Isabel de Farnesio, y sí, era feota, picada de viruela y una devoradora impenitente de mantequilla; el resto era pura fabulación del abate, tan enredador como la Ursinos o más. La llegada de la Farnesio a España puso punto y final a los dorados días de la princesa de los Ursinos en la Corte. La reina, aparte de hacer gala de un apetito insaciable –tanto en la mesa como en el lecho–, albergaba la ambición secreta de colocar a sus futuros hijos al frente de la Corona, pero lo tenía muy difícil porque Felipe iba sobrado de herederos: tres hijos y los tres varones.
Unos meses después del feliz encuentro carnal el rey se recluyó definitivamente en el palacio de La Granja y abdicó. Se encontraba hundido, preso de la tristeza, y llevaba un año sin cambiarse de ropa. Los médicos fueron contundentes: el monarca padecía "frenesí, melancolía, morbo, manía y melancolía hipocondríaca". Es decir, tenía una depresión como un piano. Hoy lo hubiesen arreglado con prozac y autoayuda, pero entonces, en una época en que la palabra "psiquiatría" ni se había inventado, lo solucionaron prescribiendo paseos por los jardines de La Granja e interminables audiciones musicales, en las que los tenores castrados hacían su agosto. 
Conferencia de Erfurth
Fin de la correspondencia
Después de 44 años de reinado, 42 de amoríos y revolcones, unos 50 hijos y centenares de amantes (no faltaron duquesas, marquesas, cómicas, damas de honor, prostitutas y decenas de sirvientas), Felipe IV abandonó este mundo la última semana del verano de 1665. Tanta rijosidad y tanta actividad venérea sólo le habían procurado un heredero, que, para más inri, tenía sólo cuatro años y era una criatura raquítica y repelente que acababa de echar los dientes y aún no se había destetado.
Al bastardo le duró poco la gloria: tras firmar la paz de Nimega con Luis XIV, una rápida enfermedad se lo llevó al otro barrio.
A diferencia de Maria Luisa, una francesa de buen fondo que pasó sus días en un sin vivir, sometida a las más peregrinas y extravagantes dietas para provocar un embarazo que nunca llegaba, la Neoburgo era una alemana de armas tomar. Según llegó a España y vio de cerca al apático imbécil con el que le habían casado, le cogió gustillo al poder. No era tonta: sabía que su misión era traer un heredero, y como no lo lograba se dedicó a inventarse falsas preñeces que terminaban, invariablemente, en falsos abortos.
La reina, sin ir más lejos, no se separaba de un saquito que llevaba colgado al cuello. Contenía cáscaras de huevo, uñas de los pies, cabellos y demás amuletos para conjurar la maldición. El rey, por su parte, era sometido a todo tipo de ceremonias chamánicas, en las que el infeliz era obligado a comer carne de víbora mientras le sacudían con agua bendita y un coro de monjes rezaba incesantemente. Tanto Te Deum, tanta misa solemne y tanto sahumerio dedicado a la real persona hicieron que el pueblo le bautizase como el Hechizado. 
Llegar desde Oriente Medio hasta España llevaba muchos meses de navegación, pero merecía la pena el viaje. Las grandes civilizaciones de la Antigüedad, Egipto y Mesopotamia, se encontraban en pleno auge, sedientas de metales con que armar sus ejércitos y sobradas de la maña y la sabiduría que habían acumulado durante más de un milenio. España, el lejano confín del Mediterráneo, poseía esos metales, y a buen precio. Los fenicios serían sus agentes de comercio, el vínculo entre la cuna de la civilización y nuestra apartada y atrasada Iberia, que por no tener no tenía ni nombre.
Animados por la buena acogida que había encontrado Coleos, sus paisanos se aventuraron a la larga travesía y rompieron el monopolio de su odiada competencia fenicia. Herodoto asegura que llegaron a trabar amistad con su rey, un tal Argantonio, que vivió 120 años y reinó durante 80. Anacreonte, para no ser menos, también escribió sobre este monarca, pero se le fue la mano: le atribuyó un reinado de siglo y medio.
Los que no lo eran de ningún modo fueron los dioses y reyes míticos de Tartessos, protagonistas de una fecunda mitología que aún sigue cautivando a poetas y novelistas. Gerión, por ejemplo, era un gigante de tres cuerpos, con sus seis brazos y sus tres cabezas de rigor. Poseía un rebaño de vacas rojas que apacentaba en los verdes prados del Guadalquivir ayudado por Ortro, un perro de dos cabezas, hermano de otro can mucho más célebre: Cerbero, el guardián del Hades, que era tricéfalo y en lugar de cola tenía una serpiente. Alucinante. Con tanto brazo, Gerión era casi invencible en el combate, pero Hércules, que se las sabía todas, le derrotó en su décimo trabajo y le birló el ganado, para sacrificarlo en el altar de Hera. Menuda fijación la de los griegos con esta diosa.
El recuerdo de Tartessos se fue difuminando y transformándose en una leyenda muy bien alimentada, eso sí, por las crónicas de los griegos. Pero si bien Tartessos era tan real como la memoria de Herodoto, ¿dónde se encontraba? Durante miles de años se hicieron cábalas sobre el lugar exacto en que se había levantado la capital de aquel fabuloso imperio. A principios del siglo pasado un alemán, Adolf Schulten, se echó sobre las espaldas el encargo de dar con las ruinas de la legendaria ciudad.
Castilla se incorporó tarde y sin demasiado entusiasmo a la carrera atlántica, pero se llevó la parte del león: las Canarias, el único archipiélago poblado y de cierto fuste de cuantos se hallaban a una distancia prudencial del continente.
Juan II de Portugal, viendo que el combate estaba amañado, protestó enérgicamente ante la curia, que no le hizo ni caso. Meses más tarde Alejandro VI dio un nuevo apretón de tuercas a Lisboa. En otra bula delimitó las áreas de influencia de España y Portugal, o, acercándonos al alambicado lenguaje vaticano, fijó qué tierras habrían de evangelizar los españoles y a cuáles llevarían la buena nueva los capellanes de las carabelas portuguesas. Porque, claro, el Papa no sabía de imperios, y mucho menos del oro y las especias que los pizpiretos marinos ibéricos andaban buscando como locos.
La primera idea de los portugueses era volver al orden de Alcaçovas, definiendo un paralelo y no un meridiano, como había hecho el Papa, y que Portugal se quedase con toda la parte austral y España con la boreal.