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31/10/07

Trafalgar la gloriosa derrota

Por Fernando Díaz Villanueva

Detalle de una pintura conmemorativa de la batalla de Trafalgar.
Una rutilante estrella política se alzaba con fuerza en el firmamento europeo a finales del siglo XVIII. Se llamaba Napoleón Bonaparte, y había decidido, después de consultarlo consigo mismo, que Europa le pertenecía. En pocos años, su bien motivado ejército había puesto en jaque a todos los reyes del continente. Viejas alcurnias se rendían ante la irrefrenable ambición del general corso, a quien todo le parecía poco.
Sólo había un país que se resistía a sus designios: el Reino Unido. La Inglaterra de entonces era una nación que cotizaba al alza y no se dejaba amilanar por cualquiera. Poseía la flota más extraordinaria jamás vista en alta mar y tenía de su lado, además, el Canal de la Mancha, un soberbio foso natural custodiado día y noche por los perros de presa de la Royal Navy.
Napoleón lo sabía. Sabía que si no sometía Inglaterra y anulaba su poderío marítimo nunca llegaría a emular a los emperadores de la Antigüedad en magnificencia y dominio. En 1804, ya convertido en rey de reyes, vio llegada la hora de echarse sobre su vecino del otro lado del canal. Ordenó reunir un impresionante ejército en Calais y diseñó una cuidada estrategia para alejar a los navíos ingleses de las aguas del canal, con el objetivo de que sus tropas lo cruzasen sin contratiempos. Una vez en la isla, la invasión se haría conforme a lo habitual, es decir, con determinación y sin miramientos. Mientras en París el emperador ultimaba su plan maestro, dos de sus almirantes, Villeneuve y Missiessy, zarparon de Tolón rumbo al Caribe con una poderosa flota. Los ingleses advirtieron la maniobra y cayeron en la trampa, corriendo tras ellos en una denodada carrera por el Atlántico.
Villeneuve llevaba orden de huir de los ingleses y, una vez hubiese avistado América, volver de inmediato a Europa y reagrupar la flota franco-española, que se encontraba desperdigada por El Ferrol, Rochefort y Brest. Con eso bastaría para garantizar el paso del canal. Los ingleses, que en las cosas del mar siempre han ido un paso por delante, cayeron en la cuenta de que se trataba de un ardid al recibir un informe de un bergantín que había visto a la flota de Villeneuve navegando a toda vela hacia El Ferrol. El Gobierno de su Majestad fue rápido, tanto que al llegar los franceses a Galicia se encontraron con quince navíos ingleses dispuestos a abrir fuego.
Horatio Nelson.Así fue. Villeneuve perdió dos barcos (españoles, por cierto) y se batió en retirada, refugiándose en Vigo. Es aquí donde termina de fraguarse el drama –o la dicha, según se mire– de Trafalgar. Desobedeciendo órdenes de Napoleón, Villeneuve titubeó y, en lugar de poner su proa rumbo al Canal, donde le esperaban las tropas, se dirigió al sur, a Cádiz, puerto donde se encontraba el grueso de la flota española.
Cuando Napoleón se enteró de que su almirante se encontraba en Cádiz y no en Brest (tal y como constaba en sus órdenes), envió a España a otro marino para que le sustituyese. Villeneuve, sabiendo que tenía los días contados, se lo jugó todo a una carta. En el golfo de Cádiz se había concentrado una soberbia flota inglesa, en espera de echar el guante al escurridizo almirante francés. A su frente se encontraba uno de los mejores marinos de todos los tiempos, el legendario Horatio Nelson, ya convertido por entonces en todo un héroe nacional. Lo había ganado todo, hasta el amor de Lady Hamilton, una significada y adúltera dama de la Corte que estaba casada con un diplomático del rey. En la guerra era lo contrario que Villeneuve. Resolutivo, implacable y tenaz. Su aspecto formaba parte de la leyenda; tuerto, manco y lleno de cicatrices. Sus hombres le idolatraban. Asistía a las batallas vestido de gala, luciendo sus muchas medallas y desde la primera línea de combate.
En Cádiz, entretanto, el ambiente andaba muy caldeado. Para nuestros marinos, a quienes la invasión de Inglaterra les traía al fresco, no era un secreto que la flota española se encontraba en muy mal estado. Muchos de sus navíos eran viejos, y otros estaban semiabandonados. Las tripulaciones apenas contaban con el entrenamiento básico, y eso con suerte, porque los recortes presupuestarios impuestos por Carlos IV habían obligado a los capitanes a tener fondeados perennemente sus buques. Salir al mar abierto a vérselas con Nelson y su curtida flota era lo más parecido a un suicidio. Así se lo hizo saber el almirante de la Armada, Federico Gravina, a Villeneuve, pero éste no se avino a razones. Dispuso que el combinado franco-español zarpase el 19 de octubre, organizando la flota en cinco divisiones compuestas por barcos españoles y franceses.
Nelson, informado en todo momento de la cantidad y calidad de los enemigos con los que habría de batirse, apretó los dientes. Se encontraba en franca inferioridad. Villeneuve contaba con 33 navíos, él con 27. La escuadra franco-española aventajaba a la inglesa en número de cañones y en efectivos embarcados. Sin embargo, no se acobardó. Se sabía poseedor de algo que Villeneuve no tenía: coraje, y de unas tripulaciones muy bien entrenadas y dispuestas a dejarse la piel en la batalla. Y es que, para Inglaterra, Trafalgar fue una apuesta a vida o muerte. Nelson era consciente de que si caía derrotado su amada patria no tardaría en sucumbir. El almirante tampoco era ajeno al calamitoso estado en que se encontraba la Armada española, y a lo poco que iban a decidir en el curso de la batalla sus desmotivados capitanes.
El día 21 por la mañana los dos contendientes se encontraban frente al cabo Trafalgar, a medio camino entre Cádiz y Gibraltar, y dio comienzo la batalla con un breve mensaje que Nelson dio mediante banderas a todas sus naves desde el Victory: "Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber". La flota hispano-francesa se dispuso en forma de media luna, en un fabuloso arco que se extendía más de doce kilómetros. Un espectáculo digno de ver. Villeneuve, confiado en su superioridad numérica, pensó que Nelson enfrentaría sus naves a la distancia de combate y, al uso de las batallas navales de entonces, el vencedor lo decidirían los cañones.
A pesar de sus deficiencias, la escuadra capitaneada por el francés contaba con magníficos navíos y mejores capitanes, la flor y la nata de la Armada española. A bordo del Príncipe de Asturias se encontraba el almirante Gravina, bregado marino que llevaba treinta años navegando por los siete mares. El San Juan Nepomuceno estaba al mando del carismático capitán guipuzcoano Cosme Damián Churruca, quintaesencia del marino vocacional que había realizado varias expediciones científicas y a quien la marinería reverenciaba. Tal era su valor que, antes de entrar en batalla, pronunció una frase que ha pasado a la historia: "Si llegas a saber que mi navío ha sido hecho prisionero, di que he muerto". Otro grande de la Real Armada, el cordobés Dionisio Alcalá-Galiano, capitaneaba el Bahama. Su nombre era respetado por marinos de todo el orbe. Había participado en la expedición de Malaspina y, no contento con semejante honor, se había aventurado por las brumosas costas del Pacífico canadiense para cartografiarlas. Testigo de aquellas derrotas es la isla que descubrió, la Galiano Island, cuyo nombre conservan hoy celosamente sus habitantes.
La SANTÍSIMA TRINIDAD.La pericia de Nelson le decía que debía rehuir a cualquier precio un enfrentamiento abierto con la combinada franco-española. El inglés era intrépido, pero no temerario. Como buen militar, respetaba a sus enemigos y no quería exponer sus naves al fuego demoledor de navíos como el español Santísima Trinidad, el mayor de la época. Un coloso que desplazaba 4.000 toneladas de madera, acero y pólvora. Era el único navío del mundo que contaba con cuatro cubiertas de fuego, en las que se alineaban en perfecta formación de ataque 140 cañones. La sola mención de su nombre causaba temor en los capitanes británicos.
Lo cierto es que el Santísima Trinidad, a pesar de su poderío y del sobrecogedor perfil de su velamen, era un paquidermo del mar. Costaba Dios y ayuda maniobrar con él, y era presa fácil de las ágiles fragatas enemigas. En Trafalgar fue asediado durante horas por varios navíos ingleses, y no se rindió. Sólo cuando los hombres de Nelson lo apresaron para llevarlo remolcado a Gibraltar el gigante español cedió y entregó su astillado casco al fondo del mar.
Ante semejante panorama, Nelson ideó un simple pero efectivo plan de ataque. Organizó sus 27 naves en dos columnas, una liderada por él mismo, a bordo del Victory, y la otra al mando del vicealmirante Cuthbert Collingwood, Old Cuddy, tal y como le apodaba cariñosamente la marinería. Ambas líneas de ataque navegarían a toda vela en perpendicular hacia la línea enemiga, con intención de fracturarla en dos. Fue el famoso Nelson Touch o Toque Nelson. Una maniobra tan sencilla y arriesgada que nadie hasta la fecha se había atrevido a llevarla a cabo. Tal acometida conllevaba serios peligros. En la aproximación los atacantes se exponían al fuego enemigo durante un considerable periodo de tiempo. Nelson, sin embargo, confiaba en el efecto sorpresa y en la lentitud de los artilleros españoles y franceses. Por cada andanada que disparaban los navíos de la combinada franco-española los ingleses eran capaces de disparar hasta tres. Eso que llevaban ganado, y que, junto con la incompetencia del almirante francés, terminaría por decidir la batalla del lado inglés.
La maniobra le salió a pedir de boca. En parte porque la suerte ayuda a los audaces y en parte porque Villeneuve era un incapaz que al principio no supo reaccionar, y que, cuando reaccionó, lo hizo mal, ordenando a la combinada virar 180º, exponiendo a los ingleses las popas de sus navíos. Collingwood y su Royal Sovereign cortaron la línea aliada a la altura del navío español Santa Ana. El choque entre ambos fue tan violento que los dos quedaron arruinados. El hueco abierto por el Royal Sovereign fue de inmediato aprovechado por el resto de la columna de Collingwood, que se coló por él, abriendo dos frentes al sur de la línea aliada.
Nelson, entretanto, fue directo a por el Bucentaure, de cuyo mástil colgaba la enseña de Villeneuve. El francés, que era cobarde pero no tonto, se había apostado sabiamente junto al Santísima Trinidad para utilizarlo como batería flotante en caso de que los ingleses se acercasen demasiado. No le sirvió de mucho. El Victory se distanció del Santísima Trinidad y barloventeó hasta situarse en la popa del Bucentaure. Entonces Nelson ordenó que hiciese fuego su arma más temida, la carronada, un tipo de cañón corto que disparaba ráfagas de balas de mosquete.
El Bucentaure no pudo resistir la embestida del Victory y se rindió pasadas las dos de la tarde. Fue tan letal el ataque que de aquél apenas quedó un bamboleante cascarón que no tardó en hundirse. El vacilante Villeneuve, preso de la desesperación, se entregó a los ingleses. Aunque tarde, en su auxilio llegó el francés Redoutable, cuyo capitán, Jean Jacques Lucas, aleccionado por los efectos de las carronadas, que habían masacrado el Bucentaure, se aproximó hasta el Victory para que sus fusileros barriesen la cubierta. Uno de ellos acertó con el almirante Nelson. Un certero balazo le atravesó el pulmón y se instaló en su columna vertebral. El almirante fue trasladado al sollado de la nave, pero el galeno de a bordo poco pudo hacer por su vida. Murió, tras una dolorosa agonía, a las cuatro y media de la tarde. El inglés había cumplido con su deber entregando su bien más preciado, su propia vida, en el fragor del combate.
A Nelson no tardarían en seguirle los otros dos héroes de Trafalgar, los españoles Churruca y Alcalá-Galiano. El guipuzcoano, asediado por siete navíos británicos, resistió hasta el final. Una bala de cañón le amputó una pierna y murió desangrado en la cubierta del San Juan Nepomuceno. Se dice que Churruca, al verse postrado en las tablas y viendo cómo se le escapaba la vida, gritó a sus hombres: "Esto no es nada, que siga el fuego". Genio y figura.
Cosme Damián de Churruca.Alcalá-Galiano no corrió mejor suerte. Una andanada le decapitó mientras su Bahama era desarbolado a conciencia por los dos barcos ingleses. Había hecho honor a su promesa de no capitular. "Ningún Galiano se rinde", le dijo a un joven guardiamarina antes de empezar la batalla. Y no se rindió. La tragedia estaba servida para pasar a la posteridad.
Tres de los mejores marinos del mundo se habían dejado algo más que la piel en la batalla. Nelson tuvo un entierro digno de un monarca, y para los ingleses es modelo de patriotismo y sacrificio. Los cuerpos de Churruca y Alcalá-Galiano reposan, sin embargo, en el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando, olvidados por todos. El nuestro es un país ingrato que hace a los hombres y los gasta. El vasco y el andaluz, arquetipos de patriotas y hombres de honor, merecerían mejor recuerdo. Pero, claro, eso aquí no se lleva.
A media tarde, el almirante Gravina, malherido, se hizo cargo de la situación y dio señales a lo que quedaba de la flota para que regresase a puerto. El desastre era mayúsculo. De 33 naves que habían zarpado de Cádiz tres días antes sólo regresaban 10, en un lastimoso estado. La jornada había sido especialmente sangrienta. Miles de cadáveres flotaban a la deriva, otros tantos se habían ido al fondo del mar, y allí permanecen, sepultados entre los maderos corroídos de las que un día fueron las armadas más poderosas de la Tierra. Muchos morirían después víctimas de las heridas, las amputaciones, las infecciones y la incomprensión.
Gravina falleció en Cádiz meses después, como consecuencia de las lesiones que le ocasionó su fiera resistencia al frente del Príncipe de Asturias. Villeneuve, por el contrario, fue liberado por los ingleses y se suicidó en Rennes, temeroso de la ira del emperador. El vicealmirante Collingwood murió unos años después en alta mar, mientras batallaba contra Napoleón en el Mediterráneo. El capitán del Neptuno, Cayetano Valdés, fue de los pocos que sobrevivió largo tiempo a la maldición de Trafalgar. Se convirtió en un furibundo liberal y hubo de exiliarse, vueltas que da la vida, en la misma Inglaterra cuando el bribón de Fernando VII le condenó a muerte.
Doscientos años después, Trafalgar sigue levantando ampollas. Para los ingleses es, junto con Waterloo y la resistencia frente a Hitler, símbolo de su independencia, tanto que lo conmemoran cada año en el vistoso y patriótico Trafalgar Day. Para los franceses, una insufrible humillación a su sobredimensionado orgullo. Para nosotros, para los españoles, un traspié incomprensible. La más gloriosa de nuestras derrotas. Uno de esos momentos tontos de nuestra historia en que dimos mucho sin recibir nada a cambio. Sírvanos ahora de lección que nuestro aliado natural es y siempre fue Inglaterra, y que de Francia no podemos esperar más que desgracias.
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22/10/07

Bandung o la conferencia de los charlatanes

Bandung o la conferencia de los charlatanes

subandung.jpg Hace poco más de cincuenta años se celebró en la ciudad indonesia de Bandung una de las mayores pérdidas de tiempo del siglo XX. Se le denominó Conferencia Afroasiática, y fue convocada para que unos cuantos dictadores de otras tantas repúblicas bananeras recién independizadas se diesen el gustazo de dar un buen discurso.

No sirvió para nada, para nada útil quiero decir. Acaso para dar carta de naturaleza a ese abstruso invento del Tercer Mundo con el que, todavía hoy, nos siguen dando la tabarra los nietos de aquellos tiranos y los que, entre nosotros, andan con el sentimiento de culpa a cuestas.

La tontería se fraguó en las privilegiadas cabecitas de los líderes de un puñado de antiguas colonias británicas, con la India y Egipto al frente. Era aquel un tiempo en el que se creía que, a base de buenas palabras y soflamas biensonantes, se podía cambiar el mundo. Así, para poner remedio a la pobreza de la India, Birmania o Ghana sólo había que decir que la pobreza era mala y que la hermandad entre las naciones pobres haría que ésta remitiese. Ese era el envoltorio, claro. Profundizando un poco, lo que los promotores de Bandung pensaban era algo bien distinto. Ahora que tenían mando en plaza querían ser poderosos y desquitarse de los años de colonización. Como representaban a más de la mitad de la población mundial de aquella época hicieron cálculos y se creyeron lo que no era. Suele suceder cuando no se piensa con la cabeza, o cuando no se tiene cabeza para pensar. Entre los prohombres de Bandung se combinaron ambas cosas.

Partían de una ilusión, de que en el mundo bipolar que había alumbrado la guerra mundial cabía una tercera opción: la buena, evidentemente. Frente al capitalismo liberal patrocinado por los Estados Unidos y el socialismo real propugnado por la Unión Soviética, serían ellos, acompañados de sus jóvenes pueblos, los que le devolverían la sensatez al mundo. Lo harían, además, con buen talante, de un modo didáctico y con palabras tan rotundas como justicia universal, hermandad multirracial, libertad, soberanía, cooperación o paz, mucha paz, la paz que no faltase. No es casualidad que los peores tiranos se hayan embutido el disfraz del pacifismo para ocultar sus verdaderas intenciones.

Se dio además la fatal circunstancia de que, de los 29 países que acudieron al llamado de Nasser, Sukarno y Nehru, la mayor parte de sus líderes eran unos charlatanes incorregibles. Casi todos llegados al poder por pura carambola e ineptos en el ejercicio del mismo hasta un extremo intolerable. En esto último no hemos ganado mucho a lo largo del último medio siglo. Hoy, el dictador tercermundista promedio sigue siendo un incapaz y un ladrón, pero al menos no da la paliza. Roba todo lo que puede hasta que viene el siguiente y le derroca.

En Bandung, sin embargo, se dio cita un plantel extraordinario de estafadores de la política, similar al que protagonizó el periodo de entreguerras en Europa aunque con un toque especial que los haría únicos. Por entonces no se sabía que todo era un inmenso fraude. El tercer mundo vivía su edad de la inocencia, sus gobernantes eran tenidos por libertadores sin mancha que sacarían a sus países del atraso inaugurando de paso una nueva era en las relaciones internacionales. Lo peor de todo es que ellos mismos se lo creían. El estado de postergación en el que se encontraban se debía exclusivamente a la prolongada presencia de los europeos en su tierra. Libres de esa carga, florecerían todas las potencialidades ocultas de aquellas jóvenes naciones, libres de prejuicios y de hipotecas históricas. El futuro les pertenecía, o al menos eso era lo que repetían como papagayos. En cierto modo se veían como la contrapartida de la agotada y confusa Europa de la inmediata posguerra.

La conferencia de Bandung los retrató a todos en su euforia pueril y medio tonta. Los años que la siguieron vinieron a demostrar que de tanta cháchara no puede salir nada bueno. Si mal hábito es pasar por alto el factor individual en el curso de la historia, en el caso que nos atañe se corre el riesgo de no entender absolutamente nada de lo que pasó en África y Asia tras la descolonización. Los hombres que se hicieron con el poder en las antiguas colonias europeas, muchos de ellos protagonistas en Bandung, fueron los que sentaron las bases del desastre posterior en aquellos países. Sin ellos, sin su pésimo magisterio es imposible explicar el porqué y el cómo del tercer mundo actual.

El anfitrión de la conferencia, el indonesio Ahmed Sukarno, fue un déspota en estado puro desde que se hizo con las riendas del poder. Éste le cayó del cielo el día que los holandeses abandonaron su antigua colonia por la puerta de atrás. Nunca creyó en la democracia liberal y, a falta de otros enemigos internos, la tomó contra la nutrida colonia china de comerciantes que se deslomaba a trabajar en las ciudades indonesias. Como casi todos sus contemporáneos, sabía mandar pero no gobernar. Implantó una dictadura asentada sobre cinco principios fundamentales: nacionalismo, internacionalismo, democracia, prosperidad social y creencia en Dios. Dos de ellos eran antitéticos pero daba igual, Sukarno no entendía de ideas sino de consignas que empaquetaba en acrónimos para que su gente las repitiese entusiasmada. Así, por ejemplo, NASAKOM era la esencia de su Gobierno ("Nacionalismo, Religión y Comunismo"). NEKOLIM era el espantajo que se sacó de la manga contra los europeos y el pilar fundamental de su política exterior. Significaba "Neocolonialismo, Colonialismo, Imperialismo". A estas tonterías sin pies ni cabeza él las llamaba Konsepsi (conceptos).

Una vez devastó la otrora próspera economía de las Indias Orientales holandesas, acuñó un nuevo konsepsi, el de la Gran Indonesia, concepto bastante conflictivo que aún hoy colea en la isla de Timor. A mediados de los 60 el país colapsó víctima de las nacionalizaciones y el despilfarro y su mandato acabó de un modo abrupto, en un baño de sangre en el que murió un cuarto de millón de personas. Para entonces ya nadie se acordaba de las interminables peroratas de Bandung. Murió en 1970, fastidiado del riñón y mudo, quizá de tanto hablar.

Si Sukarno fue un dictador cuando menos original, el egipcio Gamal Abdel Nasser no le fue a la zaga. Se aupó al poder tras pasaportar al rey Faruk en su yate e instauró una dictadura larga y ruinosa pero tremendamente popular. Militar de formación, desconocía todo lo relativo a cómo gobernar un país pero era un orador excepcional. Hipnotizaba a las masas en un árabe llano y sin demasiados artificios, y es que, no en vano, era hijo de un empleado de correos. Al igual que Sukarno, no había entendido por qué los países europeos tendían a crear y acumular riqueza por lo que, lejos de ocuparse en aprenderlo, gastó lo poco que quedaba en la caja y pidió prestado el resto para convertirse en el muñidor de una gran república árabe socialista, tercermundista y, naturalmente, no alineada.

Para mantener el nervio de su pueblo lo suficientemente tenso buscó un enemigo con el que medir sus fuerzas y dar algo de contenido a su inane programa político. La china le tocó a Israel. Convencido de que sus discursos valían lo mismo que sus carros de combate lideró una iniciativa militar para borrarlo del mapa. Los resultados fueron desastrosos. La coalición árabe "antiimperialista" que había concertado para la ocasión se dio de bruces contra el ejército israelí. Seis días duró la guerra. Y eso que era de los que en Bandung se llenaban la boca con la fraternidad universal, la soberanía y la no injerencia en los asuntos de los demás.

Si como general no dio la talla, como gobernante su nombre es sinónimo de bancarrota. Aplicó un concienzudo programa de nacionalizaciones que hirieron de muerte los pocos sectores competitivos de la diminuta economía egipcia. La del canal de Suez ocasionó, además, una intervención militar anglofrancesa que le proporcionó jugoso material para sus discursos durante años. Le sirvió también para financiar en parte su propia pirámide, la presa de Asuán, un disparate económico y ecológico pero antesala, a fin de cuentas, de un gigantesco lago artificial que lleva su nombre. En 1970, el mismo año que su compadre Sukarno y dos meses después de concluir la presa, un paro cardiaco se lo llevó al otro barrio.

Con todo, el hombre que mejor encarnó la soporífera charlatanería de Bandung fue Jawaharlal Nehru, primer presidente de la India y el peor de todos hasta la fecha, que ya es difícil. Pertenecía a una generación anterior a la de Sukarno o Nasser; de hecho, había nacido el mismo año que Hitler y uno antes que De Gaulle. Estudió en Cambridge y, al volver a su tierra natal, tomó conciencia, es decir, concluyó que los que se habían esmerado con su educación eran lo más parecido a los hijos de Caín.

A diferencia de otros líderes de la época, Nehru iba de intelectual. Más que ningún otro estaba persuadido de que las dificultades se resolverían con buenos deseos y un par de frases lapidarias. Los ingleses le toleraron del mismo modo que hicieron con Gandhi, lo que muestra hasta que punto el dominio británico era cualquier cosa menos asfixiante. En la Unión Soviética dos disidentes confesos no hubieran durado ni tres semanas. En 1942, con los japoneses avanzando desde Birmania, pidió la independencia para que la India soberanamente decidiese si entrar o no en la guerra. Obviamente, ignoraba que los hijos del sol naciente no hacían distingos entre países neutrales y beligerantes. La gansada le costó la cárcel.

La retirada inglesa en 1948 le puso al frente del segundo país más poblado del mundo. Su fecunda palabrería hizo de "el Pandit Nehru" una celebridad mundial. Desde occidente le llovían los piropos. Él, en cambio, censuraba a las potencias occidentales siempre que se le presentaba la ocasión. El imperialismo y el colonialismo eran, según él, lacras a las que había que poner fin de inmediato, pero sólo si los ejercía Occidente. Para la Unión Soviética de Stalin y el Vietnam de Ho Chi Minh sólo tuvo parabienes. Fue un entregado admirador de su vecino Mao Tse Tung, hasta que el vecino se puso farruco y se le metió en casa. De no haber muerto antes, es probable que se hubiera derretido en elogios con Pol Pot.

Dejó que los chinos hiciesen a placer en el Tibet y, cuando el gran timonel decidió redibujar a su antojo la frontera del Himalaya, le declaró la guerra. Él, que había proclamado orgulloso que "ningún país puede conquistar la India" tuvo que pedir ayuda al "imperialista" Kennedy, que envió solícito la VII Flota al golfo de Bengala. Sólo entonces Mao se echó para atrás. A esas alturas ya se le había olvidado lo que dijo en Bandung sobre las grandes potencias: "si vamos hacia ellas en busca de sostén, entonces somos ciertamente débiles..."

Su infeliz política exterior vino a encontrar el complemento perfecto en una gestión interna calamitosa. Fascinado por los planes quinquenales soviéticos, respaldó la creación de un sector público inmenso, monopolístico e ineficiente y auspició draconianas regulaciones sobre la empresa privada que alejaron definitivamente la inversión extranjera. A su muerte en 1964 el ingreso per cápita se había derrumbado y la India era bastante más pobre que cuando se fueron los británicos. El "titán mundial" del que hablaban los medios occidentales fue un desastre en todo menos en fabricar y perpetrar discursos transidos de cursilerías y buenas intenciones. Bandung fue su espejo.

Medio siglo después de celebrarse, sólo unos pocos de los países participantes en la conferencia han remontado el subdesarrollo y se tutean –cuando no miran por encima del hombro– con las naciones de Occidente. Japón, por ejemplo, se dejó de simplezas, abrió su economía al mundo y, entre la aburrida democracia liberal y las carismáticas dictaduras de autor, se decantó por la primera. Hoy es una democracia consolidada y la segunda economía del mundo. Sus habitantes hace dos generaciones que olvidaron el plato único, las privaciones y el miedo cerval a un estado omipotente. Corea siguió su ejemplo.

Cambiar el destino de un país es posible. Si se quiere disfrutar de prosperidad y libertad, es decir, si se quiere llegar a ser, básicamente, como Occidente, sólo es preciso imitarle. Los charlatanes de Bandung, ahogados en sus propios sermones, creyéndose sus propias patrañas, abogaron por todo lo contrario. Lo más dramático de esta historia es que a ellos no les tocó pagar la factura.


Publicado por Fernando a las Junio 24, 2007 5:26 PM

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17/10/07

¡Liberales, a Cádiz! ¡Viva la Pepa!

¡Liberales, a Cádiz! ¡Viva la Pepa!

Con las primeras luces del 2 de mayo de 1808, un grupo de madrileños tempraneros revoloteaba intranquilo en torno a las puertas del Palacio Real. Estaban allí porque se rumoreaba que el infante Francisco de Paula y su hermana, la reina de Etruria, iban a ser trasladados a Francia contra su voluntad. Dos delatoras carrozas apostadas en la Puerta del Príncipe hacían presagiar lo peor. Al poco, unos soldados franceses franquearon el portón palaciego acompañando a la infanta. Subió cabizbaja y, al relinche de los caballos, el coche salió en estampida por la calle Bailén, aumentando la algarabía en la plaza.

Minutos después, otro grupo de palafreneros bajó con cierto sigilo al infante, que, de camino, se asomó al balcón. La Plaza de Oriente aulló al unísono: "¡Que nos lo llevan! ¡Muerte a los franceses!". La muchedumbre se precipitó sobre los guardias, inaugurando la jornada más heroica de Madrid, la que, después de dos siglos y medio de padecer la Corte, le hizo merecedora del título de capital de España. Comenzaba la Guerra de la Independencia.

Las noticias de la asonada madrileña corrieron por todo el país como la pólvora, encendiendo la mecha de la insurrección. Como el poder central había desaparecido, en pocas semanas se constituyeron juntas provinciales para organizar la resistencia. Aunque parezca mentira, en aquella ocasión todos los españoles se pusieron de acuerdo. No hubo villa, pueblo o aldea que se mostrara impasible. En todas las ciudades se hicieron patrióticas y ardientes proclamas para hacer frente a los invasores. Tras tantos años de concesiones y cobardía, había que poner al pueblo en armas.

En Murcia, por ejemplo, tan crecidos estaban que ampliaron su alcance, haciendo al planeta entero partícipe de sus intenciones: "Sepa el mundo que los murcianos conocen sus deberes y obran según ellos hasta derramar su sangre, por la Religión, por su Soberano y la de sus amados hermanos, todos los españoles".

Los junteros valencianos no fueron menos arrojados: "Cualquiera que sea nuestra suerte, no podrá dejar de admirar la Europa el carácter de una Nación tan leal en el abatimiento que ha soportado por tanto tiempo".

Los franceses no se esperaban una reacción semejante. Napoleón había errado al pensar que los españoles eran tan ineptos y faltos de carácter como sus monarcas. La batalla de Bailén, en la que el ejército napoleónico de Dupont mordió el polvo, le persuadió de que España no era Prusia, ni Austria, ni Italia, ni ninguno de los muchos reinos sobre los que sus generales habían cabalgado triunfalmente. Esto era otra cosa. Pronto se daría cuenta.

Combatir al francés en suelo propio, con los reyes secuestrados en Francia y con el ejército regular hecho trizas, llevó a los junteros provinciales a pensar en la unificación. A finales de septiembre se creó la Junta Suprema Central Gubernativa del Reino, con sede en Aranjuez. La defensa era casi la única orden del día. Lo que quedaba del ejército se dividió en cuatro cuerpos, el de Vascongadas, el de Cataluña, el de Castilla y el de Aragón. Los franceses, sin embargo, no estaban dispuestos a perder España, moribundo paisillo para el que Napoleón tenía otros planes. Para empezar, sofocar la rebelión y, mientras conseguía esto, entregar la corona a su hermano José.

Hace un par de siglos la Corona de España no era ninguna broma. A pesar de que el reinado de Carlos IV había dejado la Hacienda y la Marina hechas unos zorros, la monarquía española seguía tutelando un imperio ultramarino que quitaba el hipo: el mayor de su época, repartido por los cinco continentes. Casi toda América, desde Oregón hasta la Tierra de Fuego, las Filipinas en Asia, prácticamente todas las islas, islotes, atolones y arrecifes del océano Pacífico y un pellizco de África, con Guinea a su cabeza. Un siglo después, Inglaterra igualaría a duras penas tal extensión territorial, aunque, eso sí, con ferrocarriles, barcos de vapor y el doctor Livingstone.

Napoleón sabía lo que se jugaba. Austria y Prusia le habían dado el dominio de Europa; España y Rusia le darían el del mundo. Inglaterra no resistiría por mucho tiempo. Se tragó lo que había dicho años antes, que para conquistar España no le harían falta "más allá de 12.000 soldados", y puso toda la carne en el asador. Se trasladó en persona a dirigir las operaciones, sin olvidar traer consigo 300.000 soldados y la plana mayor del Imperio: Soult, Victor, Ney y Lefèbvre, mariscales laureados en Austerlitz o en Jena que aprendieron aquí un nuevo e inquietante vocablo: guerrilla.

Los refuerzos llegados de Francia se derramaron violentamente por todo el país, devastando todo lo que encontraban a su paso. Una a una fueron cayendo las ciudades que, semanas antes, se habían declarado en rebeldía. Algunas resistieron heroicamente. En Gerona, Álvarez de Castro, encomendado a Sant Narcís, aguantó durante meses, hasta el último hombre. Por lo que hace a Zaragoza, sufrió dos sitios. En el primero, una mujer, una catalana de Reus que se llamaba Agustina, saltó sobre los cadáveres que se apilaban junto a una brecha de la muralla y disparó un certero cañonazo sobre los franceses que corrían al asalto. No dejó ni uno vivo. La hazaña pasaría a la historia, y su protagonista sería conocida como Agustina de Aragón.

Los zaragozanos lo recordarían con una jota:

La Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa / que quiere ser capitana de la tropa aragonesa.

El avance francés obligó a la Junta Central a trasladarse a Toledo, y de ahí a Talavera, a Badajoz y, finalmente, a Sevilla. Los reveses militares eran continuos, y el golfo de Napoleón, que deseaba dejar su sello personal en la memoria de los españoles, no ahorraba tropelías y matanzas.

Los franceses se ensañaron con nuestro país. Con la complicidad de sus generales, saqueaban iglesias y palacios, profanaban tumbas, asesinaban a placer, incendiaban aldeas después de haber pasado a cuchillo a sus habitantes. Un muestrario de atrocidades que Goya retrató con magistral desgarro en su serie de grabados Los desastres de la guerra. Con razón les llamamos "gabachos"; se lo ganaron a pulso.

La Junta había perdido ya toda su utilidad, pues quedaba poco por defender, apenas Andalucía y parte de Levante, que se batía con bravura pero sin esperanzas frente a un enemigo implacable. España había sido vencida, o casi. Gaspar Melchor de Jovellanos, uno de los españoles más inteligentes y honestos de todos los tiempos, propuso a la Junta que convocase Cortes. Había que empezar de cero, inventarse de nuevo España, pero hacerlo sobre una nueva base: la Nación, es decir, los españoles, sus legítimos propietarios.

La cosa, sin embargo, no era tan fácil como parece. La España de 1810 era un reino absoluto, pasado ligeramente por el tamiz de la Ilustración, cuya soberanía, de origen divino, recaía sobre la figura del monarca, a quien no se podía ni toser. De ahí había que pasar a una monarquía parlamentaria, con elecciones, reconocimiento de derechos, libertades civiles y demás golosinas que hoy en día se nos antojan la mar de naturales. La Junta no podía convocar Cortes porque no era la institución indicada para ello. Las leyes viejas decían que las Cortes las convocaba el rey o, en su defecto, el regente. Había, pues, que nombrar una regencia que cumplimentase el trámite.

Así se hizo. Huyendo, una vez más, de las tropas francesas que habían ocupado Sevilla, la Junta se trasladó a la Isla de León, que es como se conocía entonces San Fernando. A resguardo de los cañones franceses, la Junta se disolvió tras nombrar una regencia compuesta por cinco miembros, cuatro peninsulares y uno americano.

Las Cortes se convocaron formalmente el 18 de junio de 1810. Se enviaron emisarios a toda España y a las colonias, para que avisaran a los que, tras una acalorada discusión, se había elegido como representantes. Eran 300 los diputados, y debían trasladarse de inmediato a Cádiz.

El 24 de septiembre se constituyeron las Cortes Generales. Habían conseguido llegar hasta la Isla de León 296 españoles de los dos hemisferios. Había 90 eclesiásticos, 56 juristas, 30 militares, 14 aristócratas, 15 catedráticos, 49 funcionarios, 8 comerciantes y 20 que no consignaron profesión alguna, quizá porque no la tenían o quizá porque no les vino en gana confesarla.

A las nueve y media caminaron todos hasta el ayuntamiento, oyeron misa y juraron todo lo que el ministro de Gracia y Justicia les puso delante. Acto seguido se leyó el primer decreto de las Cortes:

"Los diputados que componen este Congreso, y que representan a la Nación española, se declaran legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias, y que reside en ellas la Soberanía Nacional".

La Nación española, tal y como hoy la conocemos, acababa de nacer.

Tanto en la Junta como en el Consejo de Regencia las sensibilidades políticas eran muchas. Los había absolutistas a machamartillo, reformistas ilustrados, liberales suaves y radicales, revolucionarios a la francesa y algún que otro exaltado. Las improvisaciones y las prisas, que son congénitas en el alma española, habían facilitado a los liberales el trabajo. A pesar de todo, las Cortes no fueron revolucionarias. Se respetó la legalidad en todo momento. Fue, como en la Transición de siglo y pico después, un arreglo entre los que estaban en el machito y los que querían subirse a él. Como los segundos lo tenían bastante más claro, se salieron con la suya.

Para las sesiones ordinarias el ayuntamiento de la Isla quedaba algo pequeño, por lo que se habilitó un teatro de comedias. Allí comenzaría a gestarse la Constitución, porque para entonces ya estaba claro para casi todos que eso no tenía vuelta atrás. Una nueva etapa de la historia daba comienzo. Unos pocos privilegiados, Jovellanos, Saavedra, Calvo Rozas, Quintana, Argüelles, Ranz Romanillos... fueron los encargados de escribir sus primeras líneas.

En febrero de 1811 las sesiones se trasladaron a Cádiz, al Oratorio de San Felipe Neri, un sitio perfecto para reunirse: ovalado y sin columnas; así podían todos verse las caras. La Tacita era la única ciudad libre de toda España. El mariscal Víctor la sitió, sin éxito, durante dos años. Ni por las buenas ni por las malas. Cádiz no se rindió. Para defenderla se formó un batallón de voluntarios que, a punta de bayoneta, no dio cuartel a los franceses.

Entretanto, en la ciudad se seguía legislando. Se decretó la libertad de imprenta, se suspendió la concesión de prebendas eclesiásticas, se abolió la Inquisición. Definitivamente, España estaba dejando de parecerse a España. Se hablaba, por primera vez, de libertad e igualdad, aunque ésta "no consiste en que todos tengamos iguales goces y distinciones, sino en que todos podamos aspirar a ellos". Efectivamente, eran liberales.

Todo el país se encontraba en guerra, los ingleses de Wellington habían irrumpido en la contienda desde Portugal y la victoria, aunque lejana, era posible. Los excesos de la tropa gabacha, vengativa y malencarada, seguían desgarrando nuestra Piel de Toro. En marzo de 1811 Manresa fue salvajemente quemada, con sus habitantes dentro; no se salvaron ni los niños. Valencia, Sagunto y Tortosa cayeron tras varios meses de cerco y toneladas de bombas. Montellano, un pueblito no muy lejos de Sevilla, fue completamente arrasado a cañonazos. Sólo quedó en pie el campanario de la iglesia, donde se refugió el alcalde y los pocos hombres que quedaban con vida para resistir hasta el final.

Los diputados de Cádiz estaban al corriente de los avances de la guerra, unas veces por los periódicos y otras por los ciegos que recitaban en romance las victorias de españoles y británicos. Se cuenta que Nicasio Gallego, poeta y diputado por Zamora, preguntó a uno de estos ciegos si los franceses nunca ganaban. El ciego, sosteniéndose sobre la garrota, le espetó: "Sí señor, pero esas noticias las dan los ciegos de Francia".

Lo cierto es que, para 1812, los ciegos de Francia ya anunciaban pocas victorias. La Grande Armée, enviada a someter Rusia, sucumbió ante el General Invierno, y los prusianos de Federico Guillermo III le dieron el remate. Napoleón ya no levantaría cabeza. En octubre de 1813, una gran coalición formada por Inglaterra, Prusia, España, Austria, Portugal, Rusia, Suecia y algunos principados alemanes machacó al ejército francés en Leipzig, en la célebre "batalla de las naciones".

Entre tanto, en Cádiz los diputados daban los últimos retoques a la Constitución. Fue aprobada por votación el 11 de marzo y firmada el 18; y se anunció su promulgación para el día siguiente, que amaneció nublado y con amenaza de temporal, que terminaría por abatirse sobre la Tacita a media mañana, justo cuando las Cortes y el Consejo de Regencia escuchaban misa. En otros tiempos no muy lejanos eso hubiera sido considerado indicio de mal agüero, pero no en la España liberal, que ese mismo día veía la luz. A las cuatro de la tarde se promulgó la Constitución.

Artículo I. La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios.
Artículo II. La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.
Artículo III. La Soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.
Artículo IV. La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen.

Como se promulgó el día de San José, fue motejada inmediatamente como la Pepa. El grito de "¡Viva la Pepa!" pronto se hizo sentir por las callejas de Cádiz, ante la sorpresa y el desconcierto de los embajadores extranjeros, que no alcanzaban a comprender cómo el revoltoso populacho gaditano había puesto a la Constitución un nombre de tonadillera. Somos así, qué le vamos a hacer.

Con la Constitución nació otro de los grandes vicios patrios, la Lotería Nacional, que celebró su primer sorteo el 4 de marzo. El primer "gordo" de la historia se lo llevó un tal Bernardo Nueve-Iglesias: 8.000 pesos fuertes, un piquito que le vino de perlas en aquellos días de mudanza.

Cinco meses más tarde se recuperó Madrid. Juan Martín el Empecinado, un guerrillero de trabuco y pobladas patillas, desfiló hasta la Plaza Mayor, donde se juró solemnemente la Pepa. A la guerra le quedaba un año y pico, hasta que, en la batalla de San Marcial, junto a Irún, el mariscal Soult se llevó el último y definitivo palo.

Los gabachos cruzaron el Bidasoa como alma que lleva el diablo. España les había salido carísima. Toda Europa se hizo eco de la epopeya española. La Constitución de Cádiz ganó celebridad y fue traducida a varios idiomas.

No serviría de mucho. En mayo de 1814 Fernando VII, un vividor sinvergüenza que había pasado la guerra jugando al billar en Francia bajo la protección de Napoleón, desembarcó en Valencia y declaró nula la Constitución. Su entrada en Madrid fue triunfal. Un grupo de mujeres desenganchó los caballos de la carroza real para conducir ellas mismas al Deseado hasta el Palacio de Oriente. "¡Vivan las caenas!", gritaba enfervorecido el pueblo. No tenemos arreglo.


Publicado por Fernando a las Agosto 24, 2007 10:00 AM
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12/10/07

España antes del odio - Libros

Fernando Díaz Villanueva - España antes del odio - Libros

HISTORIA

España antes del odio

Por Fernando Díaz Villanueva

José Calvo Sotelo.
A los 20 años se licenció en Derecho con matrícula de honor. A los 21 obtuvo el doctorado, con premio extraordinario. A los 22 ya era letrado del Ministerio de Gracia y Justicia. A los 23, abogado del Estado. A los 24 entró en política, de la mano de Antonio Maura, y a los 26 se convirtió en diputado por Orense. Con 32, y tras pasar por la Dirección General de la Administración, fue nombrado ministro de Hacienda.
José Calvo Sotelo, uno de los políticos más influyentes y, a la vez, más desconocidos del siglo XX, fue precoz en todo, hasta en morir.
En la madrugada del lunes 13 de julio de 1936, un grupo de guardias de asalto capitaneados por el capitán Condés, un guardia civil de extrema izquierda que había sido apartado del cuerpo por unirse a la revolución del 34, se presentó en su casa de la calle Velázquez y se lo llevó preso. Tras un paseo bien breve, Luis Cuenca, pistolero socialista y escolta de Indalecio Prieto, le descerrajó dos tiros en la nuca.
El sábado de esa misma semana, el general Franco sublevó al ejército de África. La Guerra Civil había empezado.
Esta triste historia la conocemos, con excepción de las nuevas hornadas de estudiantes logsianos, casi todos los españoles. Calvo Sotelo, el aplicado estudiante, el joven político llamado a renovar la Monarquía alfonsina, el hombre-prodigio de la dictadura de Primo de Rivera, el rebelde con causa a quien se le prohibió entrar en España a pesar de haber sacado por dos veces acta de diputado, es un auténtico enigma.
El cadáver de Calvo Sotelo, en la morgue.Lo es porque desapareció del mapa en su momento justo de sazón. Y porque tanto a la izquierda como a la derecha sólo les ha interesado la última etapa de su vida, la de su trágica muerte. Bueno, a decir verdad, a la izquierda del pasado le interesó liquidarlo, y a la del presente ocultar ese capítulo vergonzoso y ruin; y qué mejor manera de hacerlo que ignorando a su protagonista.
La de Calvo Sotelo fue una biografía intensa, atada con cuerdas a la época que le tocó vivir; a unos años en que España viajó peligrosamente de la Restauración a la Dictadura, y de ahí a la República. Fue su muerte, precisamente, lo que marcó el fin de esta última y el inicio del capítulo más lamentable y bochornoso de nuestra historia. Es difícil concentrar tanto en tan poco.
José Rodríguez Labandeira, historiador de raza al que debo parte de mi incurable afición por la historia (fue uno de mis profesores en la universidad), se ha atrevido a roer un hueso que no está al alcance de cualquiera. Porque Calvo Sotelo es mucho más que el cliché ideológico que se ha distribuido al por mayor desde su asesinato. Es más, su final, por estúpido y cargado de odio, no quita ni pone un ápice de mérito a quien ya lo había hecho casi todo.
Nació a la política en los estertores de un sistema político, el de la Restauración, diseñado para durar por siempre pero que, apenas una generación después de haber sido alumbrado por los supervivientes del Sexenio, era un puchero podrido en el que se creía cada vez menos. El joven Calvo Sotelo, que bien podría haberse dedicado con gran provecho a la abogacía, o haber continuado la carrera judicial de su padre, se hizo maurista porque aborrecía lo peor de aquel régimen de compromiso.
Educado en la cultura del mérito y el esfuerzo, y tan empeñado en modernizar España como el más pelma de los regeneracionistas, no podía congeniar con aquel orden de cosas. Y Antonio Maura, el incombustible mallorquín que supo aunar en sí mismo las figuras de Cánovas y Sagasta, era la solución para los jóvenes de orden. Los que, yendo puntualmente cada domingo a misa, tenían lo que hoy se llama sensibilidad social, mientras soñaban con una democracia cristiana que aún no se había inventado.
Se hizo político, pues, por una cuestión de ideas, no por incapacidad para desempeñar otros menesteres, digamos, más honrados. Sólo por eso, en el país de los señoritingos con escaño y de los que se dedican a la cosa pública porque no valen para nada más, sería digno de ser recordado.
Entró en el Congreso de los Diputados en 1919, y en pocos años, y gracias a sus indudables dotes, llegó a ministro. Pero España ya no era la misma. Cuando en 1925 tomó posesión de la cartera de Hacienda, la Restauración era cosa del pasado y el Gobierno un asunto personal del general Miguel Primo de Rivera, dictador que, con "una letra a noventa días", se pasó siete años en la poltrona.
Al frente de Hacienda, Calvo Sotelo trató de poner el mismo orden que el general estaba imponiendo en la calle. En parte lo consiguió, aunque, justo es decirlo, con la receta equivocada. Fiel a su ideario de que más Estado es sinónimo de más prosperidad, se sacó de la manga monopolios como el del petróleo –que aún colea en la Guía Campsa que venden en las gasolineras–, intentó implantar algo parecido al IRPF y trató de reactivar la economía nacional mediante un ambicioso plan de obras públicas. Vamos, como cualquier socialista de los que creen que un país se moderniza con leyes y buenas intenciones...
Su país, que es el nuestro, más que modernizarse se volvió loco. Y la locura se lo llevó por delante. No merecía ese final, porque, aunque errado en lo sustancial, fue un hombre honesto, trabajador y brillante en casi todo lo que se propuso. Vivió España a fondo, la España previa al odio; o mejor dicho, la que, por la irresponsabilidad y fanatismo de sus líderes, acumuló el barro que no mucho después se transformó en lodo. Una España que no debiéramos olvidar nunca, ni a los que la poblaron. Calvo Sotelo, a su pesar, fue uno de ellos.
JOSÉ RODRÍGUEZ LABANDEIRA: ESPAÑA ANTES DEL ODIO. Claudia (Madrid), 2007, 518 páginas.
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3/10/07

Hispania romana... por casualidad

PASAJES DE LA HISTORIA DE ESPAÑA

Hispania romana... por casualidad

Por Fernando Díaz Villanueva

Tres siglos antes del nacimiento de Cristo, esta parte del mundo se la repartían, de muy mala manera, romanos y cartagineses, enfrentados a causa de no se sabe bien qué vieja rencilla que no conseguían superar. A nuestros antepasados, que estaban sin desasnar, esas querellas se las traían al fresco y comerciaban con todo el que se dignase a echar el ancla frente a las costas de Iberia, abundantes en casi todo y acogedoras hasta el extremo de que quien llegaba hasta ellas se quedaba.
Los romanos no habían llegado todavía, y no pensaban aún en viajar hasta tan lejos. La mirada la tenían puesta en Oriente, en la culta y fastuosa Grecia. Los cartagineses, también conocidos como púnicos, ya estaban aquí y no tenían planes de irse. La razón por la cual los unos vinieron y los otros terminaron largándose fue una de esas carambolas históricas cuyas consecuencias llegan hasta el día de hoy. Porque, a fin de cuentas, ¿en qué lengua lee usted esto, en un derivado del latín o del cartaginés?
En el año 241 a. C. romanos y cartagineses llevaban veintipico años echándose los trastos a la cara. Lo que se disputaban entonces no era Hispania, sino algo mucho más pequeño pero cercano y tentador: la isla de Sicilia. Quedaba, más o menos, a mitad de camino entre Cartago y Roma. Sus habitantes eran una exquisita gente de mundo que hablaba griego y gustaba del teatro y la filosofía. Además, era una tierra soleada y próspera, un fabuloso granero encallado en mitad del Mediterráneo, bullente de vida y civilización. Es normal que se peleasen por ella. No serían los últimos: árabes y normandos, aragoneses y franceses, españoles y austriacos les tomarían el relevo en los siglos sucesivos.
Los romanos venían de una pequeña ciudad erigida sobre siete colinas en el centro de la Bota. Eran el típico pueblo del Occidente europeo, algo borricos pero nobles. No hablaban griego ni ninguna de las refinadas lenguas orientales, sino un idioma desconocido llamado latín; y escribían en un alfabeto que habían calcado letra a letra del de sus vecinos del norte, los etruscos –los de la sonrisa–. Por lo demás, ni eran excesivamente cultos ni tenían un gran gusto por las artes. A cambio, eran tremendamente prácticos y nunca se daban por vencidos.
En su primera guerra contra Cartago se encontraron ante el triste hecho de que no sabían construir barcos de guerra. Un contratiempo nada baladí que, entre otras cosas, les iba a impedir conquistar la deseada Sicilia y que, ya metidos en faena como estaban, pondría en riesgo la seguridad de la misma Roma, que, aunque interior, no distaba, no dista, mucho de la costa. No se arredraron: apresaron una nave púnica varada en una playa y la copiaron clavo por clavo, cuaderna por cuaderna y remo por remo.
Los cartagineses, que se las veían muy felices por la incomparecencia de sus adversarios en el mar, descubrieron no sin sorpresa que, en sólo dos meses, los romanos habían armado una flota de más de cien naves, relucientes y listas para abordar. Y todo por un descuido en una playa, por una barca que en mala hora dejaron allí intacta.
Un mapa antiguo de Sicilia y el sur de la Península Itálica.Total, que los romanos ganaron la guerra y se quedaron con Sicilia. Un año después se hicieron con el control de Córcega y de Cerdeña, aprovechando que los mercenarios de Cartago se habían rebelado. Ahí nació lo del Mare Nostrum, es decir, Nuestro Mar, que en origen no era el Mediterráneo, sino el que hoy se conoce como mar Tirreno, la lengua marítima que va de la Toscana (norte) a Sicilia (sur) y de Calabria (este) a Cerdeña (oeste).
Los cartagineses, que no se habían resignado a ser unos segundones, y menos aún de unos tipos que hablaban una lengua tan tosca y pueblerina como el latín, tuvieron que buscar un sustituto. Y qué mejor que Hispania, la Is-Phanim de sus antepasados fenicios; la tierra de promisión de los mercaderes griegos, el Jardín de las Hespérides, el fin del mundo. Era rica, grande e inexplorada. Una suerte de Lejano Oeste del mundo antiguo, con sus indios, sus bosques vírgenes y sus ríos, por los que corrían el oro y la plata.
En Hispania se encontraba la insólita Gádir, construida sobre una isla frente a la costa, fundada por los tirios y fenicia de vocación. Era la ciudad más antigua de Occidente; no le faltaba ni el templo de Melcarte, divinidad barbada y de mucha devoción entre los fenicios. Hispania iba a ser la piedra sobre la que se levantaría la nueva Cartago, recia y opulenta, que ajustaría cuentas pasadas y tomaría cumplida revancha de Roma.
El problema principal de los cartagineses era que, tras la paz con Roma, se habían quedado a la cuarta pregunta, obligados a desarmar su flota y cargados de deudas. Sólo un hombre, Amílcar Barca, lo vio meridianamente claro. Hispania era demasiado grande y demasiado continental, luego los barcos no servirían de mucho para conquistarla. Además, no se trataba de rendir a todas y cada una de las tribus íberas, sino de enfrentarlas entre sí para que la banca, o lo que es lo mismo Cartago, ganase.
En pocos años, el abuelo de los Barca se construyó un sólido prestigio entre los caudillos íberos. Pero cuando se encontraba en la cima de su carrera hispánica se cayó del caballo, al atravesar un arroyo de la sierra de Albacete, y, según cuentan, se ahogó. No es por dudar de las fuentes, pero, tratándose de un arroyo y en Albacete, no es descabellado suponer que, más que ahogarse, se desnucase. Esta observación, evidentemente, no le quita ni pizca de mérito a don Amílcar, que por lo demás fue un bravo.
Le sucedió su yerno Asdrúbal, elegido, como no podía ser de otro modo, por aclamación de la soldadesca. Asdrúbal fue asesinado por un esclavo, que le mandó al otro barrio cortándole el cuello con una falcata afilada; pero antes se ocupó de pasar a la historia por dos cosas: por fundar Qart Hadasht, la Nueva Cartago, es decir Cartagena, y firmar un tratado con los romanos que delimitaba las áreas de influencia de cada uno en la carrera por Iberia: todo lo que quedara al sur del Ebro sería cosa de los cartagineses, y lo del norte de los romanos.
El teatro romano de Sagunto fue sometido, hace ya unos años, a una muy controvertida restauración. Había una excepción: Sagunto, protectorado de Roma en territorio púnico. Y ahí fue, precisamente, donde, de tanto estirarla, se rasgó la tela. En el año 219 a. C. Aníbal, hijo de Amílcar y cuñado de Asdrúbal, puso sitio a Sagunto, dando así comienzo a la Segunda Guerra Púnica.
El asedio duró ocho meses, y fue, como el de Numancia , una demostración de lo tercos, cabezones y poco razonables que somos los españoles desde tiempos inmemoriales. Cuando los romanos se negaron a auxiliar a la ciudad, sus habitantes, en lugar de rendirse a las tropas de Aníbal, encendieron una inmensa pira y se arrojaron, todos, a ella. Muy edificante, sin duda.
Aníbal tomó la ciudad, pero su objetivo era otro: Roma. Reclutó un gran ejército en Hispania y lo condujo hasta las mismas puertas de la Ciudad Eterna, que por aquel entonces ni era ciudad ni era eterna, pero apuntaba maneras y era ya de la piel del diablo.
El senado de Roma, preocupado por la caída de Sagunto y, sobre todo, por la expedición de Aníbal, trazó un plan para cortar los suministros del cartaginés. El plan consistía en enviar un contingente a Hispania y convencer a los indígenas de que Cartago no les interesaba: Roma les trataría mejor, con más estilo y comprensión.
Y así, de este modo, tan de perfil, entró Roma en nuestra historia. Lo hizo a través de la familia de los Escipiones, gentes testarudas y de buen tino; los responsables de que los españoles seamos lo que somos, hablemos lo que hablamos y pensemos lo que pensamos.
En el verano del año 218 a. C. los primeros romanos desembarcaron en Emporion, una colonia griega situada frente al mar en el norte de la actual provincia de Gerona. Su general, Publio Cornelio Escipión, iba muy apurado, porque Aníbal se encontraba ya en Italia: había conseguido cruzar los Pirineos y los Alpes con un gran ejército que no paraba de crecer y preparaba el asalto final.
Escipión concibió una nueva estrategia, que consistía, básicamente, en quedarse. Situó su base en la costa, al norte del Ebro, no muy lejos de la malograda Sagunto. Aquel campamento acabaría siendo con el tiempo la ciudad de Tarraco, obra de los Escipiones y desde aquel momento puerta de entrada a la Hispania Citerior, o "España de más acá", que es como los romanos bautizaron a ésta su primera provincia hispana, la más próxima a Roma. La otra, la Ulterior, era "la de más allá". Si ya dije que eran prácticos y algo borricos...
Escipión el Africano.Fueron ganando terreno a los cartagineses con paciencia, palo y zanahoria. Los caciques locales, protoespañoles muy atentos a estar con el que manda, se fueron pasando al bando romano, cuyas fuerzas alcanzaron enseguida el valle del Guadalquivir. Entonces, en pleno trajín conquistador, murió el primer Escipión, en la batalla de Cástulo, cerca de Linares, a manos de los cartagineses. Pero como los romanos no eran ese tipo de gente que da por perdida una guerra a la primera, su hijo, que se llamaba igual que él, tomó el testigo y conquistó de una tacada las dos perlas engarzadas en la diadema púnica: Cartago Nova y Gádir, que fue rebautizada como Gades.
En la toma de Cartago Nova se produjo un episodio sobre el que se cimentaría la leyenda de este general y que sería recreado una y otra vez durante siglos. Se trata de la llamada "continencia de Escipión". Cuentan que, cuando conquistó la ciudad, los derrotados le ofrecieron como trofeo una joven princesa íbera ya prometida con un caudillo de la zona. Escipión, que, como buen romano, era mujeriego y amigo de las aventurillas extramatrimoniales, miró a la joven y, conteniéndose las ganas, se la devolvió a su padre. Semejante comportamiento granjeó a los romanos fama de gente seria y de fiar. Estos detalles conmovían a nuestros asilvestrados ancestros, habituados a la ley del palo y a quitarse la vida cuando mataban al jefe en la llamada devotio ibérica.
Aníbal, a quien habíamos dejado al pie de los Alpes dispuesto a conquistar Roma, jamás consiguió su objetivo. Escipión hijo se interpuso en su camino y lo mandó de vuelta a África, donde cayó derrotado en Zama. Terminaba así la guerra que él mismo había empezado sitiando Sagunto.
La suerte de Aníbal fue muy diferente de la de Escipión, que se convirtió en un héroe y recibió el sobrenombre de "Africano". Marchó a Oriente como mercenario, hasta que los romanos dieron con él, en Asia Menor. No se rindió: antes de entregarse a los soldados del enemigo se suicidó, como aquellos infelices de Sagunto; pero en lugar de incinerarse se envenenó como hacían los caballeros de la época. Y es que algo había aprendido de los romanos después de pasar tantos años peleándose con ellos.
Con Aníbal murió el último cartaginés que plantó cara a Roma. Su gesta pasó a la historia y sirvió de excusa para que los romanos entrasen en Hispania. Todo había sido por casualidad; pero, ya que estaban, decidieron quedarse. Conquistarla del todo les llevó dos siglos, hasta que el último cántabro rindió sus armas al primer emperador de Roma.
Fundaron ciudades, construyeron puertos, caminos, acueductos y puentes; potenciaron el comercio, trajeron el Derecho y dejaron para siempre en esta tierra el tesoro precioso de la lengua latina. La misma que, con el paso del tiempo, dio a luz el castellano y el portugués, el catalán y el gallego. Los romanos llegaron aquí de pura chiripa, pero sin ellos España nunca hubiera sido España.
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