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27/6/08

¡América!

¡América!

Por Fernando Díaz Villanueva

Estas naos de época participaron en el Discovery of America Day de 2004
En 1485 un genovés errante abandonaba Lisboa desasosegado y en secreto, acompañado de su hijo pequeño. Dejaba el reino vecino porque se había quedado viudo y, sobre todo, porque Juan II no había accedido a financiar su gran proyecto náutico. Algo nunca visto, revolucionario; un plan secreto que llevaría las carabelas portuguesas hasta el otro lado del mundo en un santiamén. Su nombre era Cristóbal Colón, era marino y estaba, sin saberlo, a punto de convertirse en el europeo más universal de la Historia.
Pero no adelantemos acontecimientos. En aquel momento de desventura Cristóbal era un trotamundos anónimo y se encontraba en la ruina más absoluta. Se dirigió a Palos, donde vivía su cuñada, para que se hiciese cargo del niño y, ya de paso, para entrevistarse con Antonio Marchena, un monje franciscano aficionado a la geografía que profesaba en el monasterio de La Rábida. Trabó contacto con el religioso y le expuso el plan con todo lujo de detalles. Marchena se convenció rápidamente de lo prometedor que era aquello y puso su nutrida agenda al servicio del marino.
Si hoy, para prosperar en la vida, hay que estar a buenas con los políticos, en el siglo XV había que estarlo con la Iglesia. Colón se percató de este detalle a la primera. El franciscano de La Rábida puso la máquina de recomendaciones a funcionar. Eso de recomendar no ha cambiado en cinco siglos. Pesa más una recomendación a tiempo que una vida de sacrificio y méritos. A la vuelta de dos cartas el genovés se encontró a solas con el confesor de la reina, otro fraile, Hernando de Talavera. Sus buenos oficios le abrieron las puertas de la Corte, que en aquel momento se encontraba en Sevilla. Ya se sabe: más vale ser oportuno que rondar un año.
El 20 de enero de 1486 Isabel y Fernando accedieron a escuchar lo que el oscuro marino venido de Portugal les ofrecía. La reina se mostró interesada y resolvió que la propuesta fuese estudiada a fondo por un comité de sabios. A finales de ese año, ya designados los miembros de la comisión, citaron a Colón en Salamanca para escudriñar el plan y sacarle los defectos pertinentes. No salió adelante. Los cosmógrafos y astrólogos reunidos concluyeron que, aunque no dudaban que Colón fuese un consumado lobo de mar, se había equivocado en los cálculos. El océano era mucho más ancho. Eso es lo que decían Eratóstenes, Ptolomeo y otros tantos genios de la Antigüedad. No iba a venir ahora un pelagatos a enmendarles la plana.
El dictamen fue remitido a los reyes, que llamaron de nuevo a Colón para comunicárselo. No iban a pagarle el capricho, pero le permitirían quedarse en Castilla, asistido por una pequeña subvención real. Así las cosas, rechazado en Portugal y en Castilla, Cristóbal se resignó a su aciago destino, pero sin renunciar a llevar adelante sus planes. Envió a su hermano a Londres para que tantease a Enrique VII, sin demasiada fortuna. El inglés no quiso saber nada. Si portugueses y españoles, verdaderos expertos en la materia, lo habían desechado no era por casualidad.
Los inquietos lusos, sin embargo, no terminaban de encontrar el deseado camino a la India, por lo que Juan II volvió a fijarse en Colón. Pero la antojadiza suerte del navegante italiano quiso que, justo ese año de 1488, Bartolomé Díaz regresase a Lisboa asegurando haber dado con el fin del calvario africano: el Cabo de Buena Esperanza, que ponía punto final a siglo y pico de navegar sin descanso hacia el sur, siempre hacia el sur.
Isabel la Católica.Los años pasaban y nadie se acordaba de Colón, que malvivía con lo puesto y con los cuatro reales que recibía de Isabel la Católica. Desilusionado y harto de la vida perra que llevaba, decidió largarse de España para ver si Francia, la única puerta que le quedaba por llamar, se animaba a patrocinar la expedición. Al enterarse los frailes de La Rábida de sus intenciones le suplicaron que pidiese una última audiencia a la reina, que a punto se encontraba de rematar la guerra de Granada y estaría más dispuesta a escucharle.
Así fue. A finales de 1491 Colón se presentó en la ciudad-campamento de Santa Fe. Isabel y Fernando le concedieron audiencia y nombraron una nueva comisión, aunque esta vez prescindieron de los sabios, que eran un incordio, y pusieron contables que arreglasen los pormenores económicos. El genovés, sorprendido por la determinación de los monarcas, pensó que lo mejor era aprovechar el momento y pidió todo lo que pudo. Estaba tan convencido de su descubrimiento que no consintió rebajar un maravedí del premio que ya casi tenía al alcance de sus dedos. Fernando se resistió y le dio puerta, pero, al poco de marcharse, mandó que le trajesen de nuevo a su presencia. Lo aceptaba todo, hasta la última exigencia. Si Colón regresaba ya habría tiempo de no cumplir lo pactado, que en eso el Católico se las pintaba solo.
Capitularon solemnemente en la misma Santa Fe. Cristóbal Colón, el buscavidas que llevaba siete años vagabundeando por Castilla, viviendo de prestado, y que se había ganado cierta fama de chiflado, sería en adelante Almirante de la Mar Océana, una merced del mismo rango que la de Almirante de Castilla. Además, pasaría a ser Virrey y Gobernador General de todo lo que descubriese, que, fuese lo que fuese, le haría un hombre riquísimo, porque se llevaría un diezmo de la mercadería "comprada, ganada, hallada o trocada dentro de los límites de su Almirantazgo". Un dineral, vamos.
Las capitulaciones se firmaron el 30 de abril de 1492. Colón cerró satisfecho su cartapacio, se ajustó el bombacho y salió de la sala con la cabeza bien alta, diciéndose a sí mismo: "Si ya lo sabía yo; el que la sigue la consigue".
Para evitar problemas, Isabel quería que la expedición partiese de un puerto real, cosa bastante difícil, pues Andalucía se encontraba enfeudada en su práctica totalidad. De los pocos que pertenecían a la Corona el más indicado era Palos, un puertecito cercano a Huelva casi tan familiar para Colón como su Génova natal. A los lugareños, sin embargo, la idea de embarcarse en una aventura de incierto futuro al mando de un pirado no les parecía demasiado halagüeña. Intervino entonces la Providencia, de la mano, una vez más, de Antonio Marchena, que presentó a Colón un acreditado marino onubense: Martín Alonso Pinzón. El genovés expuso su plan y Pinzón, que era tanto o más ambicioso que Colón, se apuntó de mil amores; y apuntó a su hermano Vicente como capitán del tercer barco.
Martín Alonso Pinzón.A primeros de agosto estaba todo listo para zarpar. Habían reclutado a unos 90 marineros para la gran expedición hacia lo desconocido. La mayoría eran andaluces y vascos; también estaba el montañés Juan de la Cosa, armador de la nao capitana, el veedor real, que era de Segovia, y un judío converso que haría las veces de traductor cuando llegasen a la corte del Gran Khan. Hablaba "hebreo, caldeo y aun diz que arábigo". No es necesario precisar que el buen hombre ni se estrenó. Se embarcaron también un portugués y, cómo no, tres italianos; ubicua nacionalidad, ésta: no hay episodio de nuestra historia en que un natural de la Bota no esté enredado.
El 2 de agosto la flotilla se hizo a la mar. La componían tres naves; una nao, la Santa Maria, y dos carabelas, la Pinta y la Niña. La primera escala eran las Islas Canarias. Entre la Península y el archipiélago se extendía un ancho mar, conocido como el "de las Damas" porque era tan calmo y llevadero que hasta las señoras podían gobernar los barcos. Un cobarde resabio machista que hoy sería tan insolente que ya habrían prohibido su uso. Aguaron en La Gomera y no, como cabría pensar, en Tenerife. La Achinet de los guanches no estaba en aquel entonces conquistada. Le quedaba, no obstante, un mal suspiro. Ese mismo mes, Alonso de Lugo desembarcó en La Palma para lanzarse sobre su vecina. Le costaría tres años rendirla, bastantes más que a Colón cruzar el Atlántico y volver.
Se cuenta que, durante el mes que pasó la flota colombina en La Gomera, su almirante, que dejaba novia formal en España, encontró tiempo para un amorío. Si es que de los marinos nadie puede fiarse. Se trataba de Beatriz de Peraza, gobernadora de la isla, una mujerona casquivana y revoltosa que Isabel había alejado de Castilla porque sospechaba que se entendía con su marido. Y la reina era católica, sí, pero tan celosa y desconfiada como lo sería su hija Juana, la que de celos se volvió loca.
El 6 de septiembre largaron velas, bordearon la isla del Hierro, despidiéndose, ya de paso, del último confín conocido, y descendieron hasta el paralelo 27. Aquí comenzaba la odisea. Sobre el mapa parecía fácil, pero ¿cómo se cruzaba el Atlántico? No había costas que sirviesen como guía, ni islas que marcasen la derrota. Más allá de ese punto, de la enigmática isla que hoy marca el extremo meridional de España, no había nada seguro, sólo océano, cielo azul y un insondable misterio, que se atornilló en forma de congoja en las gargantas de los marineros.
El Almirante.Los portugueses habían descubierto una corriente que soplaba durante todo el año en dirección a Poniente, una suerte de autopista de viento que esperaba a que alguien con suficientes arrestos la tomase. Eso hizo Colón: enfiló con decisión sus tres barquitos por ese bien venteado pasillo. Noventa hombres sin afeitar y con las ropas ajironadas estaban cruzando una sima abisal que se había formado millones de años atrás, separando irremediablemente los seres vivos de ambas orillas. La curiosidad, la perseverancia y, por qué no, la codicia de los europeos lo habían hecho posible; la testarudez de un simple hombre lo estaba convirtiendo en realidad.
Durante todo septiembre navegaron sin pausa, hasta que, a finales de mes, se encontraron con el Mar de los Sargazos, rodeados por un océano de repelentes algas que presagiaban entre la marinería una ineluctable catástrofe. Colón tranquilizó a la tripulación. Él sabía lo que se hacía, pero no era ajeno al miedo y las supersticiones de su tripulación. Llevaba doble contabilidad, una para sí mismo y otra para los pilotos de las tres naves. La suya era ligeramente mayor. Rebasadas las 750 leguas, cuando pensaba dar con Cipango, el nombre que Marco Polo había dado a Japón, empezó a escamarse. ¿Dónde estaba la tierra prometida?
Martín Alonso y el Almirante se reunieron para estudiar la derrota. El español propuso virar hacia el sur, pero Colón se negó: estaba persuadido de que se encontraba ya en aguas asiáticas y de que habían sobrepasado las costas de Cipango sin advertirlo, probablemente de noche.
La tripulación se impacientaba, y el 6 de octubre estalló un motín en la Santa María. Los marineros vascos exigían volver a Canarias. Martín Alonso hizo entrar en razón a los vizcaínos y le pasó la factura al Capitán: se viraría hacia el sur. Tres días después estalló un nuevo motín, esta vez en las tres naves. De nuevo el Pinzón terció, llegando a un comprometido acuerdo: si no avistaban tierra en tres días regresarían a casa.
El 11 de octubre Colón se retiró a su camarote angustiado: el siguiente sería el último día: o veían tierra o se acababa la aventura. Esa misma madrugada, en la espesura de la noche, el grumete de la Pinta, un sevillano llamado Juan Rodríguez Bermejo, infló sus pulmones y gritó: "¡Tierra!". Martín Alonso saltó del catre y oteó el oscuro horizonte en busca de la irregular línea parda que delata la presencia de la costa por las noches. Ahí estaba. Habían llegado al otro lado del mundo.
Por la mañana se acercaron cautelosamente a la costa, para no desgraciar las naves con algún arrecife traicionero. El Almirante se vistió para la ocasión, abordó un bote y se dirigió a la playa con la bandera real en la mano. Los Pinzones hicieron lo propio con los pendones de la Cruz Verde. Ya en tierra, se hizo llamar al escribano, Rodrigo de Escobedo, y al veedor real, Rodrigo Sánchez, para que tomasen buena nota del histórico momento. Él, Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana, hacía dueños y señores de todo lo que abarcaban sus ojos a Isabel de Castilla y a Fernando de Aragón. Era 12 de octubre de 1492, y aunque Colón seguía empeñado en que había llegado a la India, se hallaba en una remota playa de un nuevo continente que no salía en los mapas: América.
Hechos los honores, prosiguió el viaje saltando de isla en isla, sin olvidarse de bautizarlas todas. A la que había contemplado su desembarco la llamó San Salvador, porque la tenue silueta de su costa había salvado por los pelos a su empresa de un estrepitoso fracaso. A las siguientes les fue poniendo nombres más o menos previsibles: Santa María, Fernandina, Isabela, Juana o La Española, que es donde terminó fundando el primer asentamiento europeo en América, el fuerte Navidad. A los aborígenes los llamó "indios" desde que puso sus ojos en el primero de ellos. A fin de cuentas, estaba en la India, o muy cerca, por lo que esos infelices que "andan todos desnudos como su madre los parió" y que eran "de la color de los canarios, ni negros ni blancos", tenían, por fuerza, que ser indios. Súbditos lejanos del Gran Khan, cuyos dominios presumía cercanos.
El 16 de enero, con un barco menos y un magro botín en la bodega, ordenó el regreso a España. Si llegar había sido difícil, ¿cómo volver? Colón lo sabía. Navegó hacia el norte unos cientos de leguas hasta que otra autopista de viento, los alisios septentrionales, hincharon sus velas en dirección a Europa. Por esas latitudes, sin embargo, el océano no es tan apacible como en los trópicos. Un mes después de abandonar La Española, un temporal sorprendió a las dos carabelas y las separó. Una, la de Martín Alonso Pinzón, iría a parar al puerto de Bayona, en Galicia. La otra, la del Almirante, a las Azores primero y a Lisboa después.
El 4 de marzo la Niña entraba, lenta y fatigosamente, en las aguas del Tajo. Era el fin del viaje. Otros habían llegado a América, pero ninguno había vuelto para contarlo.
Los Reyes Católicos recibieron a Colón un mes más tarde en Barcelona. Les ofrecía algo que ningún monarca de la Cristiandad estaba en disposición de poseer: un nuevo mundo. Inexplorado y exótico, tan virgen e inocente como los seis indios que le acompañaban.
El Almirante, colmado de parabienes, realizó tres viajes más. Meses después de regresar del último, en 1506, murió solo y olvidado en Valladolid, convencido de que había llegado a la India, de que la siguiente isla sería la definitiva. Para entonces el Caribe era ya un lago español, y los exploradores se aventuraban intrépidos en el continente.
En los albores del siglo XVI, los nombres de España y América habían quedado, para lo bueno y para lo malo, indisolublemente unidos.
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20/6/08

La fugaz vida y reinado de Luis el Breve

La fugaz vida y reinado de Luis el Breve

Por Fernando Díaz Villanueva

Luis I.
El de Luis I de Borbón fue uno de los reinados más breves de nuestra historia. El infortunado príncipe, primogénito de Felipe V, vivió sólo 17 años y reinó siete míseros meses, en los que apenas le dio tiempo de hacer nada relevante. Llamado a protagonizar una larga y fructífera porción del siglo XVIII, el de las Luces, la mala suerte y una inoportuna viruela le condenaron a representar un triste papel secundario en el fastuoso escenario de la corte del primer Borbón.
En el probablemente caluroso verano –en Madrid todos lo son– de 1707 España se encontraba en mitad de una guerra, la de sucesión. El conflicto había comenzado como una simple disputa dinástica entre habsburgos austriacos y borbones franceses. Pero se complicó y, al poco, todas las potencias europeas se vieron involucradas en la riña, transformándola en una guerra europea en la que intervinieron británicos y portugueses, italianos y holandeses. Tanto trajín de ejércitos y gloriosos episodios de armas devino en una guerra civil que, como siempre, se alargó más de lo debido y dejó heridas que aún perduran, aunque sólo sea porque a algunos les conviene que así sea.
En el lance nos hicieron el siete de Gibraltar y se esfumaron las adoradas posesiones europeas de los Austrias, fuente interminable de fastidios y ruina nacional por excelencia que en mala hora llegaron dos siglos antes, y de rebote, a las manos de los reyes de España.
A la reina Maria Luisa Gabriela, que tres nombres gastaba la condenada, todo ese desorden le cogió a punto de dar a luz un niño, que ya es mala pata parir en Madrid en pleno agosto y con el país en pie de guerra. Era el primer príncipe heredero que nacía en España desde que, casi medio siglo antes, llegase al mundo Carlos II, en toda su deformidad y decadencia. El parto salió bien: madre e hijo sobrevivieron, y el pueblo de Madrid, que siempre ha sido muy amigo de inventarse canciones, dedicó una sentida estrofilla al natalicio:
Cuarenta y seis años son,
Con éste que va corriendo,
Que España un príncipe pide
Al Señor de la tierra y el cielo.
El niño, además de nacer sano y completito, era bien parecido, rubicundo, de cara redonda como un tambor y tan español como los miles de curiosos que se agolparon a la puerta del santuario de la Virgen de Atocha el día de su bautizo. La reina y regente –su marido se encontraba de campaña– salió al encuentro de la entregada plebe y alzó al crío en brazos exclamando, satisfecha: "¡Este es Luisillo, vuestro paisano!".
Alegoría del Tratado de Utrecht (detalle).El pueblo prorrumpió en vivas a la reina, al rey Felipe y a Luisillo, porque con Luisillo se quedó. Alguno hasta incluso lloraría, que los madrileños siempre han sido muy sentimentales con estas cosas.
Años después la guerra terminó, se firmaron los preceptivos tratados en Utrecht, que todavía traen cola, y el país retornó a la calma. Entonces la reina murió de tuberculosis, dejando tres hijos –uno de ellos, el futuro Fernando VI, con sólo 4 meses– y un esposo sumido en la más absoluta desesperación.
Felipe V fue muy dependiente de las dos mujeres con las que se casó. Más que gobernar, le gobernaron. La llave estaba en el desmedido apetito sexual del monarca. Felipe V de Borbón fue tan adicto al sexo como su antecesor Felipe IV de Habsburgo, con la diferencia de que el primero despachaba las urgencias en casa. Eso que se ahorró en disgustos.
Con Maria Luisa Gabriela de Saboya se fue una de las mejores consortes que ha tenido la Monarquía. Buena regente y mejor esposa, condujo los destinos del reino a dúo con su camarera mayor, una fascinante mujer que fue la que más mandó en España durante los tres primeros lustros del siglo XVIII: Marie Anne de la Trémoille, princesa de los Ursinos.
La de los Ursinos, que de princesa no tenía más que haberse quedado viuda de un anónimo príncipe italiano, era, en cambio, todo un talento de la gobernación y tremendamente hábil para moverse a sus anchas por las intrigas y manejos de un Palacio infestado de espías franceses, ministros incompetentes y embajadores cotillas que lo anotaban todo en la libreta para soplárselo a su soberano en la siguiente valija.
Lo que le sobró para regir con acierto la pesada nave del Estado le faltó para recomendar una nueva esposa al abatido monarca. Gracias a sus numerosos contactos en Italia, dio, o creyó dar, con la candidata perfecta para poder seguir mangoneando en los asuntos de gobierno. Fue el cardenal Alberoni quien se la metió doblada. Le dijo que en Parma había "una buena muchacha de veintidós años, feúcha, insignificante, que se atiborrra de mantequilla y de queso parmesano, educada en lo más intrincado de su país, donde jamás ha oído hablar de nada que no sea coser y bordar".
Isabel de Farnesio.Se llamaba Isabel de Farnesio, y sí, era feota, picada de viruela y una devoradora impenitente de mantequilla; el resto era pura fabulación del abate, tan enredador como la Ursinos o más. La llegada de la Farnesio a España puso punto y final a los dorados días de la princesa de los Ursinos en la Corte. La reina, aparte de hacer gala de un apetito insaciable –tanto en la mesa como en el lecho–, albergaba la ambición secreta de colocar a sus futuros hijos al frente de la Corona, pero lo tenía muy difícil porque Felipe iba sobrado de herederos: tres hijos y los tres varones.
El mayor de ellos, Luisillo, a quien dejamos contemplando desde las alturas a la embriagada muchedumbre en Atocha una fría mañana de otoño, era, además, querido por el pueblo. Había echado con los años una gallarda planta principesca: alto, delgado, de finas facciones y pelo rubio. Sólo la nariz, desmesuradamente borbónica, afeaba el cuadro, pero no mucho. El porte iba parejo con el carácter.
A los quince años se había convertido en un cazador de primera, en un galán de segunda y en un juerguista de categoría. Cualidades éstas que, como es bien sabido, siempre han sido muy apreciadas en España. No es extraño que, tanto ayer como hoy, el pueblo valore más en un gobernante la campechanía que la prudencia, o, lo que es lo mismo, prefiera el buen rollito al buen tino. Somos así, qué le vamos a hacer.
Le buscaron una esposa en el mercado de princesas europeas. El tráfico de sangre real nunca estuvo tan boyante como en aquellos tiempos que precedieron a la Revolución Francesa, que por algo estalló. La Farnesio arregló un matrimonio a tres bandas con el Duque de Orleans, que por entonces era el regente de Francia. La hija de la reina se casaría con el delfín Luis, el futuro y licencioso Luis XV; su hijo, el infante don Carlos, con Mademoiselle de Beaujolais, y, por último, el Príncipe de Asturias con el descarte, otra mademoiselle, esta vez la de Montpensier, de nombre Luisa Isabel.
La niña tenía sólo doce años, pero era, con diferencia, la princesa peor educada de Europa. Sus padres no le habían prestado demasiada atención, dejándola en manos de sus hermanas mayores, que la instruyeron en todo lo que una reina no debía saber. La engolfada Corte parisina era muy distinta a la madrileña, donde al menos se guardaban las formas, los confesores de alcoba eran omnipresentes y la larga mirada del inquisidor general llegaba hasta el último rincón.
Casaron a los príncipes precipitadamente en Lerma, pero les prohibieron mantener relaciones, que aún eran muy jóvenes y a Luisa Isabel no le había venido ni la primera regla. Al año siguiente se lo permitieron, y, a decir del espía francés de turno, la cosa funcionó a las mil maravillas: "El Príncipe parecía satisfecho; la Princesa, acalorada; ambos, muy alegres". Cómo no lo iban a estar: él tenía 16 años, ella 14.
El palacio de La Granja.Unos meses después del feliz encuentro carnal el rey se recluyó definitivamente en el palacio de La Granja y abdicó. Se encontraba hundido, preso de la tristeza, y llevaba un año sin cambiarse de ropa. Los médicos fueron contundentes: el monarca padecía "frenesí, melancolía, morbo, manía y melancolía hipocondríaca". Es decir, tenía una depresión como un piano. Hoy lo hubiesen arreglado con prozac y autoayuda, pero entonces, en una época en que la palabra "psiquiatría" ni se había inventado, lo solucionaron prescribiendo paseos por los jardines de La Granja e interminables audiciones musicales, en las que los tenores castrados hacían su agosto.
De este modo, la Corona de España recayó en un príncipe imberbe de 16 años, completamente inexperto y casado con una niñata en plena edad del pavo. La realidad era que el inconsolable Felipe no reinaba en el momento de su abdicación: lo hacía su mujer, que no estaba deprimida y mantenía intacto su espíritu de mando. Se formaron dos cortes: una en La Granja, a cargo de la Farnesio, y otra en Madrid, a cargo de la camarilla que rodeaba al joven soberano.
La sangre, por fortuna, no llegó al río. La muerte del rey impidió que así fuese. Quién sabe si, con el tiempo, hubiese derivado en otra guerra civil, que en eso somos peritos. Durante los siete meses de aquel efímero reinado no pasó nada importante. La descocada Luisa Isabel dio algún disgusto al monarca, y poco más. La reina se dedicaba a tontear con todos en Palacio, a corretear por los pasillos en camisón y a pasarse de tanto en tanto con la bebida. La edad y el no tener que trabajar acarrea estas consecuencias.
El rey, por su parte, inauguró dos inmarchitables tradiciones borbónicas: la de echar el día con el mosquetón al hombro despoblando de ciervos el monte del Pardo y la de desfogarse en los prostíbulos de la Villa y Corte. Para ello se vestía como los chuletas madrileños de entonces y, acompañado de algún noble libertino, daba rienda suelta a la llaneza que le había hecho célebre.
A mediados de agosto de 1724 el rey cayó enfermo de viruela. El último día de ese mes murió, acompañado sólo por la reina. Acababa de cumplir 17 años. Fue breve en todo. Había reinado 6 meses y 23 días, y la fatal enfermedad se lo llevó a la tumba en menos de dos semanas. Ni su padre ni su madrastra quisieron acercarse a verle, por miedo al contagio. A Luisa Isabel la despacharon de vuelta a Francia y allí murió, olvidada, de hidropesía, quince años más tarde.
Felipe V tuvo de volver a ceñirse la corona, y la Farnesio miró el futuro con optimismo renovado. Un obstáculo menos en la carrera de sus hijos al trono. Hasta hubo quien le acusó de haber envenenado al joven y querido rey Luis. El pueblo, afligido por la pérdida, le bautizó como el Bienamado. Quizá porque no tuvieron tiempo de conocerle, o quizá por preludiar aquello del vive rápido y muere joven.
Lo que sí dejó Luis I fue, con sus 17 primaveras y su larga melena dorada, un hermoso cadáver.
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16/6/08

Napoleón traza sus planes

Napoleón traza sus planes

Por El Conde de Toreno

Detalle de la portada de HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO.
Napoleón (...) se preparaba a destruir en su raíz la noble resistencia de un pueblo cuyo ejemplo era de temer cundiese a las naciones y reyes que gemían bajo su imperial dominación.
En un principio se había figurado que con las tropas que tenía en la Península podría comprimir los aislados y parciales esfuerzos de los españoles, y que su alzamiento, de corta duración, pasaría silencioso en la historia del mundo. Desvanecida su ilusión con los triunfos de Bailén, la tenaz defensa de Zaragoza y las proezas de Cataluña y Valencia, pensó apagar con extraordinarios medios un fuego que tan grande hoguera había encendido. Fue anuncio precursor de su propósito el publicar en 6 de septiembre en El Monitor, y por primera vez, una relación circunstanciada de las novedades de la Península, si bien pintadas y desfiguradas a su sabor.
Su mensaje al Senado
Había precedido en el 4 del mismo mes a esta publicación un mensaje del emperador al Senado con tres exposiciones, de las que dos eran del ministro de Negocios extranjeros, Mr. de Champagny, y una del de la Guerra, Mr. Clarke. Las del primero llevaban fecha de 24 de abril y 1º de septiembre. En la de abril, después de manifestar Mr. Champagny la necesidad de intervenir en los asuntos de España, asentaba que la revolución francesa, habiendo roto el útil vínculo que antes unía a ambas naciones, gobernadas por una sola estirpe, era político y justo atender a la seguridad del imperio francés, y libertar a España del influjo de Inglaterra; lo cual, añadía, no podría realizarse, ni reponiendo en el trono a Carlos IV, ni dejando en él a su hijo.
En la exposición de septiembre hablábase ya de las renuncias de Bayona, de la constitución allí aprobada, y, en fin, se revelaban los disturbios y alborotos de España provocados, según el ministro, por el gobierno británico, que intentaba poner aquel país a su devoción y tratarle como si fuera provincia suya. Mas aseguraba que tamaña desgracia nunca se efectuaría, estando preparados para evitarla 2.000.000 de hombres valerosos que arrojarían a los ingleses del suelo peninsular.
Leva de nuevas tropas
Pronosticaban tan jactanciosas palabras demanda de nuevos sacrificios. Tocó especificarlos a la exposición del ministro de Guerra. En ella, pues, se decía, que habiendo resuelto S. M. I. juntar al otro lado de los Pirineos más de 200.000 hombres, era indispensable levantar 80.000 de la conscripción de los años 1806, 7, 8 y 9, y ordenar que otros 80.000 de la del 10 estuviesen prontos para el enero inmediato. Al día siguiente de leídas estas exposiciones y el mensaje que las acompañaba, contestó el Senado aprobando y aplaudiendo lo hecho, y las medidas propuestas; y asegurando también que la guerra con España era "política, justa y necesaria". A tan mentido y abyecto lenguaje había descendido el cuerpo supremo de una nación culta y poderosa.
Por anteriores órdenes habían ya empezado a venir del norte de Europa muchas de las tropas francesas allí acantonadas. A su paso por París, hizo reseña de varias de ellas el emperador Napoleón, pronunciando para animarlas una arenga enfática y ostentosa.
Napoleón.Conferencia de Erfurth
No satisfecho éste con las numerosas huestes que encaminaban a España, trató también de asegurar el buen éxito de la empresa estrechando su amistad y buena armonía con el emperador de Rusia. Sin determinar tiempo, se había en Tilsit convenido que en más adelante se avistarían ambos príncipes. Los acontecimientos de España, incertidumbres sobre Alemania, y aun dudas sobre la misma Rusia, obligaron a Napoleón a pedir la celebración de las proyectadas vistas.
Accedió a su demanda el emperador Alejandro, quien y el de Francia, puestos ambos de acuerdo, llegaron a Erfurth, lugar señalado para la reunión, en 27 de septiembre. Concurrieron allí varios soberanos de Alemania, siendo el de Austria representado por su embajador, y el de Prusia por su hermano el príncipe Guillermo. Reinó entre todos la mayor alegría, satisfacción y cordialidad, pasándose los días y las noches en diversiones y festines, sin reparar que, en medio de tantos regocijos, no sólo legítimos monarcas sancionaban la usurpación más escandalosa, y autorizaban una guerra que había hecho correr tantas lágrimas, sino que también, tachando de insurrección la justa defensa y de rebeldía la lealtad, abrían ancho portillo por donde más adelante pudieran ser acometidos sus propios pueblos y atropellados sus derechos. Ni motivos tan poderosos, ni tales temores, detuvieron al emperador Alejandro. Contento con los obsequios de su aliado y algunas concesiones, reconoció por rey de España a José, y dejó a Napoleón en libertad de proceder en los asuntos de la Península según conviniese a sus miras.
Correspondencia con el gobierno inglés
Mas al propio tiempo, y para aparentar deseos de paz, cuando después de lo estipulado era imposible ajustarla, determinaron entablar acerca de tan grave asunto correspondencia con Inglaterra. Ambos emperadores escribieron en una y sola carta al rey Jorge III, y sus ministros respectivos pasaron notas con aviso de que plenipotenciarios rusos se enviarían a París para aguardar la respuesta de Inglaterra; los que, en unión con los de Francia, concurrirían al punto del continente que se señalase para tratar.
En contestación, Mr. Canning escribió el 28 de octubre dos cartas a los ministros de Rusia y Francia, acompañadas de una nota común a ambos. Al primero le decía que, aunque S. M. B. deseaba dar respuesta directa al emperador su amo, el modo desusado con que éste había escrito le impedía considerar su carta como privada y personal, siendo, por tanto, imposible darle aquella señal de respeto sin reconocer títulos que nunca había reconocido el rey de la Gran Bretaña. Que la proposición de paz se comunicaría a Suecia y a España. Que era necesario estar seguros de que la Francia admitiría en los tratos al gobierno de la última nación, y que tal sin duda debía ser el pensamiento del emperador de Rusia, según el vivo interés que siempre había mostrado a favor del bienestar y dignidad de la monarquía española; lo cual bastaba para no dudar que S. M. I. nunca sería inducido a sancionar, por su concurrencia o aprobación, usurpaciones fundadas en principios no menos injustos que de peligroso ejemplo para todos los soberanos legítimos. En la carta al ministro de Francia se insistía en que entrasen como partes en la negociación Suecia y España.
El mismo Mr. Canning respondió ampliamente en la nota que iba para dichos dos ministros, a la carta autógrafa de ambos emperadores. Sentábase en ella que los intereses de Portugal y Sicilia estaban confiados a la amistad y protección del rey de la Gran Bretaña, el cual también estaba unido con Suecia, así para la paz como para la guerra. Y si bien con España no estaba ligado por ningún tratado formal, había sin embargo contraído con aquella nación a la faz del mundo empeños tan obligatorios como los más solemnes tratados; y que, por consiguiente, el gobierno que allí mandaba a nombre de S. M. C. Fernando VII debería asimismo tomar parte en las negociaciones.
El ministro ruso replicó no haber dificultad en cuanto a tratar con los soberanos aliados de Inglaterra; pero que de ningún modo se admitirían los plenipotenciarios de los insurgentes españoles (así los llamaba), puesto que José Bonaparte había ya sido reconocido por el emperador su amo como rey de España. Menos sufrida y más amenazadora fue la contestación de Mr. Champagny, ministro de Francia.
Fernando VII, retratado por Goya.Fin de la correspondencia
Diose fin a la correspondencia con nuevos oficios en 9 de diciembre de Mr. Canning, concluyendo éste en repetir al francés, "que S. M. B. estaba resuelto a no abandonar la causa de la nación española y de la legítima monarquía de España; añadiendo que la pretensión de la Francia de que se excluyese de la negociación el Gobierno central y supremo que obraba en nombre de S. M. C. Fernando VII, era de naturaleza a no ser admitida por S. M. sin condescender con una usurpación que no tenía igual en la historia del universo".
Discurso de Napoleón al cuerpo legislativo
Contaba Napoleón tan poco con esta negociación, que volviendo a París el 18 de octubre, y abriendo el 25 el cuerpo legislativo, después de tocar en su discurso muy por encima el paso dado a favor de las paces, dijo: "Parto dentro de pocos días para ponerme yo mismo al frente de mi ejército, coronar con la ayuda de Dios en Madrid al rey de España, y plantar mis águilas sobre las fortalezas de Lisboa". Palabras incompatibles con ningún arreglo ni pacificación, y tan conformes con lo que en su mente había resuelto, que sin aguardar respuesta de Londres a la primera comunicación, partió de París el 29 de octubre, llegando a Bayona en 3 de noviembre.
Fuerza y división del ejército francés
Empezaban ya entonces a tener cumplida ejecución las providencias que
había acordado para sujetar y domeñar en poco tiempo la altiva España. Sus tropas acudían de todas partes a la frontera, y variando por decreto de septiembre la forma que tenía el ejército de José, le incorporó al que iba a reforzarle, dividiendo su conjunto en ocho diversos cuerpos a las órdenes de señalados caudillos, cuyos nombres y distribución nos parece conveniente especificar.
1º cuerpo, mariscal Víctor, duque de Bellune.
2º cuerpo, mariscal Bessières, duque de Istria.
3º cuerpo, mariscal Moncey, duque de Conegliano.
4º cuerpo, mariscal Lefebvre, duque de Dantzick.
5º cuerpo, mariscal Mortier, duque de Treviso.
6º cuerpo, mariscal Ney, duque de Elchingen.
7º cuerpo, el general Saint-Cyr.
8º cuerpo, el general Junot, duque de Abrantes.
A veces, según iremos viendo, se sustituyeron nuevos jefes en lugar de los nombrados. El total de hombres, sin contar con enfermos y demás bajas, ascendía a 250.000 combatientes, pasando de 50.000 los caballos. De estos cuerpos, el 7º estaba destinado a Cataluña, el 5º y 8º llegaron más tarde. Los otros en su mayor parte aguardaban ya a su emperador para inundar, a manera de raudal arrebatado, las provincias españolas.
NOTA: Este texto pertenece al capítulo 28 de HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO. GUERRA Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA (TOMO II, 1808-1809), del CONDE DE TORENO, que acaba de publicar la editorial Akrón.
Pinche aquí para acceder al adelanto del primer volumen que publicó LD.
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13/6/08

Carlos II, el ocaso de una dinastía enferma

Carlos II, el ocaso de una dinastía enferma

Por Fernando Díaz Villanueva

Carlos II, cuando era niño.
Una calurosa tarde de julio de 1698 Juan Tomás Rocaberti y Froilán Díaz, inquisidor general y confesor real respectivamente, preocupados por la salud espiritual del monarca, se sentaron a dictar una solicitud urgente; de ella, según pensaban, dependía el futuro del reino.
Su destinatario era un fraile dominico, vicario del convento de la Encarnación de Cangas de Tineo, en Asturias, y con línea directa con el Demonio. Los apurados clérigos deseaban que el fraile hablase inmediatamente con el Maligno y le preguntase en qué consistía el hechizo que afligía al atormentado rey Carlos.
No se demoró el religioso asturiano en satisfacer la demanda que tan insignes miembros de la Corte le habían hecho llegar desde Madrid. Entró en trance, parlamentó con Lucifer y, obtenida la respuesta, corrió por los pasillos del convento para devolver a toda prisa la carta... con el enigma desvelado:
"Me dijo el demonio anoche que el Rey se halla hechizado maléficamente para gobernar y para engendrar. Se le hechizó cuando tenía 14 años, con un chocolate en el que se disolvieron los sesos de un hombre muerto para quitarle la salud y los riñones, para corromperle el semen e impedirle la generación".
Sí, esta era la España de hace tres siglos en todo su esplendor místico.
Felipe IV.Después de 44 años de reinado, 42 de amoríos y revolcones, unos 50 hijos y centenares de amantes (no faltaron duquesas, marquesas, cómicas, damas de honor, prostitutas y decenas de sirvientas), Felipe IV abandonó este mundo la última semana del verano de 1665. Tanta rijosidad y tanta actividad venérea sólo le habían procurado un heredero, que, para más inri, tenía sólo cuatro años y era una criatura raquítica y repelente que acababa de echar los dientes y aún no se había destetado.
Para evitar la mala imagen de coronar como rey de España a un mamoncete de cuatro años los médicos decidieron suspender la lactancia, que llevaban a cabo catorce sufridas nodrizas. Le prescribieron papillas y, como no se podía mantener en pie, encargaron al sastre unos gruesos cordones parar sostenerle mientras recibía a los embajadores extranjeros. Aquel día, el de su presentación en público como titular de la monarquía más poderosa del planeta, marcaría el principio de un larguísimo calvario que duraría 35 años.
Se ha dicho mil veces que Carlos II fue el monstruoso producto final de la consaguinidad de los Austrias, que se pasaron dos siglos casándose entre ellos y trayendo al mundo una progenie de príncipes cada vez más deficientes, cada vez más tarados. Nada más cierto. Su madre era la sobrina carnal de su padre y, escalando en el árbol genealógico, encontramos que tenía doce veces el apellido Habsburgo. Un ejemplar genéticamente puro y totalmente idiota.
Aprendió a andar a los seis años, a hablar a los diez, hasta los doce no supo leer y no se vio capaz de escribir –aunque fuese solo su firma: "Yo, el Rey"– hasta los quince años. Físicamente echaba para atrás. "Asusta de feo", apuntó un embajador en una carta a su soberano. Enclenque y encanijado, de piel macilenta, ojos huidizos y nariz ganchuda que casi tocaba el labio. Heredó el prognatismo y el belfo caído de la familia. Ambos los multiplicó por dos. Nunca pudo masticar en condiciones, lo que, unido a sus delicadas digestiones, le condenaron a padecer vómitos continuos y una diarrea crónica.
Su drama personal fue, además, parejo al de la corona que le había caído en suerte. La recibió de capa caída, y a su muerte se desencadenó una larga guerra de sucesión que liquidaría por siempre las posesiones de la familia en Europa.
Cuando fue proclamado mayor de edad, el país estaba sumido en el desgobierno más absoluto. Oficialmente reinaba su madre, Mariana de Habsburgo, pero en la práctica lo hacía un valido, Fernando de Valenzuela, el Duende de Palacio, de quien el pueblo sospechaba que se entendía con la reina viuda. Curioso recelo, porque la reina era una beata a quien tenía sorbido el seso su confesor, un jesuita alemán muy liante llamado Nithard. Frente a ellos, Juan José de Austria, un hijo bastardo de Felipe IV –bastante canalla, por cierto–, trataba de hacerse con el poder mediante la fuerza de las armas.
Este Juan José de Austria, años antes, con intención de heredar, había tenido la feliz ocurrencia de pedirle a su padre la mano de su hermana, la princesa Margarita. Lo hizo mostrándole un cuadrito en el que Saturno contemplaba risueño los amores entre Júpiter y Juno. La felonía repugnó tanto a Felipe IV que ordenó que Juan José no volviese a poner sus pies en Madrid.
En plena guerra con Francia, que había saltado sobre Cataluña como un ave de rapiña, distrajo tropas y las trasladó a Madrid. La guerra se perdió, y con ella la esperanza de recuperar el Rosellón, pero Juan José consiguió la privanza. Desterró a la reina madre y al padre Nithard, de quien se decía que se había hecho muy rico en sus intrigas palaciegas. Habladurías. Cuando registraron sus aposentos del Alcázar para dar con las pruebas del delito todo lo que encontraron fue un misal, unas disciplinas de púas de hierro y un cilicio con restos de sangre. Todo un santo varón. Valenzuela, que sí que había reunido un generoso patrimonio al calorcito del poder, fue deportado a Filipinas con una mano delante y otra detrás.
Luis XIV.Al bastardo le duró poco la gloria: tras firmar la paz de Nimega con Luis XIV, una rápida enfermedad se lo llevó al otro barrio.
El rey, que era, aparte de enfermizo, completamente analfabeto, dejó a su madre hacer. El nuevo valido, un duque incompetente que, a juicio del embajador francés, había pasado toda su vida en Madrid "en el ocio más completo, dedicado casi exclusivamente a comer y dormir", no pudo más que contemplar impávido cómo el reino colapsaba.
La inflación se disparó y las menguadas flotas de Indias no daban ya ni para atender los gastos ordinarios de la Corte. En Palacio había noches que en la despensa sólo quedaban huevos para cenar, y en 1680 los reyes no lograron reunir dinero suficiente para desplazar la Corte a Aranjuez a pasar la primavera. Lo nunca visto.
Habida cuenta de la estupidez de un monarca completamente incapaz de gobernar, la única salida que sus consejeros veían a tan embarazosa situación era encontrar una consorte que le diese descendencia. Para suavizar las relaciones con Luis XIV, le trajeron una princesa joven y atractiva, Maria Luisa de Orleáns, sobrina del Rey Sol. Pero no había manera: la reina no conseguía quedarse en cinta. Por Madrid circulaba una tonadilla popular que decía:
A pesar de ser extraña
sabed, bella flor de lis:
si parís, parís a España.
Si no parís, a París.
Y no parió. No hubo, a pesar de todo, que enviarla de vuelta a París, porque una apendicitis se la llevó a la tumba cuando sólo tenía 27 años. Los galenos abrieron el cadáver para ver si el útero estaba en condiciones. Lo estaba. Iba a ser problema del rey eso de no tener hijos. Deberían haberlo sospechado sólo con mirarle a la cara.
Inasequibles al desaliento, los miembros del Consejo de Estado se aplicaron en buscar una sustituta. Poco importaba ya la edad, el aspecto o el carácter de la candidata, ni siquiera era relevante que la familia reinase o no. Lo único que interesaba en Madrid es que la futura reina fuese de familia fecunda. Tras las habituales pesquisas dieron con Mariana de Neoburgo, hija de los electores de Sajonia, unos pelagatos que, sin embargo, habían tenido 24 hijos. Toda una garantía de fertilidad, exactamente lo que andaban buscando.
Mariana de Neoburgo.A diferencia de Maria Luisa, una francesa de buen fondo que pasó sus días en un sin vivir, sometida a las más peregrinas y extravagantes dietas para provocar un embarazo que nunca llegaba, la Neoburgo era una alemana de armas tomar. Según llegó a España y vio de cerca al apático imbécil con el que le habían casado, le cogió gustillo al poder. No era tonta: sabía que su misión era traer un heredero, y como no lo lograba se dedicó a inventarse falsas preñeces que terminaban, invariablemente, en falsos abortos.
Las ganas de mandar la enfrentaron con la reina madre en un sinnúmero de disputas, a grito limpio y en alemán. La anciana viuda de Felipe IV ya poco podía hacer. Su hijo no tenía solución y el país iba de mal en peor. La Hacienda estaba arruinada y los franceses no dejaban de hostigar las fronteras de lo que quedaba del imperio, astillando el otrora robusto árbol español en humillantes derrotas.
En 1691, con la caída en desgracia del enésimo valido, el Conde de Oropesa, la situación era tan desesperante que el rey no encontró entre la nobleza un solo candidato para sustituirle. Ya nadie deseaba gobernar una nave que se iba a pique. Un caso insólito pero perfectamente explicable: en España ya no quedaba dinero ni para robar.
Y la reina, entretanto, abortaba mucho pero no paría; y para colmo era antipática, mandona y pelirroja, defecto este último muy sentido por el pueblo llano, que estaba convencido de que Judas, el traidor, tuvo el pelo tan rojo como el mobiliario del infierno. El siempre maledicente mentidero de la Corte inventó una afortunada copla que se hizo muy célebre:
Tres vírgenes hay en Madrid:
la Almudena, la de Atocha,
y la Reina Nuestra Señora.
En Viena, Londres y, naturalmente, París, advertidos de la imposibilidad de que Mariana alumbrase un heredero, empezaron a frotarse las manos para repartirse los restos del naufragio. Los Habsburgo austriacos querían que la Corona española permaneciese en la familia. Los Borbones, por su parte, ansiaban sucederlos. Tenían, además, una razón de peso: Luis XIV se había casado con una infanta española, la hermana de Carlos II, luego algo les tocaría en el reparto. A los ingleses, mucho más sensatos, lo que les preocupaba era que España y su inmenso imperio ultramarino, que abarcaba medio mundo, cayese en manos de los anteriores.
Mientras unos hacían cálculos para apoderarse del futuro, el dormitorio de la reina volvía a la Edad Media. Meses después de que el exorcista dominico que dejamos arriba correteando por un convento asturiano departiese con el Diablo, un fraile jerónimo se encerraba con Mariana para practicar el exorcismo definitivo. La cosa salió rana: el monje entró en éxtasis, puso los ojos en blanco y empezó a jurar en arameo mientras brincaba por la estancia; la reina, con los pelos como escarpias, saltó de la cama y echó a correr por el Palacio. El escándalo fue sonado, pero aquello era ya una casa de locos.
Carlos II.La reina, sin ir más lejos, no se separaba de un saquito que llevaba colgado al cuello. Contenía cáscaras de huevo, uñas de los pies, cabellos y demás amuletos para conjurar la maldición. El rey, por su parte, era sometido a todo tipo de ceremonias chamánicas, en las que el infeliz era obligado a comer carne de víbora mientras le sacudían con agua bendita y un coro de monjes rezaba incesantemente. Tanto Te Deum, tanta misa solemne y tanto sahumerio dedicado a la real persona hicieron que el pueblo le bautizase como el Hechizado.
España estaba en ruinas, especialmente Castilla, que había pagado con creces la factura de la fantasía imperial de los Habsburgo. El país se había desangrado al ritmo de las inacabables guerras, las epidemias y la obsesión nacional por vivir del cuento. Todo salió carísimo. En dos siglos España había acumulado un retraso que, todavía hoy, estamos amortizando.
En un tiempo en que Newton formulaba su teoría de la gravedad, Leibniz inventaba el cálculo integral o Huygens escudriñaba el firmamento con su telescopio buscando las lunas de Saturno, España se replegó sobre sí misma, recreándose en su ignorancia, presa de supercherías religiosas y de la aberración de los estatutos de pureza de sangre, una tara que consumió preciosos recursos y costó un siglo arrancar de la conciencia del pueblo.
El Día de Difuntos de 1700, a las tres de la tarde, el último Austria pasó a mejor vida, y con él la dinastía. Habían pasado 200 años, ocho meses y nueve días desde que Carlos I, el primer Habsburgo español, naciese en la lejana Gante e inaugurase una de las etapas más controvertidas de nuestra historia.
Por simple curiosidad, el médico real practicó una necropsia al difunto monarca para ver por dentro lo que ya intuía desde fuera. En su informe anotó, con deslenguada pluma barroca:
"El corazón del tamaño de un grano de pimienta, los pulmones corroídos, los intestinos putrefactos y gangrenosos, en el riñón tres grandes cálculos, un solo testículo, negro como el carbón, y la cabeza llena de agua".
A tal rey, tal reino.
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6/6/08

La plata de Tartessos

La plata de Tartessos

Por Fernando Díaz Villanueva

Ginés Quiñonero: ARGANTONIO (detalle).
Hace unos 2.600 años, un barco griego que navegaba de Samos a Egipto fue sorprendido por una terrible tormenta en alta mar. Su capitán, de nombre Coleos, trató de gobernar la nave y mantener el rumbo, pero le fue imposible. Él, su tripulación y todas las mercaderías destinadas al país de los faraones acabaron frente a las costas de una tierra lejana, ignota y misteriosa, en el extremo mismo del mundo conocido. Los marinos del Egeo, curtidísimos en mil trapicheos en sus andanzas mercantiles por el Mare Nostrum, colocaron todo el género a los indígenas y regresaron tan felices a Grecia.
Ya en casa, consagraron, en señal de agradecimiento, una crátera de bronce en el templo de la diosa Hera, esposa de Zeus, la oficial. Lo cuenta Herodoto, por lo que habrá que creérselo.
Corría el año 630 antes de Cristo, y de esta manera, digamos, tan accidentada, hicimos nuestro debut en la Historia. Gracias a los griegos, que nos metieron en ella de golpe y sin pedirnos permiso.
Lo cierto es que los griegos, que tenían la manía de dejarlo todo por escrito, no fueron los primeros en llegar. La competencia se les había adelantado. Desde hacía varios siglos los mercaderes fenicios se paseaban por aquel país remoto como Pedro por su casa. Habían montado factorías costeras, desde donde comerciaban con los naturales del lugar. Habían introducido el alfabeto –el suyo, claro–, y tenían rendida a la población local con las baratijas que traían de Oriente en sus barcos mercantes. Su presencia era tan ubicua que en el año 1100 antes de Cristo fundaron la primera ciudad de España, y de todo Occidente: Cádiz. Tres mil años de historia la contemplan, que se dice pronto.
La relación entre aquellos refinados fenicios y nuestra asilvestrada prosapia fue tremendamente fructífera. A cambio de la plata, el cobre y el estaño que abundaban en nuestras montañas, los fenicios llenaron los pueblos y aldeas de aquellas gentes bárbaras de un sinfín de distinguidos productos manufacturados. Ya de paso, se dejaron olvidados el torno y el horno de cocción, inventos ambos de la máxima utilidad en una época en que casi todo se hacía de cerámica. El resultado fue que aquellos primeros españoles prosperaron y se civilizaron.
Sarcófago fenicio hallado en Punta de Vaca (Cádiz).Llegar desde Oriente Medio hasta España llevaba muchos meses de navegación, pero merecía la pena el viaje. Las grandes civilizaciones de la Antigüedad, Egipto y Mesopotamia, se encontraban en pleno auge, sedientas de metales con que armar sus ejércitos y sobradas de la maña y la sabiduría que habían acumulado durante más de un milenio. España, el lejano confín del Mediterráneo, poseía esos metales, y a buen precio. Los fenicios serían sus agentes de comercio, el vínculo entre la cuna de la civilización y nuestra apartada y atrasada Iberia, que por no tener no tenía ni nombre.
Fue entonces cuando lo recibió, de manos de los fenicios. Is phannim, es decir, tierra de conejos o conejera. Simpático y orejudo mamífero que, criando en su madriguera, corretea aún por nuestros campos, ajeno al importante papel que la historia le ha encomendado. Podían haberla llamado Tierra de la Plata, que es lo que venían a buscar, pero no: les llamó más la atención la cantidad de liebres y conejos que triscaban por el sotobosque de los infinitos encinares de la Iberia antigua. Este Is phannim fenicio derivaría en la Hispania latina y, en otro salto etimológico, acabaría quedándose en la España que hoy muchos lerdos evitan pronunciar, o lo hacen con cierta vergüenza y sonrojo, como si el nombre se hubiese inventado anteayer.
Los fenicios, muy a diferencia de los griegos, no eran muy amigos de dejarse los dedos escribiendo. Como buenos hombres de negocios, utilizaban las letras para cuadrar las cuentas y dejar constancia de las transacciones. Además, eran muy celosos de revelar sus rutas marítimas, por si algún listo se les adelantaba. Sus marinos divulgaban falsas historias sobre temibles bestias que habitaban más allá de las columnas de Hércules y sobre lo traicionero que se volvía el mar al oeste de Sicilia. Todo para salvaguardar el negocio. No es casualidad que "fenicio" sea hoy sinónimo de negociante sin escrúpulos.
Pero como lo bueno es difícil de ocultar: en Oriente, el nombre de aquella tierra de promisión donde corrían ríos de miel y la plata afloraba a ras de suelo estuvo pronto en boca de todos. Hasta en la Biblia, en el Libro de los Reyes, que se encontraba entonces en plena elaboración, hay referencias a un lejano reino llamado Tarsis que surtía al mismo rey Salomón de oro, plata y marfil, monos y pavos reales. Lo primero puede ser, lo segundo es harto dudoso, porque España ha cambiado mucho en 25 siglos, pero no tanto como para habernos dejado en el camino manadas de elefantes, colonias de simios o aristocráticos pavos reales.
La Is phannim que los fenicios visitaban regularmente no era tan extraordinaria como pensaban en Oriente, pero apuntaba maneras; era lo que hoy se conoce como un mercado emergente. Los marinos de Samos que dejamos más arriba ofrendando una crátera de bronce a Hera se percataron de que, efectivamente, podían hacerse espléndidos negocios en aquel remoto lugar al que llamaron Tartessos.
Herodoto.Animados por la buena acogida que había encontrado Coleos, sus paisanos se aventuraron a la larga travesía y rompieron el monopolio de su odiada competencia fenicia. Herodoto asegura que llegaron a trabar amistad con su rey, un tal Argantonio, que vivió 120 años y reinó durante 80. Anacreonte, para no ser menos, también escribió sobre este monarca, pero se le fue la mano: le atribuyó un reinado de siglo y medio.
En la Antigüedad, la edad avanzada se tenía en mucha más estima que en nuestros banales días, en los que el bueno de Argantonio hubiese sido tachado de carcamal. Aquel era un mundo en el que la esperanza de vida rara vez superaba los 40 años, por lo que no es difícil imaginar la impresión que causaba entre los lectores de Herodoto o Anacreonte saber que había alguien en el mundo que seguía dando guerra con la edad de su difunto tatarabuelo.
Herodoto prosigue su narración afirmando que el reinado de Argantonio fue, amén de larguísimo, muy feliz y próspero para sus súbditos. La arqueología nos lo confirma, con un ramillete de objetos de aquella época, todos refinados y primorosamente trabajados, muy del gusto oriental que se estilaba entonces. Tesoros que contrastan con la miseria arquitectónica con que los arqueólogos se han encontrado. Los tartesios, o al menos su aristocracia, la que se enriquecía con el comercio con fenicios y griegos, iba a la última en joyería y ornato, pero vivía en insignificantes chozas y apenas disponía de templos dignos de tal nombre.
Esto tiene su explicación. Recién salidos de la barbarie, es lógico que los notables tartesios se entusiasmaran con los collares y las pulseras de oro venidas de Egipto, o con las túnicas finamente bordadas en los talleres de Tiro. Hoy pasa algo parecido con los "potentados" de ciertos países del Tercer Mundo, que aparcan el Mercedes junto al chamizo de la favela y alardean ante los vecinos de televisor de plasma y de teléfono móvil. A fin de cuentas, y aunque hayan pasado 3.000 años, los hombres seguimos siendo, esencialmente, hombres.
Hércules y Gerión.Los que no lo eran de ningún modo fueron los dioses y reyes míticos de Tartessos, protagonistas de una fecunda mitología que aún sigue cautivando a poetas y novelistas. Gerión, por ejemplo, era un gigante de tres cuerpos, con sus seis brazos y sus tres cabezas de rigor. Poseía un rebaño de vacas rojas que apacentaba en los verdes prados del Guadalquivir ayudado por Ortro, un perro de dos cabezas, hermano de otro can mucho más célebre: Cerbero, el guardián del Hades, que era tricéfalo y en lugar de cola tenía una serpiente. Alucinante. Con tanto brazo, Gerión era casi invencible en el combate, pero Hércules, que se las sabía todas, le derrotó en su décimo trabajo y le birló el ganado, para sacrificarlo en el altar de Hera. Menuda fijación la de los griegos con esta diosa.
Mejor aún es la leyenda de Gárgoris y Habis. Gárgoris, muy aficionado al dulce, inventó la apicultura, es decir, sometió a las abejas para que nos diesen su miel. Este pecadillo venial lo combinaba, sin embargo, con uno mortal, el del incesto. Dejó embarazada a su hija y, para tapar la indecencia, ordenó que abandonasen al bebé, llamado Habis, en el bosque, con la idea de que lo devorasen las fieras. Pero una cierva lo adoptó como una más de sus crías. Enterado Gárgoris, mandó secuestrar al niño y que lo arrojasen a una jauría de perras salvajes, que lo recibieron a lametazos, y a otra de cerdas, que retozaron alegremente con él. Desesperado, el rey pidió a sus servidores que lo tirasen al mar, pero el mar lo devolvió a la orilla sano y salvo, donde le estaba esperando la cierva, a cuyas generosas ubres se terminaría criando el niño.
Como no veía la manera de acabar con él, se rindió y aceptó su destino. Reconoció al niño como heredero y le restituyó el nombre y los privilegios. Habis, no tan licencioso como su padre-abuelo, se dedicó a ejercer de rey, que después de tanto ajetreo es lo que tocaba. Inventó el arado, dictó las primeras leyes y dividió Tartessos en siete clases, de las cuales una no tenía que trabajar. Un mito a la medida de la selecta clientela de los comerciantes fenicios, y es que la nobleza y el trabajo nunca se han llevado del todo bien.
El periodo dorado de Tartessos duró uno o dos siglos. Las rutas abiertas por griegos y fenicios trajeron riqueza y cultura. La competencia entre ambos terminó mal: se pelearon, y los griegos hubieron de largarse con viento fresco para fundar la ciudad de Marsella, de donde saldrían los colonos de Ampurias, nuestra ciudad griega más auténtica. Los fenicios, entretanto, explotaron el mercado tartesio todo lo que pudieron hasta que Babilonia conquistó su capital, Tiro, y arruinó sus expediciones.
Para entonces, el antiguo y deseado reino de Tartessos ya había desaparecido de la faz de la tierra, para no volver jamás. Los herederos de Tiro, los cartagineses, retomaron la faena de sus malogrados ancestros reconquistando, comercialmente primero y militarmente después, las costas de España. Echaron raíces, y sólo el genio de los romanos, siglos después, consiguió alejarles de la Península.
Motivo ornamental de una jarra tartésica.El recuerdo de Tartessos se fue difuminando y transformándose en una leyenda muy bien alimentada, eso sí, por las crónicas de los griegos. Pero si bien Tartessos era tan real como la memoria de Herodoto, ¿dónde se encontraba? Durante miles de años se hicieron cábalas sobre el lugar exacto en que se había levantado la capital de aquel fabuloso imperio. A principios del siglo pasado un alemán, Adolf Schulten, se echó sobre las espaldas el encargo de dar con las ruinas de la legendaria ciudad.
La suponía en la desembocadura del Guadalquivir, en algún punto entre Sevilla, Huelva y Cádiz. Esperaba encontrarse con algo parecido a Micenas, Cnossos o incluso Troya, que décadas antes había desenterrado su compatriota Heinrich Schliemann. Los nietos de los bárbaros del norte desvelando los secretos de las ilustradas culturas del sur: las vueltas que da la vida.
Excavó sin descanso durante años, pero nunca dio con la corte de Argantonio; todo lo más que consiguió fue topar con las ruinas de un poblado, pero era de la época romana. Su gozo en un pozo. Desanimado por el fracaso, abandonó las excavaciones y dedicó su vida a desentrañar los misterios ocultos de Tartessos por vías menos sacrificadas, como la de escribir libros o dar conferencias.
Tartessos nunca se ha encontrado. Quizá porque nunca existió, al menos como ciudad, que es lo que los primeros arqueólogos presumían. La opulenta Tartessos, bañada en plata y antesala de la Atlándida, por la que los antiguos se maravillaban, era un simple mito, pero no la existencia de algo parecido a un reino que, durante un par de siglos, floreció a orillas del Guadalquivir. Quizá llegó a tener un rey, o quizá la cosa no pasó de una confederación de caudillos ibéricos que se unieron para negociar en mejores condiciones con los fenicios y los griegos.
No lo sabemos y, probablemente, no lo sabremos nunca. Los tartesios conocían la escritura, pero aún no se ha conseguido descifrar. Hemos de conformarnos, pues, con vasijas, brazaletes, alguna ruina dispersa y lo que los griegos apuntaron con elegante caligrafía. Para el resto, la imaginación es libre. De ahí que Tartessos siempre quede en la difusa frontera entre la realidad y la leyenda, entre lo que de verdad fue y lo que, a algunos, les hubiera gustado que fuese.
Un enigma casi irresoluble que sigue dando que hablar. De este singular modo, hace más de dos milenios, amaneció a la Historia esta soleada tierra que, tan generosa y maternal como lo fue entonces, hoy nos acoge.
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2/6/08

Tordesillas y el reparto del mundo

Tordesillas y el reparto del mundo

Por Fernando Díaz Villanueva

Carta del Tratado de Tordesillas (1494).
Aunque hoy parezca mentira, hubo un día en que españoles y portugueses nos repartimos el mundo, al menos sobre el papel. Como buenos hermanos, la mitad para cada uno. Fue en Tordesillas, hace más de quinientos años. El estupor que semejante acuerdo provocó en Europa fue sonado. En París, el rey Carlos VIII exclamó, indignado: "Antes de aceptar el reparto, quiero que me muestren en qué cláusula del testamento de Adán se estipula que el mundo pertenezca a los españoles y a los portugueses".
No existía esa cláusula, claro, pero sí un puñado de capitanes valientes que, al frente de sus carabelas, habían llegado donde nadie lo había hecho antes y, lo más importante, habían regresado para contarlo. Esto, a nuestros entrañables vecinos del norte, aún les escuece.
España y Portugal o, mejor dicho, Castilla y Portugal no se llevaban bien. Compartían una larga y permeable frontera, hablaban casi el mismo idioma y a los dos se les había acabado el poderoso estímulo de la Reconquista. Los portugueses terminaron antes. Al llegar a las playas del Algarve se encontraron frente a un inmenso océano que, a diferencia del Mediterráneo, estaba sin explorar. El Atlántico era un misterio: peligrosas criaturas lo poblaban y los navíos que se aventuraban en sus aguas no volvían jamás a puerto.
Como los lusos son gente perseverante y venían muy motivados después de guerrear cinco siglos contra los moros, se pusieron manos a la obra. Dieron el salto a África y comenzaron a bajar lentamente por sus costas, sin alejarse demasiado de ellas, que luego no sabían como volver. Para ponerle remedio, sus marinos descubrieron cómo funcionan los vientos, trazaron los primeros mapas de navegación oceánica, cartografiaron la costa africana y fundaron factorías comerciales, de las que traían oro, marfil y esclavos. Durante el siglo XV, Lisboa fue la Florencia del mar.
El pastel era demasiado apetitoso como para dejar que sólo lo degustasen los portugueses. Castellanos, catalanes, mallorquines e italianos, que siempre están en todos los guisos, se aprestaron a hacerse con su porción. El problema es que, a excepción de Castilla, el resto se encontraba demasiado lejos del Atlántico. Los reyes, además, desconfiaban de aventuras mercantiles de incierto desenlace, y más teniendo a mano un Mediterráneo cruzado por mil rutas comerciales, por mucho que los piratas berberiscos las esquilmasen. Ya se sabe: más vale malo conocido que bueno por conocer.
Una nao portuguesa.Castilla se incorporó tarde y sin demasiado entusiasmo a la carrera atlántica, pero se llevó la parte del león: las Canarias, el único archipiélago poblado y de cierto fuste de cuantos se hallaban a una distancia prudencial del continente.
Y aquí surgió el conflicto. A los portugueses no les sentaba nada bien que, después de un siglo jugándose el pellejo, llegasen los de al lado y se quedasen con lo mejor. Las cosas de casa, es decir, las dinásticas, se complicaron y Castilla, partida en dos, llegó a las manos con Portugal. Al final, el rey Alfonso V por un lado y los Reyes Católicos por otro alcanzaron un acuerdo entre caballeros, el de Alcaçovas, firmado en 1479.
Alcaçovas dividía el Atlántico en dos. Al norte de las Canarias los castellanos podían seguir buscando tesoros, si es que quedaba alguno, porque Madeira y las Azores se las reservaba el astuto Alfonso. Al sur, todo para Portugal, hasta donde fuesen capaces de llegar sus intrépidos marinheiros. No estaba mal del todo. Los portugueses se quitaban a un incómodo competidor en su camino a la India, y los castellanos podrían finalizar la conquista de las Canarias sin más contratiempos que los que los aguerridos guanches pusiesen a sus soldados.
Entonces sucedió lo que nadie esperaba. Colón volvió del Caribe asegurando que había llegado a la India o, al menos, a sus inmediaciones. Esto echaba por tierra el arreglo de Alcaçovas. Por si colaba, Lisboa reclamó para sí los territorios descubiertos por Colón, esgrimiendo el tratado de 1479. No coló, naturalmente. Para no volver a armarla recurrieron al Papa, que era, en última instancia, el dueño del mundo en su calidad de vicario de Cristo.
Y es aquí donde Fernando el Católico estaba esperando al portugués con la daga detrás de la espalda; la jugada tenía truco. En 1492 ascendió al solio pontificio Alejandro VI, un valenciano de armas tomar cuyo nombre de civil era Rodrigo de Borja; o sea, un Borgia. No es necesaria mucha más presentación. Sin dudarlo un instante, se apresuró a satisfacer a su antiguo señor, el rey de Aragón.
En la primavera de 1493, con Colón deshaciendo el equipaje, extendió una bula, la Inter Caetera, en virtud de la cual todo lo que había descubierto el genovés pertenecía a los reyes de Castilla y Aragón. El único requisito para formalizar la donación era que los monarcas se comprometiesen a evangelizar a las gentes que se encontrasen en aquellas tierras, para que "la fe católica y la religión cristiana sean exaltadas, y que se amplíen y dilaten por todas partes, y que se procure la salvación de las almas, y que las naciones bárbaras sean abatidas y reducidas a dicha fe". Casi nada.
Juan II.Juan II de Portugal, viendo que el combate estaba amañado, protestó enérgicamente ante la curia, que no le hizo ni caso. Meses más tarde Alejandro VI dio un nuevo apretón de tuercas a Lisboa. En otra bula delimitó las áreas de influencia de España y Portugal, o, acercándonos al alambicado lenguaje vaticano, fijó qué tierras habrían de evangelizar los españoles y a cuáles llevarían la buena nueva los capellanes de las carabelas portuguesas. Porque, claro, el Papa no sabía de imperios, y mucho menos del oro y las especias que los pizpiretos marinos ibéricos andaban buscando como locos.
El problema es que ni el Santo Padre, por muy vicario de Cristo que fuese, ni nadie sabían a ciencia cierta qué era lo qué había más allá del océano, por lo que el Pontífice, hombre práctico por encima de todo, trazó una línea imaginaria de polo a polo que quedaba a unas cien leguas de las Azores y Cabo Verde. A la izquierda de la raya los españoles podrían navegar, colonizar y, sobre todo, bautizar a los infieles, que, a juicio de Alejandro VI, "parecen suficientemente aptos para abrazar la fe católica y para ser imbuidos en las buenas costumbres". Si lo sabría él. A la derecha los portugueses tenían franquicia para hacer lo propio.
El caso es que en el lado español no se sabía lo que había, pero en el portugués sí: agua salada y tempestades. Esto colmó la paciencia de Juan II, y le puso de uñas contra sus tramposos e intrigantes vizinhos.
La disyuntiva era o callar y tragarse lo que había dicho el Papa –un Papa, dicho sea de paso, muy casero– o liarse la manta a la cabeza y declarar la guerra a Fernando, que era quien andaba detrás de todo el enredo. Si lo primero era malo, lo segundo era aún peor. A esas alturas los portugueses no podían ya ni soñar con medir sus armas con las de castellanos y aragoneses. A Fernando tampoco le venía bien una guerra con Portugal. Estaba ocupado en echar de Nápoles a los franceses y no quería verse envuelto en una reyerta peninsular. Portugal ya caería por su propio peso, o por algún matrimonio afortunado, que de esto los Reyes Católicos sabían un rato.
La única solución factible para remendar el entuerto era sentarse a negociar y pactar una nueva línea de demarcación. Una vez conseguido el acuerdo, se lo presentarían al Papa y asunto zanjado: cada uno en su casa y Dios en la de todos.
Las dos delegaciones decidieron reunirse en Tordesillas, una próspera ciudad a orillas del Duero, no muy lejos de Valladolid. El documento de partida fue la bula papal que establecía la línea en mitad del Atlántico, o lo que hoy sabemos es la mitad del Atlántico, porque en 1494 sólo se conocía de América las cuatro islas en que había recalado la expedición colombina.
Alejandro VI.La primera idea de los portugueses era volver al orden de Alcaçovas, definiendo un paralelo y no un meridiano, como había hecho el Papa, y que Portugal se quedase con toda la parte austral y España con la boreal.
Parecía atractiva la propuesta, pero a los castellanos no les convenció. Para llegar a América había que tomar los alisios del nordeste, que soplan hacia el sur, y regresar a Europa con los vientos que impulsan la corriente del Golfo de México. Esa fue la derrota de todas las travesías atlánticas hasta la irrupción de la navegación a vapor, en el siglo XIX. Esto obligaba a Fernando a entregar el Caribe a Portugal, y hurtaba a los navegantes españoles la posibilidad de explorar el sur, que era lo más interesante, condenándoles a internarse en las traicioneras aguas del norte.
Rechazada de plano la opción del paralelo, los delegados portugueses se concentraron en mover el meridiano papal hacia el oeste. Era su obsesión, y durante toda la negociación no cejaron en su empeño. Los castellanos, representados por el mayordomo real Enríquez de Guzmán, accedieron a ampliarla 150 leguas, luego 250, pero no era suficiente para el delegado de Juan II, Ruy de Sousa: la raya tenía que ir más allá, siempre un poco más allá.
Semejante testarudez en trasladar una simple línea unas cuantas leguas a poniente en medio de lo que, supuestamente, no era más que una enorme masa de agua da que pensar. ¿Acaso para entonces Juan II ya sabía, gracias a un viaje secreto, que Brasil está donde está? Oficialmente, Brasil se descubrió seis años más tarde, en 1500, en el viaje de Pedro Alvares Cabral, que tomó posesión de aquella tierra por encontrarse, precisamente y por muy poco, en el lado portugués de la línea de demarcación pactada en Tordesillas. No se sabe ni se sabrá nunca; el hecho es que, gracias a la terquedad de Sousa, el plenipotenciario castellano consintió mover la dichosa línea 270 leguas desde el punto fijado en las bulas alejandrinas, ni un palmo más. Entonces los portugueses esbozaron una lusitana sonrisa y aceptaron.
El tratado se firmó el 7 de junio de 1494, y se enviaron sendas copias a los reyes de España y Portugal. Los primeros lo ratificaron en Arévalo un mes más tarde. El segundo puso su real sello en Setúbal a finales del verano. El mundo quedaba, por vez primera en la historia, dividido en dos. Buena parte de la Creación tenía, por fin, dueño y señor. La línea de Tordesillas sirvió para que, sin pelearse, los marinos ibéricos largasen velas a placer durante dos generaciones. Sirvió también para delimitar las áreas de conquista y colonización.
Treinta años más tarde hubo que revisarlo, porque tanto habían progresado que unos y otros se encontraron de nuevo cara a cara en los antípodas. El contrameridiano del Pacífico se fijó en Zaragoza, en 1529. Para entonces América ya era América, y la India se había convertido en un emporio portugués. Los efectos del tratado de Tordesillas se dejaron sentir durante siglos, y aún hoy marcan las fronteras entre la Hispanidad y la Lusofonía, entre el castellano y el portugués, dos lenguas hermanas que, con 600 millones de hablantes en cuatro continentes, conforman la primera comunidad lingüística de ámbito global. Pocos acuerdos han logrado tanto con tan poco.
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