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27/8/13

LA BATALLA DEL CUERNO VERDE.- CUANDO EL OESTE ERA ESPAÑOL.

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Juan Bautista de Anza

Cuando hablamos del Oeste, todos evocamos el mismo concepto, sin que haya lugar a dudas pese a lo vano del término. A nuestras cabezas vienen imágenes de rudos vaqueros, sheriffs de expresión adusta y mirada honesta, pistoleros tan crueles como eficaces, ricos ganaderos ávidos de tierras, soldados de la caballería cubiertos de polvo y fieros indios, a veces nobles y otras salvajes. El cine ha inmortalizado el oeste americano hasta convertirlo en el Oeste por antonomasia. Obras maestras que no quiero perder la ocasión de citar, como Centauros del Desierto, Río Bravo, La Diligencia, Los Siete Magníficos, Murieron con las Botas Puestas o La Legión Invencible, han creado el mito del Far West, en torno al cual se ha formado una auténtica mitología -pues tiene mucho más de mitología que de Historia-, quizá la mitología del pueblo americano.
Así, las grandes llanuras del sur y el oeste de Norteamérica han pasado a formar parte del imaginario colectivo indisolublemente unidas a las películas de indios, vaqueros y soldados. Pero cuando los primeros americanos se adentraron en estas tierras, hacía tiempo que habían sido ya holladas por los indómitos castellanos. Antes de que llegasen los colonos anglosajones en sus caravanas de carromatos, los españoles ya habían levantado iglesias, pueblos y ciudades; antes de que la caballería yanqui patrullase al son de Garry Owen, los dragones de cuera del virreinato de Nueva España ya habían recorrido esas sendas, antes de que se erigiesen los fuertes americanos, los presidios ya habían dominado las planicies y antes de que navajos, apaches y comanches se enfrentasen con los Estados Unidos, ya habían librado sangrientos combates contra las tropas del Rey de España.
Es un episodio de esta otra historia, que se pierde en el olvido y la indiferencia, el que hoy nos atañe, concretamente la Batalla de Cuerno Verde, que como verá el lector hubiese dado para una espléndida película en manos del maestro John Ford.

Los confines del Imperio Español

Tras la conquista de Tenochtitlan por Hernán Cortés en 1521, España organizó el inmenso territorio conquistado en Centroamérica, naciendo el Virreinato de la Nueva España. Desde el principio los españoles tuvieron que luchar por establecer la autoridad del virrey, tanto sofocando revueltas y sometiendo focos de resistencia indígena como frenando los ataques de los pueblos indios del norte, los bárbaros chichimecas que ya había hostigado al Imperio Azteca. Precisamente fueron estos pueblos de primitivos nómadas dedicados al saqueo los que llevaron a España a tomar medidas: para defender toda la frontera norteña del virreinato se estableció una línea de fuertes que controlasen y contuviesen a los chichimecas, una reinvención del limes germano que diseñó Augusto en el siglo I. Los españoles llamaron a estos fuertes presidios. Allí donde las leyes del rey no significaban nada y la justicia española no podía llegar, el presidio se alzaba para recordar que aquellas tierras eran parte del Imperio Español.
Con el tiempo, los chichimecas fueron derrotados y sometidos y la civilización llegó a su territorio, pero no por ello los presidios habían terminado su función. La línea se adelantó hacia el norte y los soldados españoles siguieron cumpliendo su cometido de guardianes de los límites del Imperio. A lo largo de los años, el avance español continuo y la línea fue ascendiendo, dejando siempre tras de sí unas tierras habitables y seguras y manteniendo enfrente el vacío salvaje de las grandes llanuras, nunca exploradas por el hombre blanco.
En el siglo XVIII la situación de España en el complejo juego de estrategia europeo había cambiado radicalmente, pero para los hombres de la frontera todo seguía igual. En aquellos días la línea de presidios había llegado a lo que es hoy suelo estadounidense, extendiéndose a lo largo de miles de kilómetros de inhóspitas sierras y desiertos desde California hasta Tejas. Allí donde terminaba el Imperio Español y, por ende, la civilización, solo unos pocos se atrevían a establecerse. Los que lo hacían tenían que vivir en una lucha constante contra la dureza de la tierra y el clima, la enfermedad, el hambre y las incursiones de los indios hostiles. En un imperio que se extendía por todas las Americas, parte de Europa, el norte de África y algunas islas en Asia, los colonos tenían las más de las veces, que arreglárselas solos. Como siempre, los primeros fueron los incansables misioneros, la avanzadilla de la colonización española, y tras ellos llegaron los soldados. Pronto aparecieron en las estepas las siluetas de pequeñas misiones y presidios de adobe. Algunos colonos a los que su búsqueda de un futuro prometedor había conducido a aquel remoto lugar levantaron los primeros pueblos. No obstante, entre un asentamiento español y otro podía haber cientos de kilómetros de desierto.
Los escasos soldados españoles eran la única representación de la autoridad en mitad de la nada, encargados de proteger un terreno enorme y prácticamente inexplorado. Para desempeñar esta misión, se creo una unidad especial del ejército español: los dragones de cuera. Como los dragones que servían en las guerras de Europa, eran soldados de caballería con capacidad para desmontar y luchar como infantes, pero ahí acababan las similitudes. Usaban unos chalecos largos hechos de siete capas de piel que ofrecían una protección maravillosa contra las primitivas armas de los indios, las llamadas cueras de las que toman su nombre. En cuanto su armamento, estaba diseñado especialmente para el tipo de guerra en el que luchaban. Frente a las colosales batallas de formaciones cerradas propias de la época, en la frontera norte de Nueva España los dragones de cuera se enfrentaban a pequeñas escaramuzas con partidas de indios en las que primaba la velocidad y la versatilidad. Por ello portaban un equipo multiusos: espada, escopeta, dos pistolas, lanza de caballería y un pequeño escudo (las típicamente españolas adargas ovaladas o rodelas circulares), además de tener cada uno a su disposición seis caballos y una mula. Los dragones de cuera eran, pues, tropas altamente especializadas y es que su escaso número les obligaba a cumplir las funciones de al menos tres soldados normales. La guarnición de cada presidio se componía de una compañía, es decir un capitán, un teniente, un alférez, un sargento, dos cabos, un capellán y cuarenta soldados, a los que se asignaba una decena de rastreadores indios de las tribus aliadas. En la mayoría de los casos esta reducida unidad tenía que actuar de forma independiente cubriendo terrenos de cientos de kilómetros. En 1780 se alcanzó el máximo de solados españoles en activo destacados en la frontera, contabilizándose 1.495 dragones, pero durante la mayor parte de la historia del virreinato apenas alcanzaron los 600 de una costa a la otra del continente. En casos de amenazas especiales es cierto que el virrey podía enviar tropas de refuerzo y a menudo en las poblaciones más importantes, como Santa Fe, se acantonaban unidades de infantería, pero generalmente estas se reservaban para campañas y el peso de la guerra día a día en la frontera recaía sobre las compañías presidiales de dragones de cuera.

En 1771 se estableció definitivamente una línea de 13 presidios desde Altar, en Sonora, hasta Espíritu Santo, en Tejas. Al norte de esta línea quedaban dos puntas de lanza en mitad del territorio salvaje: Santa Fe, en Nuevo Méjico, y San Antonio de Béjar, en Tejas. El mantenimiento de la frontera con tan escasos efectivos fue posible gracias a la colaboración de los nativos. Los españoles eran una minoría representada principalmente por los soldados, los misioneros y los cargos administrativos, aparte de un pequeño número de colonos establecidos en ranchos o diseminados por las poblaciones, mientras la mayoría de la población la componían los indios amigos. En tiempos de guerra se reclutaban unidades auxiliares de entre las tribus, aparte de los exploradores que servían permanentemente en el ejército. Hasta finales del siglo XVII la convivencia fue difícil, salpicada de conflictos e incluso grandes revueltas como la de los indios pueblo en 1680, pero a partir del siglo XVIII la mayoría de las tribus que habitaban en los dominios españoles se sometieron sin problemas. Este cambio de actitud se debió al surgimiento de una nueva amenaza tanto para unos como para otros. Muchas tribus de nómadas de las grandes llanuras del norte emigraron hacia regiones más meridionales, empujados en parte por la colonización británica y francesa de la costa este. Estos pueblos se convirtieron en incursores dedicados a saquear los poblados de las tribus del sur. Ante estos temibles enemigos, los indios del virreinato aceptaron la dominación a cambio de la protección del ejército español.

Los comanches y los españoles

De entre todas las tribus que llegaron del norte sembrando el caos en la frontera del virreinato los más numerosos, feroces y temidos eran los comanches. Originarios del oeste de las Montañas Rocosas, los comanches abandonaron este territorio en busca de caza más abundante y cruzaron las sierras hasta llegar a las grandes llanuras en el siglo XV. Allí se establecieron como pueblo nómada que vivía de la caza del bisonte, en grupos pequeños y muy dispersos de base familiar. Desde el primer momento el rasgo característico de los comanches fue su agresividad y su espíritu guerrero. Durante su migración lucharon contra cuantas tribus encontraron en su camino y ya asentados en las llanuras se dedicaron a saquear las tierras de sus vecinos. Hasta tal punto es así que si bien ellos se llamaban a sí mismos Numunuu -las personas-, los indios utes les llamaron kohmahts -los que nos atacan-, de donde deriva el nombre español comanches.  El historiador y militar español Pedro Pino decía en 1812:
“Ninguna de las demás naciones se atreve a medir sus fuerzas con la comanche; aun aliados han sido vencidos repetidas veces; [el comanche] no admite cuartel ni lo da a los vencidos.”

Los comanches atacaban en partidas, generalmente de número reducido, y usaban la lanza y, sobre todo, el arco, con el que eran maestros. Pocos pueblos se aprovecharon tan bien de la introducción de los caballos en América por parte de los españoles como los comanches. En apenas un siglo toda su cultura giraba alrededor de este animal. Criaban ponis pequeños y ligeros y los usaban para cazar, para desplazarse y, por supuesto, para atacar. Los españoles los consideraban los mejores jinetes de las grandes llanuras.

A principios del siglo XVIII, los comanches emprendieron una nueva migración más hacia el sur. Los motivos solo pueden suponerse; tal vez buscasen los tan imprescindibles caballos que los españoles tenían en gran número, tal vez las otras tribus les expulsaron hartas de sus saqueos y es probable que el empuje de la colonización británica y francesa en la costa este jugase también un papel importante. El caso es que los comanches avanzaron hacia el sur, guerreando con las tribus que hallaban, entre ellas los apaches, con los que mantuvieron un brutal conflicto que terminó en la casi aniquilación de los apaches en la batalla del Gran Cerro del Fiero y la huida de los supervivientes hacia tierras españolas. Expulsados sus antiguos dueños, los comanches ocuparon una enorme región baldía que ocupaba el actual estado de Oklahoma,  el este de Nuevo México, el sudeste de Colorado y Kansas y el este de Tejas. Este territorio fue llamado por los españoles la Comanchería, una inmensa extensión de tierra casi deshabitada, justo frente a la línea de presidios española, que todas las demás tribus rehuían.

El primer contacto de los comanches con los europeos del que se tiene noticia ocurrió en 1716, en la provincia española de Nuevo Méjico (actual estado de Nuevo Méjico). Aprovechando que el gobernador Martínez estaba en el oeste luchando contra los moquis, atacaron Taos, el pueblo español más al norte y último puesto civilizado antes de las tierras salvajes. Pese al factor sorpresa, fueron derrotados por el capitán Serna, que capturó a varios de ellos, junto con algunos indios utes que habían ayudado a los comanches. Desde ese momento, las incursiones contra los pueblos aliados, los ranchos de colonos o incluso poblaciones españolas se sucedieron una tras otra con la crueldad inconfundible de los comanches, que pronto fueron considerados la principal amenaza por parte de las autoridades españolas. Generalmente los ataques eran de poca entidad, pero casi siempre incluían algún asesinato y, lo que es más, el rapto de mujeres que daría pie a John Ford para su obra maestra Centauros del Desierto. En estos casos, lo habitual era que desde el presidio más cercano un cabo saliese a golpe tendido con una decena de dragones de cuera en pos de los indios, persiguiéndoles hasta su propio territorio para darles caza. Estas persecuciones fueron innumerables a lo largo de las guerras contra los comanches y tenían como objetivo demostrar que toda incursión en el virreinato implicaba irremediablemente un castigo; al principio los españoles solían capturar a los indios, pero conforme se recrudeció el conflicto se optó por emplear métodos más disuasivos y los dragones de cuera no cejaban hasta dar muerte a la partida y volver con sus cabelleras.

A partir de 1745 los ataques aumentaron en intensidad y frecuencia y los comanches venían ahora equipados con armas de fuego que los comerciantes franceses les vendían a cambio de caballos españoles. Taos, Galisteo, Pecos y otros pequeños asentamientos alejados sufrieron repetidos ataques mientras el odio hacia los comanches se iba arraigando más y más entre los españoles y sus aliados indios. Varias expediciones partieron desde Nuevo Méjico a las órdenes de sucesivos gobernadores internándose en la Comanchería para escarmentar a los “bárbaros impíos”, pero la mayoría era incapaces de dar alcance a los comanches en la inmensidad de ese territorio que ellos conocían tan bien. En 1748, el gobernador Codallos, con 500 soldados y algunos auxiliares indios, sorprendió a una gran partida en Abiquiú y mató a 107 comanches, capturando a otros 206. Pensando que con esta victoria había doblegado a los belicosos salvajes, inició negociaciones con ellos y les invitó a asistir anualmente a la feria de Taos. Una junta convocada en Santa Fe por el virrey decidió estimular el comercio con los comanches en dicha población, pensando que así podrían ser convertidos por los misioneros. Los comanches no entendieron del mismo modo la idea y si bien participaron activamente en la feria vendiendo pieles y carne, no dejaron por ello de atacar a los españoles. El resultado fue que en diciembre de 1760 una reducida fuerza militar a las órdenes del gobernador Urrisola  les prohibió el paso a la feria y tras una escalada de tensión se desencadenó un brutal combate que dejó a 400 comanches sobre el terreno. Quedaba claro que negociar con los comanches era inútil.

Las escaramuzas, incursiones y persecuciones se sucedieron hasta el año 1777. A Santa Fe empezaron a llegar informes sobre un líder comanche al que llamaban Cuerno Verde por la cornamenta de búfalo que utilizaba como tocado. Había logrado reunir en torno a si una de partida de leales de considerable número y gozaba de una enorme influencia entre los comanches por su fama de guerrero bravo. Su nombre auténtico era Tabivo Naritgant -Hombre Peligroso- y era hijo de otro jefe también llamado Cuerno Verde al que habían matado los españoles en el ataque comanche a Ojo Caliente en 1768. Odiaba a los españoles y dirigió una serie de ataques que, incluso entre los comanches, llamaban la atención por su audacia y crueldad. Ese año el pequeño pueblo de Tomé fue atacado por los comanches y cuando, tras oír los rumores, el sacerdote de Alburquerque se acercó al pueblo descubrió horrorizado que los indios habían matado hasta al último hombre. Este brutal ataque, el más sangriento de todos los que hay registrados, tuvo una respuesta inmediata por parte de los españoles. A las órdenes del veterano militar don Carlos Fernández, un contingente español de tropas presidiales alcanzó una gran partida de comanches a las órdenes de Cuerno Verde cerca de la localidad de Antón Chico y con las primeras luces del día atacó el campamento. El combate se prolongó todo el día y al atardecer don Carlos había hecho cientos de prisioneros y acabado con otros tantos comanches, pero Cuerno Verde y muchos de sus guerreros lograron escapar. El resultado fue desastroso para la nación comanche, pero la reputación de Cuerno Verde entre los suyos no se vio perjudicada, sino todo lo contrario. Había combatido con un valor casi suicida y había plantado cara a los soldados españoles cuando lo normal entre los comanches era evitar la lucha con los militares. El jefe incluso aprovechó la derrota para inflamar a se gente con deseos de venganza y como los comanches eran un pueblo tenaz y altivo pronto se le unieron varias partidas de jóvenes guerreros dispuestos a hacer pagar a los españoles su victoria.

Pese a las sucesivas derrotas, los comanches parecían siempre dispuestos a volver y el virrey de Nueva España decidió atajar de una vez el problema de la frontera norte. Hacía falta dar un golpe a los salvajes del que ni ellos pudiesen recuperarse. Afortunadamente, tenía al hombre adecuado.

Juan Bautista de Anza y la caza de Cuerno Verde

En 1736, en la población de Fronteras, provincia de Sonora (que englobaba las actuales Sonora, en Méjico, y Arizona, en Estados Unidos) nació Juan Bautista de Anza. Por rama paterna tenía ascendencia vasca, de Guipúzcoa, y su familia materna era de militares asentados hacía varias generaciones en América. Tanto su padre como su abuelo eran oficiales del ejército español destacado en el norte de Nueva España. Con solo cinco años quedo huérfano de padre por una emboscada de los apaches. Como no podía ser de otra forma, el joven se alistó en cuanto tuvo edad en los dragones de cuera y en 1754 fue nombrado cadete de la caballería presidial. Ascendió a teniente dos años después y en 1759 fue nombrado capitán del presidio de San Ignacio de Tubac (actual Arizona). El 24 de junio de 1761 se casó con Ana María Pérez Serrano en Arizpe, Sonora. Por aquel entonces ya era un reconocido oficial con experiencia en la guerra fronteriza, pero sería entre 1766 y 1773 cuando alcanzaría renombre en las campañas contra los apaches y los indios seris, en las cuales también consiguió ser herido cuatro veces. Pacificada Sonora y con una reputación labrada, Anza decidió cumplir el sueño que su padre no había podido realizar: encontrar una ruta que  permitiese la colonización de la costa oeste de Norteamérica. En las últimas décadas los españoles habían hecho esfuerzos por hacer efectiva sus soberanía sobre las tierras comprendidas entre el sur de California y Alaska sin mucho éxito. Apenas un puñado de misiones y presidios vigilaban aquel extenso territorio y solo podían comunicarse por mar pues no había rutas ni mapas sobre el agreste y peligroso interior. Además, se rumoreaba que los rusos estaban asentándose en Alaska e incluso más al sur y que los piratas ingleses tenían puertos en la costa inexplorada. El gobernador dio permiso a Anza para recorrer la costa oeste subiendo desde California para asegurar el dominio español de la zona. Tras un primer viaje de exploración, el militar dirigió a más de 300 colonos en una famosa expedición que consiguió establecer relaciones con las tribus nativas, cartografiar y crear rutas seguras y comunicar por tierra los emplazamientos avanzados españoles. Anza llegó hasta la Bahía de San Francisco y fundó una misión, núcleo de la ciudad actual.

A su vuelta de la exitosa expedición, el virrey recompensó a Anza con el comprometido puesto de gobernador de Nuevo Méjico. A finales de 1778 llegó a la capital de su nueva provincia, Santa Fe, con instrucciones precisas: debía acabar con la amenaza comanche. Para satisfacción de todos los sufridos oficiales de las guarniciones de Nuevo Méjico, el nuevo gobernador era un militar de frontera con las ideas claras y apenas llegó les anunció que su intención era perseguir a Cuerno Verde y que no se dedicaría a otros asuntos hasta verle colgado frente al Palacio de los Gobernadores. Los mensajeros partieron a todos los presidios para que redujesen su guarnición al mínimo y se uniesen al gobernador con cuantos efectivos pudieran.

Anza salió de Santa Fe a las tres de la tarde del 15 de agosto de 1779 y al día siguiente se le unieron las tropas de los presidios e indios aliados en el bosque de San Juan de los Caballeros, donde se pasó revista y se pertrechó a los indios. El contingente contaba 600 hombres, de los cuales 150 eran tres compañías dragones de cuera y el resto una amalgama de milicias, auxiliares nativos e infantería de la guarnición de Santa Fe. En cuanto a sus subalternos, eran un grupo de soldados experimentados y de confianza entre los que conocemos a don Carlos Fernández, que ya había derrotado a Cuerno Verde, y  el alférez don José de la Peña.  Unos días después aparecieron doscientos apaches y utes encabezados por cuatro de sus jefes que pidieron unirse a la expedición contra los odiados comanches, cosa que Anza, aunque con desconfianza, les concedió. Así los efectivos del gobernador aumentaron a 800, un número muy elevado para los estándares de la guerra fronteriza. Demasiado elevado, por cuanto que los comanches nunca se enfrentarían a un contingente militar tan numeroso.

Anza sabía que la única forma de conseguir forzar el combate con Cuerno Verde era cogerle desprevenido. No quería engrosar la larga lista de gobernadores que habían paseado sus tropas durante días por la Comanchería sin ver un solo comanche. Las expediciones se había realizado hasta entonces avanzo hasta Taos y penetrando en territorio comanche por el Paso del Ratón, pero los indios ya conocían esta ruta y tenía destacados vigías que avisaban de cualquier movimiento de tropas para que las partidas se dispersasen por la inmensidad de las llanuras. Anza, sin embargo, dirigió a su expedición por una ruta nunca antes recorrida con la esperanza de sorprender a los comanches. Su idea era nada menos que bordear su territorio por el oeste, avanzando por tierras de los utes, y penetrar en la Comanchería por el norte, el último punto del que esperarían un ataque español. La marcha fue dura, sometida a los rigores de un clima que ya quemaba las planicies desiertas con el Sol estival, ya golpeaba con viento y nieve a los expedicionarios en los pasos de montaña. El gobernador no había olvidado sus tiempos como cadete en lo dragones de cuera y honró a esta unidad con todo el peso de la campaña; los jinetes, con los cascos de sus monturas forradas para no hacer ruido, avanzaron por delante de la columna en parejas de rastreadores, buscando el menor rastro de los comanches y avisando de las mejores rutas.

Durante una semana la expedición avanzó a terreno descubierto por valle que llamaron y aun se llama de San Luis. Para evitar ser descubiertos viajaban de noche y acampaban de día, golpeados durante la travesía por un frío impropio de la época del año que no pudieron mitigar con hogueras por miedo a delatarse. Tras cruzar el río Arkansas llegaron a la boscosa y abrupta Sierra de Almagre (actual estado de Colorado), desde cuyos picos se dominaba una gran planicie en la que solían acampar partidas de comanches, por lo que Anza montó el campamento y destacó patrullas de dragones para que vigilasen desde las alturas atentos a cualquier señal del enemigo.

A las diez  y media de la mañana del día 31, una de las patrullas con su cabo notificó al gobernador de que se divisaba la humareda de un grupo de jinetes hacia el este del campamento español. Anza ordenó al cabo acercarse a la estribación oriental de la sierra y traer más información, mientras las demás tropas se preparaban para atacar. Al rato volvió la patrulla e informó que el grupo se dirigía a un campamento de más ciento veinte tiendas. Comanches y españoles habían acampado a pocos kilómetros unos de otros sin advertirlo hasta entonces. El cabo de dragones avisó al gobernador de que algunos indios estaban vigilando las cercanías del campamento y que era cuestión de tiempo que descubriesen las huellas de su patrulla. Anza organizó el ataque antes de que pudiesen darse a la fuga, pero en tanto que se alejaba el tren de bagajes y la caballada y se dividía el contingente en dos alas y un centro para envolver al enemigo, los comanches avistaron a los españoles y empezaron a levantar el campamento a toda prisa. Sin tiempo para más, la caballería española cargó ladera abajó y hombres mujeres y niños se dieron a la fuga abandonando sus tiendas y pertenencias. Los dragones dieron alcance a los más rezagados y se libró un combate a la carrera a lo largo de casi cinco kilómetros en el que abatieron a dieciocho guerreros y capturaron a 34 mujeres y niños.

Tras este pequeño triunfo los españoles abrevaron a sus caballos en el río en el que habían acampado los comanches y que llamaron Sacramento. Durante toda la tarde, Anza interrogó a las mujeres capturadas sin éxito, hasta que las dos últimas contaron que Cuerno Verde había salido hacia Taos hacía algunos días con intención de atacar el pueblo y que había ordenado a todas las partidas de comanches reunirse con él tras la incursión para penetrar en territorio español, motivo por el cual ellos estaban allí. Cuerno Verde les llevaba ya mucha ventaja y era imposible detenerle antes de que atacase Taos, pero Anza decidió ir tras él para atacarle cuando regresase a sus tierras. Sin más dilación ordenó partir rumbo sur.

La Batalla de Cuerno Verde

Dos días después volvieron a cruzar el Arkansas y mientras se acampaba en la orilla la mayoría de los auxiliares utes abandonaron la expedición sin aviso no motivo, probablemente por considerarse demasiado lejos de su tierra y demasiado próximos a Cuerno Verde. Cuando se iba a reanudar la marcha se presentó una de las avanzadas, que había avistado a la partida de Cuerno Verde dirigiéndose hacia ellos sin saber de su presencia. Anza ocultó a todos sus hombres, caballos y carros y se dispuso a emboscar a los comanches y obligarles a luchar. En efecto, al rato apareció la partida, formada por varios centenares de comanches y que viajaba dispersada por creerse en terreno seguro. Avanzaban al pie de unas colinas boscosas y les separaba de los españoles una zanja de cierta profundidad. Cuando estuvieron a tiro, los españoles abrieron fuego y la caballería cargó lanza en ristre dirigida por el propio gobernador. Los indios se dieron a la fuga hacia las lomas y los españoles tan solo pudieron acabar con ocho de ellos, pues la zanja les obligó a desmonta y pasarla de uno en uno mientras los comanches se perdían entre los árboles. La noche sorprendió a los contendientes y Anza, tras inspeccionar la zanja con algunos dragones, decidió resguardar en ella a todo el contingente. Los guías indios le recomendaron replegarse con la oscuridad como cobertura, pero el gobernador no tenía ninguna intención de dejar escapar a su ansiada presa y menos aun de emprender una retirada de noche con cientos de comanches a escasos metros. La lluvia hizo su aparición y los españoles se envolvieron gruñendo en sus capotes y trataron de dormir un poco sin saber que les esperaría al día siguiente.

Con las primeras luces del 3 de septiembre de 1779 los oficiales despertaron a sus hombres. No había ni rastro de Cuerno Verde y Anza empezó a temerse que los indios hubiesen escapado durante la noche pese a la vigilancia de las patrullas de dragones. Como no ocurría nada y la zanja era posición incómoda, Anza ordenó ponerse en marcha a la columna considerablemente decepcionado. Justo cuando los primeros españoles empezaron a salir, un pequeño grupo de comanches surgió del bosque con la incomprensible intención de resguardarse en la zanja tan pronto como la abandonasen los soldados. Pronto se les unieron más guerreros hasta número de 50, por lo que Anza ordenó a la sección de retaguardia que tomase la delantera con los carros y los caballos y saliese a terreno despejado, mientras él se quedaba con las secciones de vanguardia y centro para ocupar unas elevaciones y, si era posible, presentar combate. Ya estaba llegando a estas posiciones cuando ocurrió el hecho determinante para la campaña. El mismo Juan Bautista de Anza lo describe así en el diario de la expedición:

“Al entrar a ellos [los soldados españoles], yá los enemigos pasaban de 40 y se acercaban casi á tiro de fusil haciendo fuego con los suyos con cuyo motivo fue conocido por sus insignias y divisas el famoso Cuerno Verde quien con espíritu orgulloso y superior a todos los suyos los gritaba, y se adelantaba escaramuzando con mucho ardor su caballo.”

Cuerno Verde, como si quisiese hacer honor su fama de audaz y bravo incluso a costa del más elemental sentido común, se lanzó con sus escasos hombres a entablar combate contra una fuerza que le superaba en cuatro a uno mientras disparaba su fusil sin cesar de insultar a los españoles y alentar a los suyos. Anza agradeció que el enemigo se le entregase de forma tan considerada y corrió a aprovechar la oportunidad: si caía el jefe, el golpe moral sería mucho más efectivo que todas las bajas que pudiese causarles. Ordenó avanzar a doscientos hombres hacia él para entretenerle y mandó al cuerpo de retaguardia, que ya había salido al llano, que rodease por detrás al caudillo comanche y sus seguidores y los empujara contra la zanja. Desde las lomas, cuerpo a tierra, los españoles abrieron un fuego cruzado sobre los indios pero Cuerno Verde, impávido a las balas, prohibía a sus seguidores la retirada. La trampa estaba a punto de cerrarse y Anza decidió dar el toque final para que su rival se metiese de lleno en ella: los auxiliares apaches fingieron huir despavoridos, abriendo un hueco en formación española. La táctica de la huida fingida del centro para cerrar las alas en torno al enemigo era tan vieja como la guerra misma y los españoles habían tomado buena nota del magistral uso que le dieron los moros en la Reconquista. El caudillo comanche espoleó a los suyos para lanzarse a la brecha, pero justo en ese momento se percató de que la retaguardia de Anza estaba a punto de cortarle la huida y comprendió por fin la estratagema del español. Entonces sí, ordenó replegarse a sus bravos. Demasiado tarde. Los comanches, entre un torrente de balas, trataron de escapar del cepo. Muchos fueron derribados pero los españoles dejaron escapar a la mayoría; al gobernador solo le interesaba Cuerno Verde. Todos los efectivos se cerraron sobre el jefe comanche y su séquito. Sin escapatoria posible, Cuerno Verde y los suyos se metieron en la zanja, echaron pie a tierra y, parapetándose tras los caballos, ofrecieron una última resistencia. Cuerno Verde disparaba su rifle y mientras otro se lo recargaba mantenía a los enemigos a raya con la lanza. Con él se defendieron su hijo primogénito, su pujacante -hechicero-, otros cuatro jefes tribales y diez guerreros de su escolta. Cubiertos desde las alturas por sus compañeros, los dragones de cuera blandieron sus espadas y se lanzaron sobre el reducto. En apenas unos minutos de sangriento combate, todos los comanches habían muerto.

Los hombres de Anza celebraron con gritos de júbilo la muerte del enemigo más odiado de toda la frontera del norte. En aquel reducto yacían los cadáveres de aquellos que habían liderado las expediciones más crueles y despiadadas contra Nuevo Méjico. En su diario, Anza dejo constancia de la valentía de Cuerno Verde y escribió:
“Su muerte aseguran todos los nuestros será bien llorada de sentimiento [entre los comanches], pero creo no excederá á lo que de placer lo han hecho nuestras gentes…”

El día 7 de septiembre la expedición llegó a Taos lo que indicaba que por fin habían vuelto a suelo español después de tres semanas en la Comanchería. La población había sido atacada hacía unos días por Cuerno Verde, tal como informaron las prisioneras a Anza, pero para alivio de los españoles la encontraron intacta y fueron recibidos con alegría por el alcalde y los habitantes, que habían resistido durante dos días el asedio de los comanches. Los colonos no cupieron en sí de gozo cuando supieron que el mismo que les había puesto bajo sitio hacía unos días yacía ahora en el fondo de una zanja en medio de la Comanchería. Desde Taos la expedición volvió a Santa Fe el viernes 10 de septiembre de 1779.

Después de la Batalla de Cuerno Verde

La enorme importancia de la victoria de Juan Bautista de Anza se reveló con el tiempo. Los ataques comanches casi desaparecieron, reducidos a irrisorios robos en los pueblos más alejados. Las distintas tribus se enzarzaron en disputas entre sí y ya no volvería a surgir un líder carismático como Cuerno Verde. No obstante, Anza solo había cumplido la mitad de la misión que le encargó el virrey: había castigado a los comanches y acabado con la amenaza de Cuerno Verde, pero todavía quedaba lograr la paz en la región. Sabía que su victoria no valdría más que todas las que la habían precedido si no aprovechaba la debilidad de los comanches para asegurar la estabilidad en Nuevo Méjico. Presionó a los notables comanches para que firmasen tratados con España mezclando la actitud reconciliadora con la constante amenaza de dar un nuevo golpe de autoridad. Los ancianos jefes no tenían el ardor guerrero de Cuerno Verde ni querían acabar como él y, pese a grandes disputas con los sectores más belicosos, fueron paulatinamente aviniéndose a una relación de colaboración tutelada con el reino de España. En 1786 el jefe Ecueracapa, el más importante de la nación comanche muerto Cuerno Verde, firmó la paz con los españoles y sus aliados utes. Desde entonces y durante los 35 años que permanecerían aquellas tierras bajo dominio español, los comanches solo volvieron a pisarlas para comerciar en las ferias locales.

El tocado de búfalo de Cuerno Verde fue recogido por los soldados de Anza y enviado al rey Carlos III, el cual lo regaló al Papa. Actualmente forma parte de la colección de los Museos Vaticanos.

Juan Bautista de Anza es recordado en el suroeste de Estados Unidos y norte de Méjico como uno de los hombres que ayudó a llevar la civilización a aquellas tierras perdidas en un confín del mundo. Sus estatuas en San Francisco o Hermosillo (Sonora) han inmortalizado a lomos de su caballo y en actitud altanera a este militar y explorador que jamás pisó España pero dedicó su vida a ella. Es uno de los muchos hombres reales, por más que sus vidas parezcan de ficción, que crearon esa historia de cuando el Oeste era español.

Remitido por J.A. de la Fuente
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LA BATALLA DEL CUERNO VERDE.- CUANDO EL OESTE ERA ESPAÑOL.

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17/8/13

DUOS HABET ET BENE PENDENTES




Duos habet et bene pendentes (en latín ‘tiene dos y cuelgan bien’), o abreviado Testiculos habet, o, solo, Habet, es un supuesto proceso en la elección del Papa en el que se comprobaba si el elegido tenía atributos masculinos, tras lo cual se decía la frase.



El mito sobre el ritual se creó en relación a una famosa leyenda medieval, el caso de la Papisa Juana. Numerosas obras, tanto eruditas como literarias, habían recogido dicha fábula, en la que supuestamente una mujer se hizo pasar por hombre y pudo ocupar el papado a mediados del siglo IX, durante unos dos años, hasta que en plena procesión desde San Pedro a San Juan de Letrán dio a luz un niño y su engaño se descubrió. Así, a partir de entonces se decía que el candidato a Papa debía ser sometido a un control para verificar su sexo. Para ello, presuntamente se sentaría en una silla especial, la sedia stercoraria, con un agujero en el medio por la que se deslizaban los genitales y un joven diácono comprobaría su virilidad. Las versiones cambian sobre si la comprobación era solo visual o mediante el tacto, o si el ejecutante era un diácono o un joven cardenal. Una vez comprobado y enunciada la frase, los asistentes a la ceremonia responderían Deo Gratias (‘Gracias a Dios’).


El Papa Adriano VI aboliría la costumbre en el siglo XVI.[cita requerida] Sin embargo se conservan las ilustraciones de Lawrence Banka que muestran la prueba de masculinidad de Inocencio X, Papa entre 1644 y 1655.

En el Museo Vaticano se conserva la famosa sedia stercoraria (= silla especial ad hoc), expuesta a los visitantes.

Remitido por Enrique Tre.
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DUOS HABET ET BENE PENDENTES

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  3. Duos habet et bene pendentes”: tiene dos y cuelgan bien

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