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28/4/08

Godoy, el rufián coronado

Godoy, el rufián coronado

Por Fernando Díaz Villanueva

Goya: LA FAMILIA DE CARLOS IV (detalle).
A la muerte de Carlos III el fecundo tronco borbónico se secó sin remedio. Su hijo y sucesor no heredó ninguna de sus virtudes, y sí, en cambio, alguno de sus peores defectos. Caprichos de la genética. Era grandullón, alelado y sosainas. No hay más que mirarle fijamente a la cara en cualquiera de los muchos retratos que Goya le dedicó para percatarse de que Carlos el Cuarto era tonto de capirote.
Cabecita de ajo, mirada bovina, panza agradecida y boca minúscula. Carecía de la formación más elemental para hacerse cargo de la Corona. A cambio, era un excelente carpintero, un obsesivo coleccionista de relojes y un mediocre violinista, que atormentaba a sus sirvientes desafinando a placer. Cualidades encomiables pero poco útiles para regir los destinos de la que aún era una de las monarquías más poderosas de la Tierra.
Cuando le llegó el momento de elegir esposa le mostraron, tal y como se llevaba entonces, varios retratos de otras tantas princesas casaderas. Como no se podía decidir lo delegó en su padre, a quien la cosa ni le iba ni le venía. Al final fue su abuela, Isabel de Farnesio, quien designó a la siguiente reina de España. La elegida era una parmesana vivaracha, altiva, mandona y fea. Todo, menos lo primero, se agravaría con la edad. Al llegar a España se acomodó todo lo bien que pudo a su condición de princesa de Asturias, y esperó pacientemente, durante veinte largos años, el momento de ascender al trono.
En diciembre de 1788 murió Carlos III. Tres meses antes había ocurrido algo inesperado. Los príncipes de Asturias, ya metidos en años y dedicados a la holganza, viajaban de Segovia a La Granja. En el camino, a uno de sus guardias el caballo le hizo una cabriola y dio con sus huesos en el suelo. La princesa Maria Luisa, que lo había visto desde la ventanilla de su carroza, descendió alarmada para interesarse por la salud del jinete. Le vio entonces levantarse intacto, con una amplia sonrisa y radiando galantería. El accidentado se llamaba Manuel Godoy, un hidalgo extremeño de unos veinte años que servía en la Guardia de Corps.
La afición de la reina por los guardias jóvenes y apuestos era la comidilla de la Corte. De hecho, se decía que alguno había pasado ya por su lecho mientras el rey se encontraba de cacería, afición que practicaba a diario (entre él y su padre esquilmaron de caza mayor los montes cercanos a Madrid). El flechazo con Godoy fue inmediato. Al poco fue promovido dentro de la Guardia, y en apenas un año ya era caballero de la Orden de Santiago y titular de una encomienda que le reportaba jugosas rentas.
Godoy, retratado por Goya.Tenía 23 años, y era sólo el principio. A los 24 fue nombrado mariscal de campo, gentilhombre de cámara y teniente general. A los 25 le llegó el ducado de Alcudia, la grandeza de España y el Toisón de Oro. A los 26, la capitanía general de los Ejércitos, otro ducado, un marquesado y un señorío.
A los honores le siguieron enormes riquezas. De ganar 210 reales mensuales como guardia en 1788 pasó, cinco años después, a percibir 803.000 reales y a tener un patrimonio de difícil cuantía: palacios, fincas y obras de arte, que le fueron incautadas cuando su estrella se apagó, en 1808. El pueblo aprendió a odiarle a conciencia. Aquí, la envidia es el deporte nacional, y no es cosa de ahora.
En la Corte de Madrid, entre tanto, cundía el desasosiego. El rey no resolvía y la reina, verdadera dueña de la Corona, no sabía que hacer. En Francia había estallado la revolución. Los reyes, asustadizos e incapaces, dejaron de confiar en los ministros que les había legado Carlos III. Floridablanca y el conde de Aranda cayeron en desgracia. Su hueco vendría a ocuparlo el joven y afortunado guardia. Los monarcas europeos sellaron una alianza para frenar a los revoltosos franceses. Godoy, ya convertido en valido omnipotente, creyó llegado el momento de regalar a la reina, su amante y protectora, una gesta militar que justificase los favores recibidos.
Concentró tropas en Cataluña, para que penetrasen en el Rosellón y diesen su merecido a los jacobinos, que acababan de cortar el gaznate al primo del rey. De ahí no pasaron. El general Ricardos murió en Perpiñán, mientras el ejército de la Convención invadía Guipúzcoa, Álava y La Rioja. Como no era cosa de dejar que los franceses avanzasen más y se hiciesen con Madrid rematando el ridículo, Godoy pidió la paz, traicionando a sus aliados.
El apaño se celebró en Basilea. Los franceses se mantendrían al otro lado del Bidasoa, pero a cambio de tal merced el rey Carlos les compensaba con la mitad de La Española, actual Santo Domingo, razón por la cual hoy en Haití se habla algo parecido al francés. El cambalache sirvió como excusa para conceder a Godoy el estrafalario título de Príncipe de la Paz. Algo inaudito, porque en España, desde la Edad Media, la condición principesca sólo la ostentaba el hijo del rey.
La rendición de Basilea y su posterior epílogo, el tratado de San Ildefonso, serían letales para España; de ellos se derivarían muchos de los males que la afligieron en los años siguientes. Desde ese momento Godoy se dedicó en exclusiva a atender sus ambiciones personales, la cama de la reina y los deseos de los franceses. En ese orden.
La relación adúltera entre Maria Luisa de Parma y el advenedizo era ya tan escandalosa que el pueblo, ingenioso como de costumbre, inventaba coplas que se cantaban por ventas y tabernas. Muchas eran producto de la fértil imaginación de la buena gente del común; otras, sin embargo, nacían en el Palacio Real, en los aposentos del otro príncipe, el de Asturias. Fernando, que a pesar de su juventud era un dechado de rencor y maledicencia, odiaba a muerte al amante de su madre. Espoleado por su preceptor Juan de Escoiquiz, montó un gabinete de propaganda contra el válido y sus padres.
Fernando VII, retratado por Goya.Una vieja insolente
le elevó desde el cieno
burlándose del bueno
del esposo, que es harto complaciente
A Godoy, que se había soñado protagonista de cantares de gesta, las tonadillas populares le sentaban a cuerno quemado. Para acallar los chismorreos, y a pesar de que el valido mantenía a otra amante fija, Pepita Tudó, Maria Luisa le buscó una esposa de alcurnia, alguien que le abriese las puertas de la aristocracia, renuente a aceptar en sus filas a un vulgar palafrenero. Maria Teresa de Borbón, prima hermana del rey, que iba para monja, fue obligada a casarse con el Príncipe de la Paz. Pepita Tudó recibió un condado como premio de consolación y siguió donde estaba, dándole hijos bastardos, que acompañarían a los legítimos de la Borbón y al que le hizo a la reina. Porque Francisco de Paula, el benjamín de la Familia Real, era clavado a Godoy. Y si no, mire, mire el cuadro de Goya.
La alianza con Francia nos llevó al desastre naval del cabo de San Vicente y a los asedios de Cádiz, Puerto Rico y Tenerife, donde Nelson perdió el brazo pero no la bravura, ya que se tomó cumplida venganza ocho años después en Trafalgar, la derrota más tonta de nuestra historia.
En el interior el desgobierno no era menor. Alejandro Malaspina, un marino a la altura de James Cook pero al que tocó vivir en el país equivocado, lo veía muy negro en un informe que remitió al rey: "El erario arruinado, la Nación empobrecida y sin moral alguna, el comercio estancado, los Ejércitos y la Marina formados por gentes violentas e incapaces de obrar con autoridad". Pero el rey no reinaba, de manera que Malaspina fue detenido, acusado de conspiración y encerrado de por vida en el castillo coruñés de San Antón.
El desbarajuste le terminó costando el puesto, pero no por mucho tiempo. En Francia daba comienzo la era de Napoleón, un joven general de la edad de Godoy cuya ambición se lo comía vivo. Los planes de Napoleón eran, sin más preámbulos, conquistar Europa y poner el continente a las órdenes de París. En esto España jugaba un pequeño pero decisivo papel.
Godoy era el hombre perfecto. Napoleón no le tenía en la más mínima estima, pero el extremeño, tan sobrado de ganas como falto de talento, podía ponerle en bandeja lo que deseaba. Obligó a los reyes a avenirse a un nuevo acuerdo con Francia en San Ildefonso, por el cual España regalaba la Luisiana a Napoleón y se comprometía a declarar la guerra a Inglaterra y a Portugal. A cambio, nada. Lo de Inglaterra se despachó de muy mala manera frente a las costas de Cádiz; lo de Portugal, en una batallita a la medida de su general: un desfile militar desde Badajoz hasta la vecina Olivenza. Se la llamó la Guerra de las Naranjas porque, para anunciar la victoria, el galán envió a Madrid un ramo de naranjo dirigido a la reina.
Los portugueses pidieron la paz, que no tardó en llegar. Napoleón la necesitaba para reorganizarse y para proclamarse emperador. Hecho esto, emprendió de nuevo la guerra, su guerra. En España, Godoy se veía asediado por el pueblo, por la nobleza y por el príncipe Fernando, que conspiraba contra su padre. Una merienda de negros que terminó como terminó.
Goya: LOS FUSILAMIENTOS DEL 2 DE MAYO (detalle).El balance de su privanza no podía ser más negativo, pero aún le restaba dar el do de pecho. En el Tratado de Fontainebleau, Portugal quedaba partido en tres: una parte para los reyes de España, otra para Napoleón y la tercera para Godoy, convertido en el Príncipe de los Algarves. Para llevarlo a cabo era preciso que tropas francesas cruzasen el país. Godoy contempló complacido cómo los soldados franceses se dirigían a conquistar su pequeño principado.
Los acontecimientos se aceleraron. En marzo de 1808 el pueblo de Aranjuez asaltó el palacete del ministro. Se lo encontraron escondido en un desván, detrás de una alfombra. Le obligaron a renunciar a sus cargos. El príncipe Fernando, aprovechando el ambiente revuelto, forzó al rey a abdicar en él, cosa que el timorato monarca hizo de mil amores.
Godoy fue conducido a Villaviciosa de Odón, y de ahí a Bayona, donde se escribiría uno de los episodios más abyectos y miserables que ha perpetrado la monarquía española. Al amparo del emperador, se reunieron el padre, la madre, el hijo y el amante. Carlos IV declaró nula su abdicación de Aranjuez y reclamó la devolución de sus derechos. Se los cedió entonces a Napoleón Bonaparte, que los traspasó a su hermano José. Todo, por sendas pensiones y un castillo. Godoy, que no estaba por molestar, no dijo esta boca es mía.
Acababan de vender el reino, el envase; pero España, el contenido, no quería ser vendida. Coincidiendo con la comedia de Bayona, los madrileños se levantaron en armas contra los invasores franceses. La mecha no tardó en prender. Aunque sus monarcas hubiesen firmado el certificado de defunción, la Nación no estaba muerta. Daba comienzo la Guerra de la Independencia y España amanecía al mundo contemporáneo; a golpes, como siempre hemos hecho aquí las cosas.
Los traidores se refugiaron en Francia, mientras pudieron, bajo la protección de Napoleón. La caída del corso restituyó a Fernando la Corona como Fernando VII, el peor y más mezquino de los muchos reyes que han pasado por esta tierra. Carlos y María Luisa se exiliaron en Roma, junto a Godoy buscando el amparo del Papa. Allí morirían en enero de 1819, con doce días de diferencia. Ella antes que él. Hasta en eso fue obediente el simple de Carlos IV.
El que fuera Príncipe de la Paz, vilipendiado y objeto de las peores burlas, emigró a París, donde vivió trampeando hasta su muerte, en 1851. Su figura estaba ya tan olvidada que nadie se interesó por él, ni su esposa ni su amante, que le habían abandonado. De sus tiempos de gloria pocos se acordaban, y los que lo hacían era para mal. Siglo y medio después, ahí sigue, en una desmemoriada tumba del cementerio de Père Lachaise. Nadie ha reclamado sus restos.
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26/4/08

Así se conquistó México

Así se conquistó México

Por Fernando Díaz Villanueva

Hernán Cortés.
La empresa más asombrosa que un español ha culminado con éxito en toda la Historia es la conquista del Imperio Azteca. Apenas mil hombres, mal armados, peor abastecidos y aislados, en un país inmenso y extraño poblado por caníbales, a miles de kilómetros de España y enemistados con el gobernador de Cuba. Mil hombres comandados por Hernán Cortés.
Bernal Díaz del Castillo, cronista en primera persona de la epopeya, se preguntará años después:
"Muchas veces, ahora que soy viejo, me paro a considerar las cosas heroicas que en aquel tiempo pasamos que me parece que las veo presentes [...] porque, ¿qué hombres ha habido en el mundo que osasen entrar cuatrocientos soldados, y aún no llegábamos a ellos, en una fuerte ciudad como es México, que es mayor que Venecia, estando apartados de nuestra Castilla más de mil quinientas leguas, y prender a tan gran señor y hacer justicia de sus capitanes delante de él?".
Cabe responder a Díaz del Castillo que, exceptuando a Pizarro, ninguno. La gesta de aquel grupo de españoles es irrepetible porque su artífice, Hernán Cortés, no se limitó a conquistar un imperio por la fuerza de las armas. Eso estaba ya muy visto. Cortés, arquetipo del conquistador español, con todas sus miserias y grandezas, empleó a partes iguales, en una combinación casi perfecta, ingenio militar, diplomacia cortesana y la testarudez que nos es tan propia a los hijos de la Piel de Toro.
Hernán Cortés había nacido en Medellín, un pueblecito extremeño, en el seno una familia hidalga que llegaba justita a fin de mes. Para que progresase en la vida lo enviaron a estudiar a Salamanca. Hernán, sin embargo, era poco amigo de los libros, y al poco se marchó a Sevilla para embarcar hacia América, la tierra prometida que Colón acababa de entregar en bandeja de plata a la reina. Se estableció en Santo Domingo como encomendero, hasta que Diego Velázquez le animó a unírsele en la conquista de Cuba. Aventurero como era, el extremeño se apuntó sin dudarlo. Le cayó en suerte nueva hacienda y la alcaldía de Baracoa.
Hernán Cortés.Pero no era suficiente para el inquieto medellinense. Las expediciones que partían de Cuba para asentarse en Tierra Firme, que es como se conocía la costa del continente americano, salían escaldadas: unas no regresaban, y otras lo hacían en tan pésimo estado que el gobernador de Cuba veía peligrar su cómoda poltrona. Cortés, que todavía era joven, pensó que él era la persona indicada para la empresa. De salir bien, las ganancias podían ser sustanciosas, según lo que contaban los marineros que regresaban de la costa mexicana.
El oro vendría, además, a sanear sus deudas y a ponerle de buenas con el gobernador Velázquez, de quien se había distanciado por un asunto de faldas. Algo pendenciero, aficionado al juego y a las mujeres, había prometido matrimonio a la cuñada de Velázquez, Catalina Suárez, para luego, cobrada la presa, desdecirse como un genuino Don Juan, dejando a la novia tirada a los pies del altar, con el vestido comprado y las invitaciones del banquete enviadas. Una perla de hombre. Díaz del Castillo le retrató con precisión de cirujano asegurando que era "travieso de mujeres e que se acuchilló algunas veces con hombres esforzados e diestros".
Reclutó 600 hombres y se apresuró a partir, antes de que Velázquez le echase el guante. El 10 de febrero de 1519 comenzó la odisea. Hernán Cortés tenía entonces 34 años, y no podía siquiera sospechar la hazaña que iba a realizar ni el lugar que la Historia le reservaba. Dieron vela hacia Cozumel, una islita frente a las costas de Yucatán. Allí se encontraron con un cura español, Jerónimo de Aguilar, que había caído en manos de los indios tras el naufragio de la expedición comandada por Juan de Valdivia. A los demás náufragos –excepto al capitán Gonzalo Guerrero, que echó raíces entre la indiada– se los habían comido.
Aguilar se unió a los hombres de Cortés. Fue un regalo caído del cielo. El clérigo conocía la lengua maya, vehículo imprescindible para ir ganando aliados en la costa. Cortés, muy a diferencia de otros españoles, cuyos rescates de oro se convertían frecuentemente en degollinas gratuitas de indios, pretendía ir guardándose las espaldas por si tenía que volver atrás. La flota continuó su camino y arribó a Tabasco, donde el capitán extremeño desplegó todos sus encantos para seducir al cacique local. Lo consiguió hasta tal punto que éste le entregó veinte mujeres en señal de amistad. Una de ellas era la india Malinche, bautizada como Marina, que terminaría siendo amante de Cortés y madre de uno de sus hijos, Martín Cortés, el primer mexicano. El resto pasaron a los oficiales, que las recibieron con aullidos de satisfacción.
Malinche hablaba maya y náhuatl, la lengua de los aztecas del interior. Era la pieza que a Cortés le faltaba. Sin Malinche los españoles jamás se hubiesen entendido con los tlaxcaltecas, sus principales aliados en la guerra contra Moctezuma, y, probablemente, Cortés nunca hubiera llegado a conquistar México. Tan importante fue su papel que todavía hoy, en México, el malinchismo es sinónimo de preferir lo extranjero a lo propio, es decir, lo contrario del chovinismo, ese vicio que figura en el muestrario de "virtudes" de nuestros vecinos franceses.
Con la retaguardia pacificada y el botín de indias a buen recaudo en los lechos de sus oficiales, Cortés prosiguió camino al norte. A Tecnochtitlán, la capital del imperio, había llegado la noticia de que unos hombres barbudos de piel clara merodeaban por la costa incordiando al personal. En lugar de enviar un ejército para castigar la arrogancia de los recién llegados, el emperador se sumió en un mar de dudas. Un mito muy arraigado en la cultura azteca decía que el dios Quetzalcoalt, enojado con los hombres por su mal comportamiento, había partido años atrás, prometiendo regresar por donde nace el sol. Los mexicas vivían la religiosidad profundamente, eran supersticiosos hasta la náusea y dedicaban infinidad de sacrificios humanos a aplacar la ira de los dioses. Moctezuma, que había interpretado la llegada del hombre blanco a sus costas como el regreso de Quetzalcoalt, no sabía que hacer.
Moctezuma.Envió una embajada de buena voluntad para que se encontrase con los españoles y los colmara de regalos. Los emisarios confirmaron sus temores: eran, efectivamente, teules (dioses en náhuatl). Se trataba de hombres corpulentos, blancos y barbados, dotados de insólitos animales, sobre los que cabalgaban, y de aún más insólitos ingenios para la guerra, que daban pavor con sólo mirarlos. Cortés, ajeno al sin vivir de los aztecas pero sospechando que tanta amabilidad no venía a cuento, siguió rumbo al norte hasta recalar en Cempoala. Los totonacas de esta región estaban sometidos a Moctezuma, pero de muy mala gana, por lo que recibieron con agrado a los españoles. Cortés, astuto como siempre, hizo exhibición pública de sus cañones y de sus jinetes a galope por la playa. Para los indios no había duda: eran teules, y habían venido del otro lado del mar a ajustar cuentas con ese emperador que les freía a impuestos.
El caballo fascinaba y aterrorizaba a los indios. No existían en América animales domésticos de ese porte, tan versátiles, poderosos y letales en la guerra. Cortés, conocedor de que se encontraba solo en el fin del mundo, se afanó por conquistar la psicología de los indios, sacando el máximo provecho a la ligera pero decisiva superioridad tecnológica europea.
Mientras Cortés se dedicaba a hacer amigos, Velázquez había ordenado su captura allá donde se encontrase. El extremeño, que había cursado un par de años de Derecho en Salamanca, ingenió una ficción jurídica fundando una ciudad, Veracruz, para obtener así la independencia del gobernador. Pero su intención no era quedarse en la costa, sino internarse en el corazón del imperio y rendirlo. Para que nadie se echase a atrás, desarmó las naves que le habían llevado hasta allí y dejó a Juan de Escalante como alcalde de Veracruz.
Junto con un grupo de totonacas, emprendió el viaje hacia Tenochtitlán, flamante capital del imperio. La tropa de Cortés estaba compuesta por unos 400 españoles y 200 indios, armada de manera tan precaria que en Europa no hubiera conseguido conquistar ni un fortín de tercera mal guarnecido: 16 caballos, 13 mosquetones, 10 cañones de bronce y 4 cañones ligeros.
Antes de salir, los de Cempoala recomendaron a Cortés llegar a Tenochtitlán a través de Tlaxcala, una orgullosa ciudad mexica que desafiaba el poder del tatloani azteca. Los tlaxcaltecas, sin embargo, eran correosos e intratables. El capitán español no se arrugó: si no era por las buenas sería por las malas. Los tlaxcaltecas eran más, muchos más, y se jugaban nada menos que su independencia. Cortés perdió algunos soldados, pero no podía, ni quería, echarse atrás, porque es preferible "morir por buenos, como dicen los cantares, que vivir deshonrados". Acampó frente a la ciudad y dispuso los cañones para repeler cualquier ataque.
El cacique de Tlaxcala, Xicotenga, harto de enviar los suyos al matadero, cambió de táctica. Envió como regalo cuatro mujeres, para que las sacrificasen y se las cenasen, junto a cuarenta indios, provistos de la guarnición. Los emisarios de Xicotenga tenían el encargo secreto de dar, por la noche, tras el festín, muerte a los españoles. Malinche, que les oyó cuchichear en náhuatl, denunció sus intenciones a Cortés y éste, sin pestañear, los detuvo. Mandó a sus hombres que les amputasen las manos. Hecho esto, los envió de vuelta. Entonces Xicotenga se rindió. Los españoles no sólo habían descubierto la celada, sino que habían dejado intactas a las cuatro mujeres; es decir, no se las habían comido. Algo inexplicable para el indio. Iba a ser verdad que eran dioses.
Tlaxcala estaba a tiro de piedra de Tenochtitlán, pero Cortés prefirió dar un rodeo. Muy cerca se encontraba la ciudad de Cholula, perrunamente fiel a Moctezuma. Ocupar la plaza era enviar, con menos desgaste, un último y definitivo mensaje al emperador. Los cholultecas, advertidos del brío que desplegaban los españoles en la guerra y de lo mortífero de sus armas, abrieron las puertas a Cortés sin demasiado entusiasmo.
La Malinche.Los aztecas eran un pozo de sorpresas. Pretendían deshacerse de los hombres de Cortés con una trampa. Cavaron pozos ocultos en las calles, en cuyos fondos instalaron estacas afiladas. El plan era que, al pasar la caballería, el arma más temida, cayesen los jinetes en las fosas, desgraciando de paso sus monturas. Neutralizados los caballos, los guerreros de Cholula atacarían al resto y los harían prisioneros, para sacrificarlos en Tenochtitlán.
Malinche volvió a descubrir la encerrona. Cortés, entre la espada y la pared, vio que lo único que podía hacer era dar un escarmiento ejemplar, para persuadir a sus anfitriones de que, con él, las mandangas eran inútiles. Se reunió con sus hombres y les ordenó que batiesen la ciudad matando a todo el que estuviese al alcance de sus espadas. La escabechina fue terrible. Sólo se salvaron los jóvenes que los sacerdotes tenían encerrados y en engorde para ser devorados en espantosas ceremonias antropofágicas.
A Moctezuma no le quedaba elección: o aceptaba a los españoles o sucumbía. Cortés se dispuso a entrar en la capital y culminar su conquista. Tenochtitlán era grandiosa. Los españoles no se habían encontrado en América nada parecido, ni se lo volverían a encontrar. Estaba enclavada en una isla del lago Texcoco. Albergaba no menos de 200.000 habitantes, en una época en la que Sevilla, la ciudad más poblada de España, llegaba rabiando a los 60.000. Sólo el centro ceremonial contaba con 100.000 metros cuadrados de templos y palacios. Sus habitantes se movían por anchas avenidas y una soberbia red de canales, digna de la Venecia barroca. Pues bien, todo eso, el 8 de noviembre de 1519, un hidalgo de Medellín, trotamundos y ambicioso, lo hizo suyo.
Moctezuma recibió a Cortés acongojado. Los teules por fin estaban en Tenochtitlán, habían vuelto. Cortés se bajó ceremonioso del caballo, tomó posesión de la ciudad en nombre de Carlos I, otro emperador –que se encontraba a miles de kilómetros, ajeno a todo el cotarro–, y a Moctezuma le puso al cuello un collar de cuentas de vidrio, baratija que, curiosamente, fue más útil para conquistar América que los cañones.
Se alojaron en un palacio, el de Axayacátl, rodeados de lujos, viandas y un harén de serviciales mexicas para cada uno. El paraíso en la tierra. Por si las moscas, tomaron a Moctezuma como rehén: después de lo visto, de los aztecas no había quien se fiase.
En Cuba, Diego Velázquez, se enteró de que Cortés había fundado una ciudad a sus espaldas y se encontraba, también a sus espaldas, de conquista en tierra firme, cobrando incontables riquezas. Comisionó a Pánfilo de Narváez para que se dirigiese a México con 1.400 hombres a apresar al insubordinado. Cortés, alertado por los indios de la expedición, partió de Tenochtitlán, dejando al mando a Pedro de Alvarado. Ése podía ser el fin de su aventura, pero no se arredró: tendió una emboscada y capturó a Narváez. La hueste enviada por Velázquez, no demasiado motivada y engolosinada por las riquezas del Azteca, se unió a Cortés. Asunto resuelto.
En Tenochtitlán, Alvarado, que no tenía ni la mitad de talento que su jefe, temiendo una rebelión de los aztecas desató una matanza de aristócratas. Cortés aceleró el paso para regresar y serenar los ánimos, pero ya era tarde. El pueblo, indignado, se concentró frente al palacio, a cuyo balcón salió Moctezuma para calmar a la plebe. Al verle, Cuatemoc, sobrino del tatloani, lanzó una pedrada con tanta fuerza que le descalabró.
Tenochtitlán.Cortés ordenó la evacuación de la ciudad. En la huida, los mexicas mataron a flechazos y a palos a unos 800 españoles. Aquella noche Cortés la pasó, magullado y vencido, en compañía de los pocos que le quedaban y de la leal Malinche. Fue la Noche Triste de Hernán Cortés. Lo había perdido todo, o casi.
La voluntad del extremeño era, sin embargo, inquebrantable. Decidió contraatacar, pero esta vez para sojuzgarla de verdad, destruirla y alzar sobre sus ruinas una nueva ciudad, a la medida de sus conquistadores. Se refugió junto a su mermado ejército en Tlaxcala. Allí, durante meses mascó la venganza y trazó un plan de ataque. Asoló la comarca, haciendo marcar a fuego una G de guerra en la espalda de quienes se le oponían. Una vez estuvo madura la fruta, puso sitio a Tenochtitlán. Carecía de material de asedio, pero iba sobrado de maña. Si la ciudad se encontraba en un lago, habría que rendirla con barcos. Los mandó construir.
Valiéndose de los conocimientos de algunos soldados, armó una escuadra de bergantines y la botó en el lago. La batalla por Tenochtitlán duró más de dos meses. Fue el único combate naval de la historia librado a 400 kilómetros de la costa y a 2.200 metros de altura. Los aztecas resistieron heroicamente, hasta que les faltó el agua. Como hiciese Escipión Emiliano en Numancia quince siglos antes, Cortés cortó el suministro de agua potable. Lo que son las cosas: los celtíberos, antepasados de los españoles, que habían sufrido la conquista romana, se habían convertido ahora en los conquistadores.
A principios de agosto, Cuatemoc, el último tatloani, salió de la ciudad en una canoa, huyendo de las tropas españolas que arrasaban Tenochtitlán. El capitán García Holguín la interceptó y detuvo a sus ocupantes. Llevado ante Cortés, el emperador dijo entre lágrimas: "Ya he hecho lo que estoy obligado en defensa de mi ciudad y no puedo más. Puesto que vengo por fuerza y preso ante tu persona y poder, toma este puñal que tienes en la cintura y mátame enseguida con él". Cortés, conmovido por tanta nobleza, le dejó con vida.
El 13 de agosto de 1521 el orgulloso Imperio Azteca escribía su última página en la historia: la de su rendición. Las cenizas de un imperio vendrían a abonar las raíces de otro. México se convirtió en la posesión más preciada de la Corona, tanto que recibió el nombre de Nueva España. Durante tres largos y laboriosos siglos, lo indígena y lo español se mezclaron, alumbrando el mestizo y fascinante México actual, que con sus 106 millones de habitantes es la nación con más hispanohablantes del planeta. Nunca le han dedicado un monumento a Cortés. Ni falta que hace: México es su monumento.
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14/4/08

La batalla de los tres reyes

La batalla de los tres reyes

Por Fernando Díaz Villanueva

F. P. Van Halen: BATALLA DE LAS NAVAS DE TOLOSA (detalle).
Si existe una batalla que haya cambiado sin remedio el curso de nuestra historia, esa es la de las Navas de Tolosa. Tuvo lugar en 1212, en un descampado a los pies de Sierra Morena. Fue una batalla campal antológica, de las que gustan recrear los cineastas de Hollywood. Si no lo han hecho todavía se debe a que no se pronunció una sola palabra en inglés.
Marcó el declive del poderío musulmán en España y abrió las puertas de Andalucía, la región más extensa, poblada y próspera por aquel entonces, a las fuerzas cristianas. Después de las Navas nada sería igual en la Península. En apenas medio siglo Castilla, gran beneficiada de la lid, se erigió como potencia central, en torno a la cual terminaría tomando forma la España moderna.
La victoria final, como tantas otras veces, se guisó a fuego lento en una vergonzosa derrota. A mediados del siglo XII los cristianos se encontraban crecidos. El imperio almorávide hacía aguas por todas partes. Tal y como había sucedido un siglo antes, se habían formado pequeños reinos de taifas, cuya fragilidad era un apetitoso caramelo para los insaciables reyes de Castilla. Alfonso VII, aprovechando la debilidad del oponente, cabalgó por todo Al Ándalus a sus anchas, dándose el capricho incluso de ocupar temporalmente la ciudad de Almería. Pero la campaña superaba con creces las fuerzas del reino, de manera que Alfonso hubo de retirarse a la meseta. Moriría, después de haber consumado la machada, a la sombra de una encina en Despeñaperros.
Las hazañas de Alfonso VII pusieron en guardia a los musulmanes. En Marrakech acababa de nacer una nueva dinastía, la de los almohades, más aguerrida y fanática que la de los almorávides. Sus califas fueron bautizados con el nombre de "Amir ul Muslimin", o Príncipe de los Creyentes, pero aquí, donde nunca se nos ha dado bien el árabe, se les llamó "Miramamolín", afortunada transcripción que arraigó con fuerza, arruinando ya de paso la condición principesca del título.
Los miramamolines brincaron sobre el Estrecho para meter en cintura a los decadentes reyezuelos de Al Ándalus. La siguiente estación era Castilla, y a ello se aplicaron sin más demora. Cruzaron la sierra e infligieron una severa derrota en Alarcos a las huestes de Alfonso VIII, nieto del otro Alfonso, el de la encina. Los castellanos se habían malacostumbrado a enfrentarse con la morisma dividida y desmotivada, por lo que fueron pasto fácil de los animosos almohades. Vencido en Alarcos, Alfonso se retiró a Toledo a relamerse las heridas. Los pasos de Sierra Morena habían quedado en manos del enemigo, los moros había subido hasta el Guadiana y, lo que es peor, Toledo, el emblema del poderío castellano, se encontraba a pocas jornadas de la frágil frontera.
Alfonso VIII.El rey, sin embargo, no podía contraatacar, al menos en un plazo breve. Castilla estaba agotada tras un siglo de avance sin tregua hacia el sur, y la España cristiana no era, precisamente, un remanso de paz. Alfonso VIII tenía contenciosos pendientes con los reyes de León, Portugal y Navarra. Ninguno de los tres toleraba que el antaño minúsculo e insignificante Condado de Castilla se hubiera transformado en poco más de cien años en un poderoso y pujante reino, que los acogotaba siempre que tenía la ocasión. La venganza pintaba muy mal: sin apenas aliados, rodeado de enemigos y con el insolente Al Nasir, el nuevo miramamolín, hijo de una esclava cristiana, asomando el turbante por encima de los riscos de la sierra.
Pero Alfonso no estaba del todo sólo. Contaba con el arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, prelado maniobrero muy sobrado de astucia, digno de la época que le tocó vivir. Propuso al rey una efectiva treta: recurrir a la Santa Sede para que el Papa declarase cruzada la guerra contra los almohades. Eso eran palabras mayores. Si algún monarca de la Cristiandad rompía una tregua con otro que estaba envuelto en una cruzada era castigado severamente con la excomunión. Rada se salió con la suya: viajó a Roma, obtuvo la declaración de cruzada y pasó un año predicándola por Italia, Francia y Alemania, con el fin de aunar las voluntades de príncipes aventureros y caballeros andantes, especimenes ambos muy abundantes en la Europa del siglo XIII.
En Al Ándalus, entre tanto, el miramamolín no era ajeno a la que se le venía encima. Ordenó reunir un potente ejército, formado por los mejores soldados del Islam. Hizo llegar hasta Marrakech a los temidos arqueros turcos y a una numerosa tropa de árabes y bereberes, que reforzaría con andalusíes una vez cruzase el Estrecho. Tan confiado estaba Al Nasir en el poderío de su ejército que prometió a los suyos conducirles hasta la misma Roma, donde, según cuentan, tenía la intención de dar de beber a sus caballos en las aguas del Tíber. No lo consiguió, por fortuna para los romanos y, especialmente, para las romanas.
Ximénez de Rada, de vuelta en Castilla, dispuso que los cruzados europeos se concentrasen en Toledo en espera de la batalla. Conducidos por los obispos de Burdeos, Nantes y Narbona, hasta allí fueron llegando gentes de toda condición y de todos los países de Occidente durante meses. Unos, los menos, persiguiendo la santidad en forma de la bula plenaria que extendía el Papa; otros, los más, en busca de aventuras, gloria y fortuna. No necesariamente en ese orden.
En España la Cruzada había tenido un singular impacto. Los reyes de Portugal y León dejaron las rencillas a un lado y permitieron salir de sus reinos contingentes armados hacia Toledo. Aragón, cuyo monarca era amigo de Alfonso VIII, se entusiasmó con la campaña. De hecho, el primero en hacer acto de presencia en la ciudad del Tajo fue Pedro II de Aragón. Traía miles de soldados reclutados en Aragón y Cataluña, y un buen plantel de obispos para que la cruzada fuese digna de tal nombre. Junto a Pedro, y ansiosos de partirse la cara con los infieles, se dieron cita el conde de Ampurias y los obispos de Barcelona y Tarragona. La cruz y la espada, ya se sabe.
El 20 de junio de 1212 un descomunal ejército cruzado, formado por unos 100.000 hombres, partió de Toledo hacia el sur, enarbolando vistosas banderas y estandartes. A los pocos días la vanguardia, formada por voluntarios franceses y alemanes, avistó el castillo de Malagón, una avanzadilla que estaba en manos de los moros. Lo asaltaron como fieras que lleva el diablo y degollaron sin piedad a sus defensores. Es de suponer que con gran griterío y algarabía. Si es que por algo les llamamos "bárbaros del norte"...
La salvajada no sentó del todo bien a Alfonso, poco dado a este tipo de matanzas a sangre fría, pero, como no quería líos, ordenó seguir. Días después toparon con la fortaleza de Calatrava, antiguo enclave templario que los monjes hubieron de abandonar ante el empuje almohade. Esta vez Alfonso impuso su criterio. Parlamentó con los moros que la defendían y los dejó marchar, a cambio de que no opusiesen resistencia. Y es que hablando se entiende la gente.
Escudo de Navarra.Esto indignó a los cruzados de ultrapuertos. No entendían cómo se había dejado marchar con vida a los sarracenos, por lo que muchos, persuadidos de que eso ni era guerra ni era nada, se marcharon. Unos se perdieron por los boscosos senderos del Pirineo por los que habían llegado. Otros, los más píos, aprovecharon que estaban en España y se dirigieron a Santiago de Compostela para conquistar una gloria más serena cruzando el pórtico de la catedral.
Mientras unos se iban, otros llegaban. Por sorpresa, apareció capitaneando una hueste de bravos soldados navarros Sancho VIII, el arrojado rey de Navarra que terminaría por unir íntimamente su nombre y el de su reino a la batalla. Alfonso y Pedro recibieron con júbilo a su homólogo, y trazaron el plan para cruzar Sierra Morena y enfrentarse con Al Nasir, que llevaba tiempo esperándoles con la daga afilada.
Avituallado y repuesto el ejército, los tres españoles, cabalgando orgullosos con la mirada puesta en el sur, se dirigieron a su ineludible destino. Pasaron por Alarcos, lugar donde el ejército castellano había sido aplastado años antes, y a primeros de julio llegaron al pie de Sierra Morena. Acamparon para estudiar la situación. Los moros tenían todos los pasos ocupados y se habían apostado sabiamente en el llano, a la entrada del desfiladero de La Losa. Al Nasir, que de tonto no tenía un pelo, había escrutado la sierra durante meses para neutralizar la acometida cristiana. Sabía que los desfiladeros serranos eran infranqueables si estaban debidamente protegidos.
Los informes que llegaban al campamento cristiano lo confirmaban: no había posibilidad de cruzar los pasos sin someterse a una carnicería. La única opción viable era encontrar otro desfiladero que se encontrase libre. El problema es que los víveres escaseaban y la tropa se encontraba fatigada, por la caminata y los asaltos. Entonces ocurrió lo que nadie esperaba. En una tierra de nadie, despoblada y yerma, se presentó en la tienda del rey un pastor, que decía conocer un paso no muy lejano que los árabes habían dejado desatendido.
Alfonso envió al Señor de Vizcaya, Diego López de Haro, a explorar. Efectivamente, el puerto estaba expedito. Tan proverbial fue el hallazgo del paso secreto que, posteriormente, los cronistas aseguraron que el pastor era, en realidad, San Isidro Labrador, que había bajado del Cielo para ayudar a los cruzados.
Los tres reyes condujeron sus tropas hasta allí y descendieron al valle sin que les importunasen. En apenas unas horas los cristianos, hinchados de ardor guerrero, se encontraban frente a frente con los almohades. Al Nasir no lo había previsto; es más, el pilar principal de su estrategia era machacar a los que se aventurasen por los desfiladeros. Cuando vio de lejos los estandartes de Castilla, Aragón y Navarra se le debió de quedar una cara digna de una letrilla de frontera, de esas que cantaban los trovadores de entonces.
Al amanecer del 16 de julio dio comienzo la batalla. Los cristianos se habían organizado en tres cuerpos, cada uno de ellos mandado por un monarca: en el centro el de Castilla, a su izquierda el de Aragón y a la derecha el de Navarra. En la vanguardia, el Señor de Vizcaya con los caballeros templarios, los del Hospital y los de Calatrava. El as que Alfonso se guardaba en la manga era un novedoso cuerpo de retaguardia formado por caballería experta que, de primeras, no entraría en combate. Lo haría avanzada la batalla, para auxiliar al flanco más débil o dar el remate al enemigo ya derrotado.
Eso Al Nasir no lo sabía, por lo que siguió la táctica tradicional de los ejércitos árabes: mucha carne de cañón al principio, formada por los infelices que acudían al llamado de la guerra santa, tropas ligeras que dispersasen las cargas de la infantería cristiana, a la que seguían las tropas profesionales y los arqueros turcos. Como guinda final, si todo lo anterior fallaba, una guarnición de almohades africanos bien armada y entrenada, y el llamado "palenque", donde se encontraba la tienda del califa, defendido por un grupo de fanáticos, los desposados, que se juramentaban ante el Corán para dejarse la vida en el campo de batalla. Se encadenaban por las rodillas para no retroceder, es decir, para repeler el ataque o morir; por Alá, claro.
Diego López de Haro levantó su espada y a grito pelado ordenó el ataque. Su hijo, que le acompañaba en el brete, le dijo: "Padre, que lo hagáis de modo que no me llamen hijo de traidor", a lo que el audaz vizcaíno repuso: "Os llamarán hijo de puta, pero no hijo de traidor". Lo decía porque su mujer, un tanto casquivana, le había abandonado. Los vascos siempre han sido así de leales, y de tremendos. La carga de López de Haro fue tan formidable que llevó sus tropas hasta donde se encontraban los soldados almohades. Allí se enzarzó hasta que su situación se tornó insostenible.
Rodrigo Ximénez de Rada.Los reyes, que veían desde un altozano la polvareda levantada en la refriega, acordaron que era el momento de intervenir. Alfonso, consciente de que se jugaba todo en ese lance, miró a Ximénez de Rada y le dijo, solemne: "Arzobispo, aquí, vos y yo moriremos". El religioso, mucho más optimista, le replicó: "No, mi señor. Aquí, vos y yo venceremos". Se produjo entonces la célebre carga de los tres reyes. Su objetivo no era auxiliar a López de Haro sino al palenque, que se encontraba algo desprotegido.
Sancho VIII fue el primero en llegar a la línea de los desposados: los acuchilló y rompió tanto las cadenas que los unían como las que guardaban la tienda del miramamolín. Esas cadenas pasarían al escudo de Navarra. Y ahí siguen, ondeando gallardas en las banderas navarras y españolas.
Al Nasir huyó precipitadamente para salvar el pellejo, mientras su ejército se venía abajo. Los reyes ordenaron perseguir a los moros, que desertaban en todas direcciones, para evitar que se reagrupasen. El pendón del califa fue recogido de la ensangrentada tienda –o de lo que quedaba de ella– de Al Nasir y enviado a Burgos, donde se conserva primorosamente en el Monasterio de las Huelgas.
Ya de noche, los obispos congregados, que eran unos cuantos, entonaron un sentido Te Deum. Aprovechando que el ejército almohade había sido aniquilado, Alfonso, Sancho y Pedro decidieron quedarse en Andalucía para consolidar la posición. Tomaron Úbeda, Baeza y algunos castillos menores. Alfonso dio así cumplida venganza a la derrota de Alarcos y, en gratitud por la ayuda prestada, se reconcilió con navarros y leoneses, accediendo a sus reclamaciones territoriales. Eso le valió el sobrenombre de el Noble.
El regreso a Toledo del gran vencedor de las Navas fue glorioso. La gesta pasó a engrosar el repertorio de los juglares y fue celebrada en toda Europa. Al Nasir, humillado y vencido, volvió a Marrakech, donde moriría años después, resentido aún por los palos que le habían dado en Sierra Morena.
Era sólo el principio. La puerta del valle del Guadalquivir estaba abierta de par en par por primera vez en cinco siglos. Los cristianos no dejaron pasar la ocasión. Andalucía merecía el esfuerzo.
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7/4/08

Todos contra Esquilache

Todos contra Esquilache

Por Fernando Díaz Villanueva

Un par de madrileños, esquilachados a tijeretazos.
Cuando Carlos III vino de Nápoles, a hacerse cargo de la corona que le había dejado su desdichado hermanastro, se trajo consigo una generosa tropa de ministros y mucha experiencia en las labores de gobierno. El reino que había conseguido gracias a las intrigas de su madre no era gran cosa, pero le sirvió para foguearse y, sobre todo, para que, al llegar a España, tuviese bien claro qué iba a hacer con el reino más extenso –que no más poderoso– de la gran familia borbónica.
Carlos estaba persuadido de que España estaba, ya a mediados del siglo XVIII, muy atrasada con respecto a otros países de Europa que conocía de primera mano. La aventura imperial de los siglos precedentes había salido por un ojo de la cara. El reino, especialmente Castilla, estaba despoblado, el comercio era una ruina y la sociedad arrastraba todas las taras de los aciagos días de los Austrias. Mientras Europa amanecía a la revolución científica e industrial, nuestros antepasados dormían una goyesca y verbenera siesta de la que tardarían en despertar.
El rey, aunque había nacido y se había criado en España, era, en cierto modo, un extranjero en su propia tierra. Aficionado a la caza como pocos monarcas lo han sido, delegó buena parte de las tareas de gobierno a sus ministros italianos. Entre ellos, su preferido era Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, un siciliano ambicioso muy dado a resolver los problemas de un modo tajante. Al llegar a Madrid, Esquilache se escandalizó del lamentable estado de la Villa. La ciudad era sucia, maloliente e indigna de albergar la Corte. Y no andaba errado en la apreciación.
Madrid, que apenas contaba dos siglos de capitalidad, había crecido desmesuradamente y de un modo desordenado. Las calles eran todas estrechas y oscuras, por las que no corría ni el aire. La falta de pavimentación hacía que la ciudad se pasase el verano envuelta en una nube de polvo, y que, con las primeras lluvias, los charcos y lodazales complicasen el paso de las carretas.
Carlos III.Por no tener, cuando Carlos III llegó, no tenía ni palacio real. El antiguo alcázar se había incendiado y el actual se encontraba en obras. No había catedral, pero sí un sinnúmero de iglesias, conventos, capillas, ermitas y oratorios, rivalizando en esto con la misma Roma. Tal abundancia de religiosos pululaba por las calles y plazuelas que la Villa y Corte se había ganado el sobrenombre de "capital de la Gloria". De aquel Madrid frailuno y conventual aún queda mucho en pie aunque, claro, lo difícil, hoy, es cruzarse con un cura por la calle; un cura nacido en España, quiero decir.
Los planes de Esquilache eran tan ambiciosos como él. Ordenó que se instalasen farolas, ajardinó algunos paseos y empezó a adoquinar las arterias principales. Sería el principio de la gran reforma urbanística de Carlos III, que legó a la ciudad sus dos fuentes más inmortales: la de Neptuno y la Cibeles, y la puerta más célebre de cuantas franqueaban el paso a la villa, la de Alcalá. Estos dos últimos elementos habrían de convertirse en santo y seña de la capital y orgullo de sus habitantes.
Una vez adecentadas las calles, Esquilache vio llegado el momento de modelar a su gusto la vestimenta de los madrileños. Los majos de entonces iban ataviados con grandes capas, con las que se cubrían la cara, y tocados con grandes sombreros de ala ancha, llamados "chambergos". Las capas cumplían su función protegiendo de los fríos invernales y evitando que la persistente polvareda veraniega inundase los pulmones de los transeúntes. Lo del chambergo era una moda, importada, naturalmente, como casi todo en Madrid. Habían llegado de la mano de la guardia flamenca de la reina Mariana de Habsburgo un siglo antes; su nombre, de hecho, derivaba del apellido del mariscal Schömberg, gran aficionado a este tipo de sombreros.
Al principio Esquilache se contentó con prohibir el uso del chambergo y la capa a los funcionarios reales, so pena de ser arrestados y perder el empleo. Como no era cosa de dejar escapar una bicoca así por la capa y el dichoso sombrerito, los funcionarios tragaron y se hicieron confeccionar preciosos trajes a la francesa, con su capita corta y su modernísimo sombrero de tres picos, es decir, el tricornio, que ya es mala sombra que en nuestros días sea símbolo de todo lo contrario. Crecido por el éxito, en marzo de 1766 mandó redactar un bando para que todo Madrid cambiase el vestido.
La excusa oficial era mejorar el orden público, pues tras los embozos solían ocultarse espadas, dagas y todo tipo de armas, con las que los ladrones asaltaban a los paseantes. Los bandos, colgados en las esquinas, levantaron los ánimos del pueblo. Muchos fueron arrancados según los fijaban los alguaciles del ministro; otros se quedaron ahí, pero nadie, o casi, cumplió el precepto. Las multas eran severas: si se incumplía, seis ducados o doce días de cárcel. Para los reincidentes, justo el doble: 12 ducados o 24 días de cárcel. Como para pensárselo.
Visto que por la buenas no había manera, el siciliano procedió a aplicar la ordenanza por las malas. Movilizó a los soldados, que, junto con un sastre, se apostaban en las plazas para dar el alto a los infractores, multarles y rehacerles la indumentaria en el acto: tres tijeretazos en el sombrero, uno en la capa... y circulando, que es gerundio.
La medida colmó el vaso de la paciencia de los madrileños. El Domingo de Ramos, cuando la ciudad se preparaba para la Semana Santa, dos chuletas se dejaron caer por la plaza de Antón Martín pavoneándose delante de los alguaciles con sus chambergos, y embozados en una espléndida e ilegal capa. Los soldados acudieron a su encuentro y les preguntaron por qué iban vestidos de ese modo, a lo que los majos contestaron con un casticismo redondo: "Porque nos da la real gana".
Francisco de Goya: LE MOTIN DE ESQUILACHE (detalle).No hizo falta mucho más. Los soldados hicieron ademán de detenerles, pero uno de ellos silbó y una cuadrilla de embozados salió de las calles aledañas en su auxilio. Los guardias pusieron pies en polvorosa. Tanto mejor, según estaban los ánimos: de Antón Martín hubieran salido con los pies por delante.
La revuelta se extendió por toda la ciudad. Tomaron al asalto el cuartel de los Inválidos y, ya pertrechados de mosquetes y espadas, se dirigieron a la casa de Esquilache. La turbamulta se cebó. Acuchillaron a uno de los criados y lo dejaron todo patas arriba, especialmente la despensa del ministro, donde no quedó ni un mal trozo de tocino que echar a la olla. Saqueada la mansión, los revoltosos arramblaron con las farolas que poco antes el ministro había instalado para iluminar las noches madrileñas. Desde el motín de Esquilache hasta el Cojo Manteca, esto de destrozar el mobiliario urbano es, entre nosotros, una tradición inmortal.
En Palacio, el rey fue informado de los disturbios pero no les concedió demasiada importancia. El precio del pan estaba por las nubes, y era relativamente normal que el sufrido populacho diera rienda suelta a su descontento con el que, además de ministro de Gracia y Justicia, era secretario de Hacienda.
El lunes, los amotinados, que ya se contaban por miles, acudieron en masa al Palacio Real a presentar sus demandas al rey Carlos. Pero éste, en lugar de salir al balcón para templar gaitas, puso a proteger el edificio a la temida y odiada guardia valona, cuyos integrantes venían de Bélgica. Los valones, que ni hablaban español ni tenían intención de aprenderlo, abrieron fuego contra la multitud y mataron a una pobre mujer, quizá modistilla, que se encontraba en primera fila.
La muchedumbre se enardeció de tal manera que el rey accedió a entrevistarse con un representante suyo, un fraile a quien se permitió la entrada en palacio. Se trataba del Padre Yecla, conocido como Fray Gilito, un extravagante franciscano que predicaba por las plazas con una soga al cuello y una corona de espinas y que no olvidaba, cada mañana, ponerse ceniza sobre la calva, para dar testimonio de lo efímero de la carne. Ya tiene bemoles que a un asceta le pusiesen tal mote.
Estos iluminados eran muy habituales en las ciudades europeas de entonces. Ponían a las beatas los ojos en blanco y terminaban muriendo, pobres como las ratas, en olor de santidad, o, en el peor de los casos, se las veían con el Santo Oficio, poco amigo de este tipo de expansiones místicas.
Pero lo que Fray Gilito llevaba a las manos del rey no era ya una solicitud sino un ultimátum: o accedía a las exigencias del pueblo o las turbas descontroladas metían fuego al nuevo y flamante palacio, el más bello de Europa. Las exigencias se reducían, básicamente, a tres: que bajase el precio del pan, que Esquilache fuese expulsado de España y que los guardias valones volviesen a su Bélgica natal. El rey, haciendo gala de la sensatez y el buen juicio que, por desgracia, no legaría a sus sucesores, salió al balcón, calmó a la multitud y aceptó las condiciones.
Aunque había conseguido serenar los arrestos de sus súbditos, Carlos III no las tenía todas consigo, de manera que empaquetó a la familia y, por la noche y en secreto, se largó a Aranjuez. Al trascender la noticia, Madrid volvió a levantarse en armas. Los cabecillas de la revuelta pensaban que, en realidad, el rey había aceptado de boquilla el pliego de exigencias y estaba reuniendo un ejército en la ribera del Tajo, para sofocar la asonada por las malas. El gentío, de nuevo congregado para protestar, se concentró frente a la casa de Diego de Rojas, presidente del Consejo de Castilla, para que éste enviase a Su Majestad un memorial de agravios.
Hecho esto, los amotinados se entregaron al saqueo y pillaje de toda la ciudad. No quedó a salvo un solo almacén de abastos, y hasta la cárcel fue asaltada, para liberar a los presos. Esto provocó que la villa se llenase de delincuentes que querían aprovechar hasta el último minuto de libertad antes de volver a la celda, cuando las cosas se tranquilizasen.
El Conde de Aranda.El rey, informado de la gravedad de los acontecimientos, aceptó sin rechistar el memorial de Rojas. Esquilache fue enviado fuera del reino, como embajador en Venecia, donde moriría 20 años después. Sin embargo, don Carlos se resistió en principio a regresar a la capital. Temía que se reavivase la revuelta y que, esta vez, no saliese vivo del brete. Mandó llamar al Conde de Aranda, un perspicaz aragonés que era capitán general de Valencia, con todas sus tropas, por si acaso. Aranda, una de las mentes más brillantes que dio el siglo XVIIII español, se quedó en la Corte; fue el sucesor natural de Esquilache.
Con Aranda al frente, la capa corta y el sombrero de tres picos terminó imponiéndose. El aragonés, mucho más listo que Esquilache, hizo uso de lo que le faltó al siciliano: mano izquierda. Sabía que ese tipo de reformas no se pueden imponer desde arriba. Para conseguir su objetivo de cambiar el atuendo de nuestros abuelos dio un pequeño pero efectivo rodeo: persuadió a su clientela natural, la nobleza, de que lo fino y elegante era vestir a la francesa. La clase media y los comerciantes no tardaron en imitar a la idolatrada aristocracia, y de ahí saltó al pueblo llano, siempre deseoso de aparentar, y más en una ciudad como Madrid, que siempre ha padecido una superpoblación de sablistas, rufianes y gentes de toda condición que viven del cuento.
Para apuntalar la mala imagen del chambergo y la capa larga, Aranda ordenó que todos los verdugos del reino vistiesen a la española. Ni que decir tiene que sólo eso bastó para que muchos le metiesen tijera al vestuario de inmediato. El verdugo era tan vilipendiado socialmente que los pobres hacían malabarismos para diferenciarse de ellos. Por decirlo brevemente: Aranda se dio cuenta de que la moda es mucho más poderosa que un batallón de la guardia valona, entonces y ahora.
A la muerte de Carlos III, acaecida en 1788, todos sus súbditos, a excepción de los verdugos, vestían de corto y saludaban galantemente con su tricornio. En cuanto al pan, terminó bajando de precio, gracias a, entre otras razones, la liberalización del mercado del grano que había dictado el mismo Esquilache.
Sirva esto de pequeño homenaje a un denigrado y malquerido ministro que sólo cometió un error: creerse un ingeniero social que podía labrar los hábitos y costumbres de la gente a su antojo. Muchos, hoy día, deberían aprender de este ejemplo.
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