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29/9/07

La república relámpago

La república relámpago

Por Fernando Díaz Villanueva

Alegoría de la I República.
Pocos regímenes políticos han sido tan fugaces, insólitos y desmadrados como el de la Primera República española. Se proclamó un 11 de febrero y, tras poco más de diez meses, el 3 de enero del año siguiente, el general Pavía le puso punto y final irrumpiendo a caballo en el Congreso de los Diputados.
En ese periodo cupo de todo menos la normalidad. Cuatro presidentes, incontables sublevaciones, huelgas obreras, una guerra carlista, otra en Cuba, el cantón de Cartagena y, como guinda final, una Constitución Federal que nunca vio la luz. Pocas veces España vivió tan rápido y dilapidó tantas energías como en aquellos frenéticos meses de 1873.
Tenemos en este país nuestro cogido el gusto a revolverlo todo sin saber muy bien qué es lo que vamos a poner después. Eso es lo que pasó cuando, en 1868, una conspiración largó del trono a Isabel II. La reina, que estaba en San Sebastián de veraneo, no hizo mucho por conservar la corona. En Madrid la reclamaba el Gobierno para ponerse al frente de las tropas leales, pero, para evitar habladurías, le pidió que viajase sin su querido, Carlos Marfori. Eso sí que no, se dijo a sí misma: la vida no tenía sentido sin ese granuja aventurero a quien había hecho ministro, de manera que pidió que la condujesen al exilio. Con Marfori, claro.
Cuentan que, cuando abandonaba San Sebastián, una multitud se agolpó al paso de la carroza real guardando un silencio sepulcral. La reina chata, que sentía auténtica debilidad por el pueblo llano, miró compungida por la ventanilla y exclamó: "Siempre creí tener más raíces en España". Raíces no había echado, pero entre unas cosas y otras había reinado 25 años. Un cuarto de siglo en que se dieron cita cuarenta gobiernos diferentes, tres espadones, varios cuartelazos, una infinidad de amantes y otra, algo menor, de partos. Tenía sólo 38 años, y los ojos azules más bonitos de todas las reinas de España: claros como el cristal, casi translúcidos.
El problema que tenían los que se habían cargado a Isabel era que carecían de repuesto, y, lógicamente, con buena voluntad y mucha ilusión no se gobierna un país. La Revolución Gloriosa la habían organizado un grupo de militares y políticos que difícilmente alcanzaban a entenderse entre ellos. Al final, entre soflamas patrióticas, constituyeron un directorio cuya presidencia recayó en Francisco Serrano. Con tratamiento de alteza, eso sí. Los miembros del Gobierno provisional, para no caer en errores pasados, decidieron hacer primero la Ley y luego buscarse un soberano que la jurase y respetase.
El general Prim.No fue tarea fácil. Juan Prim, que era el presidente del Gobierno, desesperado por no dar con un príncipe europeo que aceptase la corona española conforme a los términos en que se ofrecían, llegó a decir: "¡Encontrar un rey democrático en Europa es tan difícil como encontrar un ateo en el cielo!".
Algo de razón no le faltaba. Uno de los candidatos era Alfonso de Borbón, el hijo de la reina, pero fue desechado rápidamente por eso mismo, por ser un borbón. Se habían tomado en serio lo de no tropezar dos veces con la misma piedra.
Las pesquisas del Gobierno no dejaban indiferente al pueblo. A uno de los candidatos, Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, los madrileños, a quienes siempre se les ha dado fatal hablar alemán, le rebautizaron como Leopoldo Olé-Olé si me eligen. Y no le eligieron.
El directorio se decantó por un príncipe italiano, Amadeo de Saboya, que era incoloro, inodoro e insípido. Llegó apadrinado por Prim, pero, días antes de poner el pie en la Corte, a Prim le cosieron a tiros en la calle del Turco. Un gafe, vamos.
El reinado de Amadeo duró lo que duran las cosas que se hacen sin demasiado convencimiento. El turinés venía con buenas intenciones, pero entre que no sabía gobernar y que no le dejaron, terminó hartándose y de un calentón dimitió, a los dos años y pico. Amadeo era de carácter afable y muy bien dispuesto, pero un país como éste le venía grande. Tuvo que aprender español apresuradamente, y su cultura no era muy amplia, especialmente en lo que tocaba a España. Tras jurar en el Congreso, alguien –probablemente un ministro pelota– le indicó que la casa de Cervantes estaba muy cerca. Amadeo fingió sorpresa y respondió: "Aunque no haya venido, iré pronto a saludarle". Alguien tan ingenuo no podría jamás prosperar en España.
La abdicación del rey se produjo el 11 de febrero de 1873 por la mañana. Esa misma tarde, el Parlamento era un hervidero de intrigas. Los republicanos, que se habían mojado en lo de 1868, veían que una oportunidad como ésta no se les iba a volver a presentar. Emilio Castelar, uno de ellos, subió al estrado y enhebró un discurso magistral:
"Señores, con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de don Amadeo de Saboya, la monarquía democrática; nadie ha acabado con ella, ha muerto por sí misma; nadie trae la República, la traen todas las circunstancias, la trae una conjuración de la sociedad, de la naturaleza y de la Historia. Señores, saludémosla como el sol que se levanta por su propia fuerza en el cielo de nuestra patria ".
Estanislao Figueras.Encendidos aplausos, algún "bravo" y se procedió a votar el primer Gobierno del nuevo régimen. De este modo tan prosaico llegó la Primera República. En el siglo XIX las cosas se hacían de otra manera.
El elegido como primer presidente fue Estanislao Figueras, un político barcelonés metido en años que no había dado pie con bola en la época de Isabel II. Al día siguiente de su nombramiento comenzó el incendio. En Montilla, un pueblo de Córdoba, los campesinos, creyéndose que todo el monte era orégano, se levantaron contra el cacique local, el alcalde, y lo que entonces se conocía como fuerzas vivas: a todas les dieron una buena ración de palos, cuando no matarile.
En el otro extremo, en Barcelona, estalló un motín mucho más grave. Los llamados republicanos federales –muy numerosos en la Ciudad Condal– trataron de proclamar un Estado catalán que después, y si les venía bien, se federaría con la República. Tan feo se puso aquello que Figueras tuvo que trasladarse personalmente a Barcelona y reprimir la asonada por la fuerza.
El país se estaba transformando en un frenopático donde cada uno hacía lo que le venía en gana, por lo que se disolvieron las Cortes, para que el llamado a las urnas tranquilizase el ambiente y remitiese la incertidumbre. Pero, lejos de remitir, al mes siguiente, en abril, unos cuantos militares, acaudillados por el almirante Topete, uno de los héroes de la Gloriosa, trataron sin éxito de hacerse con el Gobierno por las malas.
Aquello ya no había quien lo aguantase, y el 13 de mayo, sin apenas campaña electoral, se celebraron las elecciones. Fueron posiblemente los comicios con la participación más baja de nuestra historia. En Cataluña sólo votó el 25% del electorado; en Madrid no mucho más: un mísero 28%. Pasado el trámite electoral, las nuevas Cortes volvieron a reunirse, con la peculiaridad de que eran un tanto anómalas: sólo representaban al republicanismo federal, cuyos candidatos habían sido casi los únicos que consintieron presentarse.
Figueras, que había aguantado el tipo durante cuatro meses, sospechó que, con esos mimbres, lo peor estaba por llegar. Dimitió con mucho disimulo, tomó un tren a escondidas y se fue a Francia, pero por el paso de Canfranc, para que nadie le siguiese. Su diagnóstico no podía ser más certero: se iba de un país donde estaban "los ánimos agitados, las pasiones exaltadas, los partidos disueltos, la Administración desordenada, el Ejército perturbado, la guerra civil en gran pujanza y el crédito en gran mengua". No es necesario añadirle nada, porque esa era, tal cual, la situación en el mes de junio.
El sucesor de Figueras fue otro catalán, Francisco Pi y Margall, un republicano pertinaz e incansable, discípulo de Proudhon y muy inclinado a las elucubraciones teóricas. Había concebido un nuevo modelo federal para partir de cero inspirándose en un pacto sinalagmático (sic) entre los diversos territorios del Estado. Como quería ver sus ideas llevadas a la práctica lo antes posible, se entregó con deleite al debate parlamentario sobre la nueva Constitución republicana.
Pi i Margall.El debate fue muy provechoso. Los legisladores elaboraron un soberbio proyecto que nunca llegaría a ser aprobado. Los españoles, por lo demás, iban a lo suyo, ajenos a las proudhonianas disquisiciones en las que parecía tan interesado el presidente.
Con los calores del mes de julio el país enloqueció por completo. Los acontecimientos se precipitaron con una celeridad asombrosa. El 30 de junio el ayuntamiento de Sevilla acordó transformarse en República Social. Una semana más tarde, en Alcoy se desató una ola de asesinatos y ajustes de cuentas al calor de una huelga revolucionaria. Era sólo el aperitivo.
El 12 de julio se produjo la sublevación de la base naval de Cartagena, instalándose en Murcia una Junta Revolucionaria presidida por un tal Antonio Gálvez, conocido como el Toñete. La chispa no tardaría en prender por toda la Piel de Toro. El 13 la insurrección alcanzó Valencia, el 19 Almansa y Cádiz; a finales de mes, lugares tan distantes entre sí como Granada, Salamanca, Córdoba o Castellón se proclamaron cantones independientes. Pi y Margall, superado por la realidad, dimitió, sin entender muy bien qué es lo que pasaba.
Su sucesor sería Nicolás Salmerón, un krausista almeriense y catedrático de Metafísica. Como a esas alturas el horno ya no estaba para bollos, recurrió de inmediato al Ejército, pidiendo a los generales disciplina y resolución. El cúmulo de problemas era tal que sólo enumerarlos daba dolor de cabeza. Más de la mitad del país estaba fuera del control del Gobierno, y de la otra mitad no se podía estar muy seguro. Era imperativo sofocar los levantamientos cantonales de Levante, sin olvidar el rebrote carlista en las Vascongadas y Cataluña.
El pretendiente, Carlos VII, había regresado a España con el advenimiento de la República. El País Vasco y Navarra se sumaron entusiastas a la carlistada (la tercera en medio siglo) y le proveyeron de 25.000 soldados. Para ampliar su base, Carlos juró los fueros catalanes, y las áreas rurales del norte del Principado se subieron al carro.
Los intentos del Ejército por aplacar la sedición fueron estériles. Aprovechando la confusión y el desánimo de las tropas leales, los carlistas cosecharon grandes victorias, como la de Montejurra, la de Abárzuza o el cerco de Bilbao. En esto de tomar Bilbao los carlistas eran de ideas fijas. Nunca lo consiguieron.
Los cantones de Levante fueron rindiéndose a lo largo del verano, a excepción del de Cartagena, que se había hecho muy poderoso al adueñarse de la Armada. Con los buques de guerra, los acantonados emprendieron expediciones piratas contra los puertos vecinos. La aduana de Torrevieja fue saqueada. Dos fragatas, la Almansa y la Victoria, bombardearon Almería, y cuando se dirigían a hacer lo propio con Málaga un combinado de buques alemanes, franceses y británicos las apresaron, llevándolas hasta Gibraltar para que el Gobierno de la República se hiciese cargo de ellas. Pero los revoltosos tenían más barcos, que emplearon a fondo en bombardear Alicante y en entrar a saco en Valencia. El desmadre nacional.
Salmerón se fijó como empeño primordial Cartagena, convertida en un peligroso y caótico nido de piratas. No llegaría a ver el final. A primeros de septiembre dimitió porque no quería mancharse las manos firmando penas de muerte para dar ejemplo entre los insurrectos cartageneros. Le sucedió Emilio Castelar, el último cartucho de una república herida de muerte.
El brillante parlamentario gaditano pidió al Congreso plenos poderes. Suprimió algunas garantías constitucionales y se concentró en acabar con el desorden. Necesitaba soldados y dinero para atender los tres frentes –el norte, Levante y Cuba–, pero tan negro pintaba todo que nadie concedió créditos al Gobierno. Se vio entonces obligado a imponer empréstitos forzosos a banqueros y empresarios.
En tres meses se enderezó el asunto de Cartagena, y las Cortes volvieron a reunirse. Castelar solicitó de ellas que aprobasen su gestión. No lo hicieron. El presidente pronunció un florido discurso y, al día siguiente, Manuel Campos y Pavía, capitán general de Madrid, entró en el Congreso a caballo, acompañado de la Guardia Civil. El golpe se produjo a las siete y media de la mañana, que ya es madrugar. Algunos diputados salieron en estampida del hemiciclo y se descolgaron por las ventanas. Pavía, sorprendido, preguntó: "Pero señores, ¿por qué saltar por las ventanas cuando pueden salir por la puerta?".
Hasta ahí había llegado la República. Pavía entregó el poder a Francisco Serrano, el mismo que se había hecho cargo de la regencia tras el destronamiento de Isabel II. Un año más tarde, Martínez Campos se pronunció en Sagunto anunciando el regreso de los Borbones en la persona de Alfonso, hijo de la reina.
Seis años después de la Gloriosa se volvía al punto de partida. Con el nuevo monarca las aguas volvieron a su cauce y los ánimos se serenaron; tanto que recibió el sobrenombre del El Pacificador. Entre los escombros humeantes de Cartagena, que se entregó el 11 de enero, nacía la Restauración, un periodo de nuestra historia tan reciente que casi podemos tocarlo con la mano. La República había durado sólo unos meses, y dejó un recuerdo más agrio que dulce. Para habernos matado.
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22/9/07

¡Vivan las caenas!

¡Vivan las caenas!

Por Fernando Díaz Villanueva

Aunque aquí se acuñase el término, ser liberal en España siempre ha sido un dramón y una fuente inagotable de frustraciones. Cuando nuestros antepasados de hace doscientos años proclamaron la Constitución de Cádiz, la castiza y venerada Pepa, se las vieron muy felices pensando que todo iba a ser así de fácil y que la maltratada patria de sus desvelos iluminaría al mundo. Se equivocaban, naturalmente.
Durante cerca de veinte años, España se iluminó, sí, pero por los chispazos que saltaban de los pronunciamientos militares, las traiciones, los perjurios, las guerras en ultramar y los fusilamientos sumarios al amanecer. Fueron los años de Fernando VII, el más canalla, bellaco, ruin y miserable de todos los monarcas que en España han sido. (Y en el tintero me dejo lo de felón por no repetir lo que está en mente de todo el mundo).
Al finalizar la guerra contra Napoleón, los españoles estrenaban algo más que una bien merecida independencia. Estrenaban nación, régimen, optimismo, Constitución y planes de futuro. Por una vez, aunque sólo fuese por una, España sería quien inspirase al resto de Europa el amor por la libertad y el valor del patriotismo. Así fue hasta, más o menos, el momento en que el rey legítimo, un caradura abotargado que se había pasado la guerra en Francia dándose la vida padre a costa del invasor, desembarcó en Valencia. El 4 de mayo de 1814 puso el pie en el muelle... y derogó todo lo que habían dictado los que hasta ese momento se denominaban a sí mismos Padres de la Patria.
De un plumazo, la Pepa pasó a ser material de contrabando, y los que la defendían tuvieron que escoger entre pedir perdón por las travesuras pasadas o ingresar de buena gana en una celda para evitar la horca. Y todo con el concurso entusiasta del pueblo llano, que gritaba alborozado por calles y plazuelas: "¡Vivan las caenas!".
El Rey, que se sabía deseado por el pueblo, había tomado tal decisión tras revisar con regocijo un documento redactado por 69 diputados. Se trataba del Manifiesto de los Persas, llamado así no porque a los abajofirmantes les hubiese dado un arrebato oriental, sino porque, según decían, entre los antiguos persas existía la costumbre de tolerar cierta anarquía durante los cinco días inmediatamente posteriores a la muerte del soberano. Esos años de desmadre liberal y constitucionalismo fueron nuestra anarquía persa. Había llegado, pues, el momento de poner coto a tanto desbarajuste y devolver las cosas a su orden natural, que no era otro que el plácido e inmutable mundo del antiguo régimen.
Espoz y Mina.Pero que el Rey quisiese meter a España en la máquina del tiempo no significaba que todo el mundo estuviese dispuesto a embarcarse en semejante viaje. No habían pasado seis meses de la llegada de Fernando a Valencia cuando Francisco Espoz y Mina, un patriota navarro que se había jugado el pellejo contra los franceses, se levantó en Pamplona. Con muy poco éxito: los rebeldes fueron desarmados y su cabecilla hubo de emigrar a Francia, donde se hizo masón, para rumiar nuevas conspiraciones. Que las habría.
Un año después, otro general, Juan Díaz Porlier, que era de los que habían preferido la cárcel antes que disculparse, enseñó los dientes en Galicia. Organizó un cuerpo armado en La Coruña y con él se dirigió a Santiago de Compostela, con intención de tomarla al asalto. No llegó ni a la mitad del camino: mientras descansaba la tropa en un pueblillo a la ribera del Tambre, un sargento de marina le traicionó y se lo llevó preso a la Real Audiencia de La Coruña. Allí fue juzgado y ahorcado en una semana. Ni a presentar recurso le dio tiempo.
Al año siguiente casi se arma en Madrid. Sólo una delación evitó un cuartelazo en la guarida del ogro. El general Vicente Richart, artífice de una alambicada organización secreta llamada El Triangulo, fue detenido y ahorcado tras descubrirse su plan de secuestrar al Rey. Ésta de El Triangulo era una curiosa sociedad de conspiradores al estilo masónico: cada uno de los iniciados en la trama sólo podía conocer y confiar sus secretos a otros dos, para evitar que la red fuese desmantelada. El problema es que aquí no estábamos para sofisticaciones masónicas y, claro, uno se fue de la boca.
En 1817 el general Luis Lacy se pronunció en Barcelona, con tan poca fortuna como sus predecesores. Fue apresado, juzgado y fusilado en el castillo mallorquín de Bellver. Ese mismo año, claro. Parecida suerte corrió Juan Van Halen en Murcia, aunque, viéndolas venir, supo poner tierra de por medio, tanta como le fue posible: llegó hasta Rusia, y allí se alistó en el ejército de zar. En 1819 el coronel Joaquín Vidal se conchabó con catorce oficiales para hacerse con el control de Valencia, pero fracasó... y pagó por ello; con la vida, evidentemente.
Pasó entonces lo que tenía que pasar, que tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe. La sedición en España era un juego de niños en comparación con la de las colonias americanas. Un virreinato tras otro había ido proclamando la independencia, ante la pasividad primero y la impotencia después de la Corona. Para salvar la poca ropa que iba quedando al otro lado del Charco, se concentró un gran ejército en Andalucía. El objetivo era embarcarlo cuanto antes, pero sus generales no tenían la menor intención de sofocar una revuelta en aquellas lejanas tierras, que a esas alturas ni les iban ni les venían. Lo que querían era que el Rey aceptase la Constitución, nada más. Cabezones que somos.
Lógico que el golpe de gracia se lo diesen al Rey en un pueblo de Sevilla llamado Cabezas de San Juan. Rafael de Riego, un veterano que había hecho la Guerra de la Independencia de cárcel en cárcel y simpatizaba con la causa liberal, se sublevó ante sus hombres apelando a la salvación de España: era preciso que "el rey Nuestro Señor jure la Ley Constitucional de 1812".
Riego.El pronunciamiento fue un fracaso... relativo. Ante la indiferencia popular, el batallón de Riego se echó al monte, y cuando estaba a punto de disolverse, otro pronunciamiento, esta vez en Galicia, reavivó la hoguera de la insurrección.
En marzo las llamas alcanzaban el Palacio Real. En su interior el Rey, que ante todo y sobre todo era un cobarde, se avino a razones y entonó con el mayor de los cinismos el célebre "Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional". Mentía, claro que mentía, pero dejó hacer a los liberales porque apreciaba más el poder que el gaznate de su camarilla de rufianes, los Escoiquiz, Calomarde y compañía que malbarataban el país desde la vuelta del monarca. Fernando VII traicionó todo y a todos, menos a sí mismo, pues nació y murió hecho un completo sinvergüenza.
Aquella primavera adelantada de 1820 dio comienzo el Trienio Liberal. Trienio, porque duró tres años, y liberal porque, al menos de espíritu, fue, aproximadamente, eso mismo. Riego se convirtió en una figura de leyenda merecedora hasta de su propio himno, una tonadilla ligeramente empalagosa que, en multitud de versiones, traería cola durante años. Pero, fiel a su tradición de hacer a los hombres y gastarlos, España pronto se olvidó de él, y fue degradado y perseguido.
Despojado de la pompa y los honores de los primeros días, Riego resistió hasta que, acorralado en un cortijo de Jaén, cayó en poder de los realistas. Meses después fue ejecutado en la plaza de la Cebada de Madrid, para solaz del mismo público que, tres años antes, se había echado al pie de su caballo para besarle la mano.
El Trienio fue tan convulso que los diputados liberales sólo tuvieron tiempo (y ganas) de escindirse en dos corrientes: la moderada y la exaltada. Los unos se conformaban con lo que había, confiando en que, con el tiempo, las ideas liberales echasen raíces en un país que era totalmente refractario a ellas. Los otros querían ir más rápido, acometer poderosas reformas que pintaban muy bien sobre el papel y que hacían las delicias de los revoltosos de café, miembros todos de esas sociedades patrióticas que proliferaron por las tabernas madrileñas.
Ante semejante panorama, Fernando VII, que era torpón de naturaleza pero astuto y enredador, fue pensando en el recambio. Ni olvidaba ni perdonaba la traición de los que le habían obligado a firmar la Constitución al son del Trágala, una coplilla gaditana muy pegadiza que decía:
Trágala, trágala
Vil servilón
Trágala, traga
La Constitución
El principal escollo que Fernando tenía que sortear era el ejército, nutrido de furibundos liberales que no iban a cambiar de ideas por las buenas. Si no hablaban las armas, la Constitución duraría para rato, de modo que el Rey reclamó la ayuda de las potencias vencedoras de Napoleón. Los monarcas de Prusia, Austria y Rusia, empeñados en revivir una Europa que había dejado de existir, constituyeron una alianza, bautizada como Santa, para combatir aquellos desórdenes liberales que amenazasen la paz continental. Esos eran los hombres de Fernando VII. Trabó en secreto contacto con ellos, y en el Congreso de Verona se decidió enviar a España un ejército que "liberase" al rey de España del yugo liberal.
Fernando VII.En abril de 1823, con las Cortes paralizadas y el país dedicándose a lo suyo, un ejército que se había puesto de nombre Los Cien Mil hijos de San Luis, quizá para ocultar que sus soldados eran tan franceses como los de Murat, cruzó el Bidasoa apurando el paso, para llegar a Madrid lo antes posible. El Gobierno, que se había dedicado a los juegos florales y a discutir en el Parlamento, no supo planear la defensa y, con el Rey como rehén, se trasladó a Sevilla, y de ahí a Cádiz.
Otra vez la misma historia, pero con diferentes actores. El general de la tropa expedicionaria, Luis de Borbón, duque de Angulema, un noble que años después llegaría a ser rey de Francia durante una semana, llegó sin problemas hasta Cádiz y se lió a bombazos, que ya hay que ser desaprensivo e insensible para hacer algo así con la Tacita de Plata. En el interior de la ciudad-isla, los miembros del Gobierno no tenían demasiado donde elegir: o se rendían y entregaban al Rey, o entregaban al Rey y se rendían. Podían cambiar el orden de los factores, pero no el producto final.
Para no quedar mal, que las apariencias en España han sido siempre asunto muy serio, llegaron a un acuerdo con el de Angulema: soltarían al Rey a cambio de que éste mantuviese el orden constitucional. Ni que decir tiene que, según franqueó la puerta de la ciudad, Fernando VII se unió a los invasores y mandó que prosiguiese el bombardeo.
Las tornas cambiaron y el régimen volvió por donde solía, con el Rey restituido en el trono como monarca absoluto. Pero esta vez lleno de rencor y supurando bilis por todos sus poros. Diez años le quedaban de reinado, una década que, no por casualidad, se conoce como Ominosa. Años oscuros, de represión, cierre de periódicos y repliegue de la nación sobre sí misma, como si los tiempos no fueran con ella.
A la muerte de Fernando VII, acaecida en 1833, España estaba dividida en dos facciones irreconciliables, listas para echarse la mano al cuello tan pronto como se sellase la tumba del Rey en el panteón de El Escorial. Y así fue: durante buena parte del siglo, unos y otros se dieron de lo suyo en las guerras carlistas, una especie de guerra civil por entregas que consumió preciosas energías y condenó el país a la inestabilidad perpetua.
Ahora bien, no todo fue tan malo: a tan infausto reinado debemos, al menos, dos refranes que han pasado a la historia y aún utilizamos con frecuencia. De la afición a las partidas amañadas de billar que tenía el Rey nació el "Así se las ponían a Fernando VII". Por las bolas, claro. Lo cobardón y aprensivo que era dio origen al famoso "Vísteme despacio que tengo prisa", pronunciado, según cuentan, por el propio monarca cuando los ministros requirieron su presencia tras enterarse de que Napoleón se había escapado de la isla de Elba.
Todo lo demás fue un desastre. Por desgracia, una vez más, cabe decir aquello de: "A tal rey, tal reino".
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20/9/07

Espartero, el liberalismo malogrado

Espartero, el liberalismo malogrado

Por Fernando Díaz Villanueva

Espartero.
Si hay un personaje que encarne nuestro siglo XIX, con todos sus vaivenes y extravagancias, enredos y bullangas, ese es Baldomero Espartero. Lo fue todo y al final se quedó en nada. Conde de Luchana, duque de la Victoria y Príncipe de Vergara. Mariscal de campo, regente y presidente del Gobierno. Llegaron incluso a ofrecerle la corona de España. Se creyó un elegido, alguien a medio camino entre Napoleón y Federico el Grande en lo militar y una reedición manchega de Metternich en lo político.
Como tantos hombres que han pintado mucho en la historia, Espartero vino al mundo en el lugar más insospechado pero en el momento justo. Nació en 1793, en Granátula, un pueblecito del campo de Calatrava, en lo que hoy es la provincia de Ciudad Real. Su padre era un simple carretero, esto es, uno que se dedicaba a reparar las traqueteantes carretas de entonces. Este modesto oficio nunca le hizo rico, pero, como era ahorrador y ordenado, le dio para que el último de sus nueve hijos, Joaquín Baldomero, pudiese estudiar en Almagro.
Cuando apenas llevaba tres años en la universidad, los franceses invadieron España. Baldomero tenía sólo 16 años, y muchas ganas de dejarse la piel en el campo de batalla. Su primer episodio de armas, la batalla de Ocaña, fue un sonoro desastre, pero al menos salió con vida del brete. Viajó con los restos del maltrecho ejército español hasta Cádiz, la única ciudad que había quedado libre del dominio francés, y allí se inscribió en la academia de oficiales. Tan pronto como pudo se incorporó a la guerra, pero ésta acabó antes de que el joven pudiese hacer méritos suficientes y tuvo que conformarse con perseguir a lo que quedaba del ejército napoleónico, ya en una desesperada huida de vuelta a Francia.
No tardaría en presentarse una nueva oportunidad para satisfacer su desmedida ambición. La América española, aprovechando el revoltijo causado por la contienda peninsular, se había declarado en rebeldía. Con objeto de devolver las ovejas al redil, el rey envió un ejército expedicionario compuesto por veteranos de la Guerra de la Independencia. Espartero, con sólo 22 años y el despacho de teniente aún caliente en la cartera, se alistó entusiasmado.
Llegó a América en 1815. Pasaría allí diez años. Muy al contrario de lo que se cree, la independencia de las colonias americanas no se ventiló en cuatro batallas y un desfile. Llevó una década larga de ofensivas, contraofensivas, asedios y mil escaramuzas. No faltaron, como en toda refriega en la que anden involucrados españoles, traiciones, cambios de bando y hasta de gobierno. Parece mentira que se pudiese sostener el esfuerzo militar en América con la que estaba cayendo en España.
Fernando VII.A Espartero, sin embargo, una guerra tan prolongada le vino de perlas. Escaló por la jerarquía militar hasta llegar a brigadier de infantería. En 1824 el virrey La Serna le envió de vuelta a España para que informase a Fernando VII del estado de la campaña americana. Hecho esto, tomó el barco de vuelta, con tan mala suerte que, mientras navegaba hacia Perú, las armas españolas sucumbieron en Ayacucho y la guerra tocó a su fin. Espartero, ajeno a la derrota, fue apresado nada más poner el pie en el puerto peruano de Quilca, y casi termina en el paredón.
Liberado por Bolívar, regresó a España y fue destinado a Pamplona, se casó con una rica heredera de Logroño y, hasta la muerte de Fernando VII, pasó varios años de aquí para allá, de Barcelona a Palma de Mallorca, sumido en el aburrimiento más absoluto. Aprovechó el ínterin para hacerse un cierto nombre entre sus compañeros de armas, procurando, eso sí, que sus convicciones liberales pasasen lo más inadvertidas que fuera posible. Que el horno, en aquella última y ominosa década del reinado del Rey Bribón, no estaba para bollos.
La regencia de Maria Cristina de Borbón empezó con muy mal pie. No llevaba ni una semana el cadáver de Fernando VII descansando en el panteón de El Escorial cuando el general Ladrón de Cegama salió a escondidas de su destino en Valladolid y proclamó rey, desde el pequeño pueblo riojano de Tricios, al hermano reaccionario del difunto, el infante Carlos María Isidro. El nuevo monarca lo sería por la gracia de Dios y de la derogada Ley Sálica, que impedía el acceso de las mujeres al trono.
Espartero, siempre atento al sonido de los cañones, pidió de inmediato el traslado al frente. El Gobierno accedió a su deseo poniéndole a las órdenes del general Fernández de Córdova. La guerra carlista, la primera –luego vendrían otras dos–, comenzaba de un modo un tanto desconcertante. Los rebeldes, acaudillados por Tomás de Zumalacárregui, un militar que se había significado en la Guerra de la Independencia y célebre por su denodado apoyo a la causa absolutista durante el reinado de Fernando VII, se hicieron fuertes en Navarra y las Vascongadas.
Poca resistencia podía ofrecer el ejército regular a la estrategia desplegada por Zumalacárregui, que, no tan casualmente, se parecía mucho a la que los guerrilleros españoles habían ofrecido a Napoleón. Conocedor del terreno abrupto y escarpado del País Vasco, se encaramó a las sierras vizcaínas y se granjeó fama de guerrero invencible. No lo era, claro. Según bajó a las tierras bajas para tomar Bilbao, una bala perdida se lo llevó por delante, de la manera más tonta posible, mientras se encontraba en un tejado estudiando a ojo la manera de entrar en la ciudad.
Zumalacárregui.La muerte de Zumalacárregui, las continuas divisiones y las cuchilladas y banderías internas condenaron a los carlistas a mantenerse a la defensiva. En esto de andar a la gresca, el Gobierno legítimo no les iba a la zaga. En 1836 medio país de sublevó contra el Ejecutivo conservador de Istúriz. Los sargentos, sí, los sargentos de la Guardia Real dieron un golpe de estado en La Granja. Querían que la regente se dejase de devaneos con el sector moderado del liberalismo y aceptase la Constitución de 1812. A María Cristina, que a esas alturas lo único que le interesaba era vivir a fondo el amorío que mantenía con uno de sus escoltas, no le quedó mucha elección y aceptó.
Como consecuencia, el ejército del norte o cristino –tal como se llamaba entonces– fue encomendado a Espartero. El manchego, ágil en verlas venir, vislumbró en este cambio de tercio su gran oportunidad. No la desaprovechó. Reorganizó el ejército liberal y trató de inculcar en su tropa algo de disciplina. Los carlistas, entretanto, habían sitiado Bilbao de nuevo. Espartero no lo dudó un momento, sabía que ahí se lo jugaba todo. Se dirigió al norte con 14 batallones. En lugar de llegar a la ciudad desde Vitoria, como era de suponer, dio un rodeo y embarcó sus tropas en Castro Urdiales para llegar a Bilbao por la ría.
El estado de los soldados cristinos era lamentable. Privados de sostén popular en los caseríos y sin cobrar la paga porque en Madrid se había acabado el dinero, Espartero pagó a la tropa de su bolsillo y consiguió que los ingleses suministrasen calzado a sus soldados. Avanzó por ambas riberas, apoyado desde la ría por cañoneros de la Armada. En el puente de Luchana los carlistas frenaron la ofensiva y tuvo lugar la batalla más célebre de las tres carlistadas.
Metido en la tienda aquejado de una inoportuna cistitis, Espartero hubo de guardar cama durante los prolegómenos. Pero él, que había llegado hasta allí superando todas las dificultades, no se podía perder aquello. Conocedor de la importancia de aquel puente para romper el sitio, saltó de la cama y al frente de un batallón, espada en mano, se lanzó a su conquista. Los carlistas salieron en estampida y el ejército cristino, crecido por el arrojo de su general, tomó el puente en la Nochebuena de 1836. Al día siguiente los bilbaínos le recibieron entre aclamaciones. Se había convertido en el general más importante de España y, lo que a él realmente le interesaba, en el más influyente.
La guerra siguió su curso durante tres años más. Después de Luchana, los carlistas podían prolongar el conflicto pero no ganarlo. Al año siguiente, el pretendiente Don Carlos armó en Estella un ejército y se dirigió al asalto de Madrid. Logró llegar hasta Vicálvaro, pero ahí se quedó la cosa. El ejército de Espartero, a quien había llamado la regente presa de la desesperación, acudió con presteza. En cuanto los carlistas supieron que el vencedor de Luchana iba a por ellos se replegaron, dejando a su jefe, Carlos María Isidro, sumido en la más completa impotencia.
El bando carlista estaba desmoralizado, y sus generales peleados. A mediados de verano de 1839 Rafael Maroto, el mejor general con que contaron los carlistas tras Zumalacárregui, se avino a negociar con el Gobierno, es decir, con Espartero: a esas alturas, era casi lo mismo. Llegaron a un acuerdo en Oñate por el cual se respetaba la vida y rango de los carlistas que depusiesen las armas, y unos días después ambos generales se fundieron en el abrazo más famoso de la historia de España, el de Vergara.
Rendido el ejército carlista del norte, sólo quedaba meter en vereda al de Levante, acaudillado por un catalán de armas tomar: Ramón Cabrera y Griñó, conocido como el Tigre del Maestrazgo , encastillado en la ciudad medieval de Morella. Espartero se dirigió a su encuentro y le hizo huir hacia Francia, donde cayó preso. Cabrera lo intentaría de nuevo años después, levantando un ejército rebelde en Cataluña. Al final de su vida desistió de su empeño, reconoció a Alfonso XII como rey y murió en Inglaterra, donde llegó a hacerse muy rico.
María Cristina.Tras siete años de sangrienta guerra civil, España volvía a estar en paz. Los frutos de la misma fueron recogidos por el héroe a quien el pueblo atribuía la victoria. La regencia de María Cristina había sido un completo desastre. El país se encontraba devastado y en bancarrota, pero la reina era aún una niña de diez años incapaz de hacerse con la corona. María Cristina no quería seguir al frente de un Gobierno que aborrecía. Los españoles, además, no le tenían especial aprecio.
Poco después de la muerte de su embrutecido marido se había enamorado de un capitán de la escolta regia, un tal Fernando Muñoz, con el que se casó en secreto. La reina, que tantos dolores de cabeza había dado por no traer un heredero, dio ocho hijos a su apuesto capitán. A pesar de que los sastres de Palacio procuraban que los embarazos pasasen inadvertidos, el pueblo, siempre atento a lo que hacen los gobernantes –especialmente en la alcoba–, inventó coplillas como ésta:
Lloraban los liberales
que la reina no paría
y ha parido más Muñoces
que liberales había
Espartero se postuló como el recambio perfecto para concluir la regencia hasta que la reina Isabel llegase a la mayoría de edad. Algunos miembros de la facción progresista del partido liberal eran partidarios de que la regencia cayese en manos de un triunvirato, al estilo de la antigua Roma. Espartero no lo creía así, estaba persuadido íntimamente de que la Historia le había confiado un trascendente papel. O le daban todo el poder o nada. El respetado general doceañista había salido contestatario y mandón. La reina cedió, firmó el traspaso y en 1840 se largó al exilio con su Muñoz y su cortejo de niños.
Ya en el poder, convirtió su regencia de tres años en una dictadura de facto. Gobernó de espaldas a las Cortes, rodeado por una intrigante y corrupta camarilla que se repartía enchufes y sinecuras. Su estilo de gobierno autoritario le ganó la enemistad del resto de la clase política. Al año siguiente O'Donnell se levantó en Pamplona y Diego de León intentó asaltar el Palacio Real. O'Donnell pudo huir; a Diego de León, el antiguo conmilitón de Espartero conocido como la Primera Lanza del Reino, le aguardó un pelotón de fusilamiento en la Puerta de Toledo.
En 1842 se sublevó Barcelona. Espartero, desplazado en persona hasta la Ciudad Condal, situó baterías en Montjuich y bombardeó sin piedad a la población civil. La innecesaria salvajada de Barcelona le terminaría costando el puesto. El general Narváez aunó voluntades entre los descontentos y se pronunció contra el Gobierno de Espartero, a quien ya no le quedaba ningún aliado. Huyó a Cádiz y, desde allí, embarcó para Inglaterra. La reina, una niña de 13 años, mientras todo esto sucedía, juraba la Constitución de un reino que se disputaban a cañonazos dos espadones. El liberalismo en España no terminaba de cuajar. Difícilmente podía hacerlo en un país descapitalizado, con los peores políticos de Europa, sin apenas empresarios y en el que 7 de cada 10 personas eran analfabetas.
Ramón María Narváez.Narváez dio orden de vigilar a Espartero en el exilio y de que, si se le ocurría regresar a España, fuese fusilado "sin mediar más tiempo que el necesario para identificarlo". Como la política es antojadiza y oscilante como un péndulo, a los pocos años fue rehabilitado por el mismo Narváez y pudo volver. Con motivo de la asonada de 1854, la reina le llamó para que se hiciese cargo del Gobierno, junto a O'Donnell.
El binomio no funcionó: O'Donnell desplazó a Espartero y éste, que no podía ver a quien, años antes, le había dado un golpe de estado, renunció al cargo y se retiró a su casa de Logroño. Antes de dejar Madrid visitó a la reina, y le dijo con vehemencia: "Cuando la revolución vuelva a llamar a las puertas de este Palacio, no vuelva Vuestra Majestad a acordarse de mi persona".
La revolución, la definitiva, llegó doce años después, y arrastró a la propia reina. Espartero, ya anciano, contempló descorazonado el triste final de una dinastía a la que había dedicado sus mejores años. El general Prim, que se hallaba buscando un nuevo monarca que sustituyese para siempre a los denostados Borbones, ofreció la Corona de España al general manchego, que la rechazó arguyendo motivos de edad. Amadeo de Saboya, el flamante príncipe italiano que había encontrado Prim para suceder a Isabel II, se acercó hasta Logroño para homenajear al retirado caudillo hispano. Le concedió el título de Príncipe de Vergara, un honor digno de reyes y del que en el pasado sólo había disfrutado Manuel Godoy, pero por otros motivos.
Al efímero reinado de Amadeo le sucedió la aún más efímera I República, cuyo primer presidente, Estanislao Figueras, lejos de ignorar a Espartero, le comunicó personalmente la llegada del nuevo régimen. El octogenario militar respondió solemne: "Cúmplase la voluntad popular". Pero la siempre tornadiza voluntad a la que Espartero hacía referencia hizo que, un año después, volvieran los Borbones, en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel II. El rey peregrinó hasta Logroño para rendir visita y obtener la bendición del que para entonces ya era un monumento nacional.
Tres años más tarde, semanas antes de cumplir los 87, Baldomero Espartero, el hijo de un humilde carretero que había llegado a príncipe, moría en Logroño admirado y respetado por todos. Fieles a la tradición nacional de deshacerse en desaforados elogios con los muertos, en Madrid le dedicaron una gran estatua ecuestre alineada con la Puerta de Alcalá y la Cibeles; en el pedestal hicieron grabar una encomiástica leyenda: "A Espartero, el Pacificador. La Nación, agradecida".
No era para tanto. La nación, más que agradecida, lo que estaba era baldada tras el largo y doloroso parto que le había traído a la modernidad. Espartero había asistido en lugar privilegiado al alumbramiento. Tuvo, eso sí, la suerte de poder contarlo.
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13/9/07

Per la patria y per la llibertat de tota Espanya"

"Per la patria y per la llibertat de tota Espanya"

Por Fernando Díaz Villanueva

El castillo de Montjuich.
El 22 de agosto de 1705 una formidable flota compuesta por 160 barcos y 20.000 hombres echó el ancla frente a Barcelona. Aturdidas, las autoridades del lugar ordenaron cerrar las puertas a cal y canto. Barcelona, de primeras, no se rendía, y así se lo hicieron saber a los invasores, una heterogénea mezcla de británicos, holandeses y austriacos. Éstos, por su parte, acamparon en la playa y, unos días después, se lanzaron contra el castillo de Montjuich, que tomaron al asalto. Desde allí bombardearon la ciudad durante un mes, hasta que el 9 de octubre se entregó.
Al poco, uno que quería ser rey de España, un austriaco que no sabía castellano ni, naturalmente, catalán, entró en la ciudad y se hizo nombrar Carlos III de España, de las Indias y de todas las golosinas que en aquellos tiempos llevaba aparejadas nuestra Corona. Este Carlos era un Habsburgo de la rama austriaca que había tenido la mala pata de nacer segundón, por lo que, cuando estalló la Guerra de Sucesión, fue como si le hubiese venido Dios a ver. Sabiendo que media Europa le apoyaba, reclamó la herencia del idiota de su primo, Carlos II de España, muerto en 1700 después de 40 años de mal gobierno y estupidez congénita.
El otro primo de Carlos, un francés llamado Felipe, otro segundón que paseaba su galanura y su ocio por los corredores de Versalles, se había hecho con la herencia cinco años antes. Entre Carlos y Felipe, Felipe y Carlos, España se desangró en una guerra larga y tonta que dejó el país hecho unos zorros y liquidó las posesiones de la Corona en Europa, esa fuente de dolores de cabeza que había dejado exhaustos a los reinos de España durante dos interminables siglos. Y es que hasta los peores disgustos tienen su parte buena.
A Felipe de Borbón la aventura se la financiaba su abuelo, Luis XIV, el Rey Sol, el monarca más poderoso –y más aborrecido– de Europa. A Carlos de Austria le apoyaba moralmente su familia vienesa, y le pagaban las facturas los ingleses y los holandeses, enemigos declarados e incondicionales de Francia. España se partió en dos; o, como cantaban por las calles de Valencia en aquellos años: "Entre Felipe el Quinto y Carlos el Tercero nos quedamos desnudos y sin dinero". Unos se decantaron por el francés, otros por el austriaco, y la mayoría hizo lo que pudo, sorteando el hambre y apoyando de mejor o peor gana al que le tocaba, como en todas las guerras.
Pero volvamos a ese momento mágico en el que España, a falta de otros entretenimientos, tuvo dos reyes. Carlos de Austria se afincó en Barcelona prometiendo el oro, el moro, los fueros, las costumbres del país y lo que hiciese falta; es decir, lo mismo que había hecho Felipe cuatro años antes en Lérida, según entraba en el Principado para ser reconocido como rey de todos los catalanes, especialmente de los que mandaban. Pero las tornas habían cambiado y el empuje de los aliados invitaba a pasarse al otro bando. Así sucedió en Cataluña, pero no sólo allí. Otras ciudades de la Corona, como Zaragoza, Salamanca, Milán, Bruselas y hasta la propia Madrid, sucumbieron ante los ejércitos que defendían la causa de los Habsburgo.
El pretendiente austriaco.A principios de 1707 las cosas pintaban tan mal para el Borbón que Luis XIV sugirió a su nieto que se retirase, que lo de España estaba irremediablemente perdido, que en Versalles nunca le faltaría una cama y una sopa caliente. Pero en los planes de Felipe no entraba volver a París para vivir como un perdedor, jugando a los naipes el resto de sus días, y emprendió el contraataque. Se encontraba sitiado, Portugal se había unido al bando austracista y Carlos, satisfecho de su fácil victoria, miraba los toros desde la cómoda barrera de Barcelona. Sólo tenía una escapatoria: tomar Valencia y, desde allí, ir reconquistando poco a poco el reino que le habían birlado en un descuido.
En abril de 1707 el duque de Berwick, un aristócrata inglés reciclado en general francés, presentó batalla a los aliados en un prado manchego cerca de Almansa. La victoria borbónica fue sonada y abrió las puertas del reino de Valencia al ejército de Felipe, que se apresuró a capturar tantas plazas como le fue posible. Carlos de Austria no se daba por vencido y reinició la ofensiva en Castilla, con éxito desigual. Recuperó Zaragoza y llegó a tomar Madrid de nuevo, que lo recibió con una frialdad absoluta.
En 1710 la guerra estaba estancada tanto en la Península como en Europa. Para desatascarla, dos ejércitos aliados fueron enviados a Castilla, y allí, en los campos de la Alcarria, se resolvió el conflicto. Al inglés James Stanhope lo molieron a palos en Brihuega, y el austriaco Guido von Starhemberg tuvo que salir a uña de caballo de Villaviciosa de Tajuña, con sólo 60 de los 14.000 hombres con que había llegado. La determinación de Felipe de Borbón era más fuerte que nunca: "Ya que Dios ciñó mis sienes con la Corona de España, la conservaré y la defenderé mientras me quede en las venas una gota de sangre". Evidentemente, no hizo falta llegar a tanto. Un año después José I, emperador de Alemania, murió sin descendencia, dejando como heredero único a su hermano Carlos, el segundón que, de la noche a la mañana, había dejado de serlo.
Como por arte de birlibirloque, Carlos de Austria se olvidó de España, devolvió la corona, las buenas intenciones y hasta el ordinal. Desde entonces pasó a ser Carlos IV de Alemania, dejando lo de Tercero para un niño que nacería cinco años después en el Alcázar de Madrid y que, andando el tiempo, llegaría a ser el Carlos III que todos conocemos, el narizotas.
Felipe V.Para las cancillerías europeas el desenlace era perfecto... siempre y cuando Felipe rehuyese la tentación de unir las coronas de España y Francia, motivo que había hecho estallar la guerra. La otra opción, una reedición de los Habsburgo de Madrid y Viena puesta al día, no era del agrado de ingleses y holandeses, que, con razón, se temían lo peor. Carlos de desentendió de España y Felipe de Francia. Lo urgente era repartirse lo que quedaba de imperio español en Europa, y todos tan amigos. Estos detalles se discutieron entre 1713 y 1714 en la ciudad holandesa de Utrecht y en un pueblo alemán llamado Rastatt.
En la primavera de 1714 toda Europa se refocilaba de nuevo en las bendiciones de una paz que, cómo no, iba a ser perpetua. Bueno, toda exactamente... no. En Barcelona y alrededores no se habían enterado de que la guerra era cosa del pasado y de que su flamante soberano había dejado de serlo por voluntad propia. Felipe de Borbón, que ya era en toda regla Felipe V, solicitó por las buenas que se lo replanteasen en la Ciudad Condal, a lo que las Cortes respondieron que nones, que el rey era Carlos, que resistirían lo que fuese menester y que de la Rambla les iban a sacar con los pies por delante; es decir, que salieron con una españolada antológica, digna de los celtíberos de Numancia.
El rey, molesto por tanta cabezonería, envió en el verano de 1713 un ejército al mando de duque de Pópoli para intimidar. Pero los pertinaces barceloneses echaron el cierre a la ciudad por segunda vez. La táctica de Pópoli era la habitual en esos casos: bloqueo y algún cañonazo de vez en cuando para ablandar la moral de los sitiados. Pópoli, sin embargo, no cayó en que Barcelona goza de una extraordinaria franja costera, por la que entraba tanta comida como pólvora, lo que, unido a las estrecheces de los sitiadores y al traicionero invierno catalán, provocó que el asedio se prolongase durante meses.
Como los progresos eran nulos, en julio del año siguiente Felipe V mandó a Berwick a Barcelona para que finiquitase el expediente con el arrojo que le había hecho célebre. El duque se presentó ante las puertas de Barcelona el 25 de julio con 20.000 hombres y 87 cañones, que se unieron a los 15.000 efectivos que sitiaban la plaza desde el año anterior. Al otro lado de la muralla su defensor, Antonio de Villarroel, vio que esta vez iba en serio y organizó la defensa de la ciudad, una defensa a muerte porque de ésa era imposible salir bien librado. Y probablemente Villarroel lo sabía.
Plano de la Barcelona de 1714.Durante el mes de agosto Berwick se empleó a fondo en arruinar a bombazos los baluartes de Portal Nou y Santa Clara. El día 30 las brechas eran de tal calibre que se habían transformado en boquetes indefendibles. Pero las fisuras en la muralla no eran nada en comparación con las que se habían abierto entre los resistentes: Villarroel dimitió antes de enfrentar lo inevitable, sugiriendo de paso al Consejo que la hora de capitular había llegado.
El conseller en cap, Rafael Casanova, se presentó a la desesperada en el campamento de Berwick, pero para entonces Casanova tenía ya poco que ofrecer, apenas la rendición y poco más para salvar el pellejo. Como buen español, no ofreció ni eso. Se dio la vuelta, tomando a Berwick por un terco fanfarrón, y retomó las armas. Esta vez, bajo el patrocinio de la Virgen de la Merced, que había sido nombrada capitana de la ciudad tras la renuncia de Villaroel. Otra españolada.
Sin nada más que negociar, el general borbónico fijó el asalto final para la madrugada del 11 de septiembre. En plena noche, los soldados del rey se internaron en Barcelona tras disparar 10 cañonazos. Los sitiadores debieron de suponer que semejante carga haría rendirse de inmediato a los barceloneses, de puro miedo, pero no fue así. Durante toda la mañana los hombres de Berwick avanzaron pesadamente por las callejuelas, entre cascotes y cadáveres. En cada plaza un retén les estaba esperando a cara de perro, como si les fuese la vida en ello; bueno, es que les iba la vida en ello.
A las tres de la tarde el Consejo de Ciento volvió a reunirse, pero no para claudicar ante el invasor, sino para invitar a los resistentes a "derramar gloriosament sa sanch y vida per son rey, per son honor, per la patria y per la llibertat de tota Espanya". Demasiado tarde: ni la apelación postrera a las libertades que "tot lo Principat y tota Espanya" iban a perder cambiaría la suerte de la batalla. A última hora de la tarde Barcelona se rindió, agotada de tanto y tan inútil esfuerzo.
Villarroel fue hecho preso y enviado cargado de cadenas al castillo de Santa Bárbara, en Alicante. Casanova sufrió una suerte bien distinta. Antes del momento crucial recibió una pequeña herida y tramó una fuga más propia de Houdini que del héroe nacional que, dos siglos más tarde, unos ignorantes hicieron de él. Con la ayuda de un médico, falsificó un certificado de defunción, hizo desaparecer de los archivos los papeles que le involucraban, delegó en otro consejero la capitulación y salió pitando de Barcelona disfrazado de fraile. Una vez a salvo se instaló en San Baudilio de Llobregat, desde donde solicitó –y obtuvo– el perdón real. Reconciliado con el Borbón, vivió la mar de bien ejerciendo de abogado hasta los 83 años, lo que debió de convertirle en uno de los europeos más longevos del siglo XVIII.
Barcelona y el resto de España se fueron recuperando del susto a lo largo del reinado de Felipe V. Las heridas cicatrizaron, y un siglo después, cuando la gabachada de Napoleón entró en España a sangre y fuego para quedarse, ya nadie se acordaba del lance, y la dinastía era querida hasta el punto de que a Fernando VII, el más impresentable de sus vástagos, el pueblo le bautizó como El Deseado. Habría que esperar doscientos años para que la Guerra de Sucesión y el sitio de Barcelona volviesen a ser obsesivamente recordados, y hasta celebrados. Pero ésa, claro, es otra historia.
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4/9/07

Fernando el Santo, o el nacimiento de Andalucía

Fernando el Santo, o el nacimiento de Andalucía

Por Fernando Díaz Villanueva

Representación de San Fernando a cargo de Valdés Leal (detalle).
El 6 de junio de 1217 una teja desprendida accidentalmente del tejado del Palacio Episcopal de Palencia vino a cambiar de golpe la historia de España. La teja, quizá suelta por las lluvias primaverales o simple descuido de un albañil chapucero –que no son cosa de ahora–, fue a estrellarse sobre la cabeza del rey de Castilla y lo dejó en el sitio sin remedio. El monarca, que se llamaba Enrique y contaba sólo 13 años, no tenía más descendencia que su propia hermana Berenguela y era miembro de una familia extensa pero no muy bien avenida.
El mecanismo sucesorio se puso en marcha, y fue precisamente Berenguela la beneficiaria del triste accidente. Ésta, que había nacido para reina pero no para soberana, llamó a su hijo Fernando, que se encontraba en León junto a su padre, el rey Alfonso IX. Berenguela y Alfonso habían estado casados, pero el papa Inocencio III, enterado de que eran tío y sobrina, anuló el matrimonio. A los amartelados esposos les dio tiempo, eso sí, de traer cinco niños al mundo.
Este Alfonso IX era de ideas fijas y reincidente en lo que toca a la consaguinidad: antes de casarse con Berenguela le había hecho tres hijos a una prima, Teresa de Portugal. Uno de ellos se llamaba también Fernando, y, para variar, murió joven y jamás llegó a reinar.
El otro Fernando, el de Berenguela, no era ajeno a los vaivenes de una familia tan inestable. Había venido al mundo en un pueblo de Zamora, exactamente en el interior de una tienda de campaña y junto a un monasterio, cuando sus padres se encontraban de aquí para allá con la Corte a cuestas. Se crió como segundón en tierras leonesas, hasta que la inoportuna teja palentina cambió su suerte. Se trasladó entonces a Valladolid, donde su madre había sido coronada como reina de Castilla, y allí mismo le hicieron rey cuando apenas tenía 17 años. Advertido Alfonso IX de las maniobras de su ex con el niño, decidió invadir Castilla con la aquiescencia de unos nobles levantiscos y desleales acaudillados por el infante de Lara.
Fernando se negó a luchar con su padre, hombre de indudables arrestos pero no muy inclinado a la reflexión, y le hizo saber su propósito de llegar a un entendimiento pacífico. Al final, padre e hijo se entendieron con tanta paz como fue posible en la Concordia de Toro y el asunto quedó zanjado. El joven Fernando no tenía intención alguna de desangrarse en estúpidas disputas con sus vecinos leoneses cuando, al sur, el racimo de taifas andalusíes, los restos del antiguo y poderoso imperio moro, estaba maduro para la vendimia.
Fernando III.Padre e hijo se dispusieron, cada uno por su cuenta, a enfilar el camino del sur. Alfonso IX descendió con sus tropas de bravos leoneses por la dehesa extremeña, y en un par de años conquistó Cáceres, Mérida y Badajoz. Luego, volviendo de Compostela de agradecer a Santiago Matamoros su concurso en la victoria sobre los ídem, se murió de puro agotamiento en una aldea perdida en las profundidades de Galicia.
La última jugada de Alfonso, sin embargo, estaba por destaparse. El heredero de León no sería Fernando, sino sus hermanastras Sancha y Dulce. Fernando, ya convertido en rutilante y apuesto treintañero, se encontraba sitiando Jaén y encomendó a su madre la tarea de deshacer el lío armado por su vengativo padre conminando a las infantas a que renunciasen a lo que no era suyo. Las Cortes de León habían reconocido años antes a Fernando como heredero, y además no era plan abrir un nuevo conflicto, ahora que todo pintaba tan bien de Sierra Morena para abajo.
Berenguela lo consiguió en un acuerdo privado con la madre de Sancha y Dulce, aquella Teresa de Portugal que dejamos más arriba recién separada de Alfonso porque eran primos. El pacto, firmado en Valença do Minho, consagró la "unión perpetua de estos reynos", Castilla y León; es decir, que el día menos pensado se separan, porque en España no hay cosa más temporal que lo perpetuo, ni más perpetuo que lo temporal. Por de pronto, llevan casi 800 años unidos, que no es ninguna tontería.
Cerrado el asuntillo paterno, Fernando echó el resto en la conquista de Al Ándalus. Antes, eso sí, se buscó una princesa digna del monarca que iba a llegar a ser. Aconsejado por su madre, se casó con Beatriz de Suabia, una jovencita adornada por múltiples virtudes: guapa, alemana, de linaje paridor, nieta del emperador Barbarroja y, a decir de los cronistas, "optima, pulchra, sapiens et pudica"; o sea, buena, bella, sabia y pudorosa. Lo dicho, una joyita de mujer, como siempre han sido las alemanas. Le dio diez hijos y un heredero casi tan sabio como ella, Alfonso X.
Su primer objetivo era asegurar las plazas situadas al otro lado de Despeñaperros, que habían quedado desatendidas tras la inesperada pero fulgurante victoria de las Navas de Tolosa. En 1226 se apoderó de Baeza, con lo que metió el miedo en el cuerpo al taifa de Sevilla, un moro muy cobarde llamado Al Mammun que se puso a los pies de Fernando para lo que fuera menester; y fue menester que entregara a Castilla 300.000 maravedíes. Un dineral, vamos.
Con el sevillano hecho una alfombra y los bolsillos llenos, Fernando recobró Trujillo en 1232, Montiel, Baza y Úbeda en 1233, Medellín en 1235… Creyéndose en plena racha, se concentró en Jaén... y por dos veces se dio contra sus murallas. Desanimado por la terquedad de la morisma jienense, se dirigió a Córdoba, es decir a la boca del lobo, la ciudad de los califas, de Almanzor y Abderramán, el símbolo del poder musulmán en España, y la rindió en 1236. La Cristiandad entera quedó conmocionada, y más cuando a Roma llegó el modo en que Fernando conquistaba.
Interior de la Mezquita de Córdoba.Lejos de limitarse a ocupar el alcázar de la plaza conquistada con un pequeño contingente cristiano, al uso de los cruzados de Tierra Santa, Fernando vaciaba literalmente de moros las tierras que iba tomando. Antes de entrar en una ciudad, lanzaba un ultimátum a los sarracenos que quedaban en ella. O se iban o se iban, así de simple; no les dejaba más elección que llevarse sus cosas o dejarlas. Sabía que, si quedaban bolsas de musulmanes a sus espaldas, éstos podían rebelarse o pedir ayuda a sus hermanos de África. La táctica, además, servía de acicate para que las gentes del norte se apuntasen a la cruzada. Y es que, bien mirado, ¿quién no iba a cambiar un triste terrenito gélido y desamparado a las afueras de Soria por una soleada hacienda moteada de naranjos en flor a la ribera del Betis?
La conquista de Córdoba fue un bálsamo para los cristianos y un palo para los musulmanes, especialmente para los que tuvieron que cargar a hombros las campanas de la catedral de Santiago, que dos siglos antes Almanzor había hecho llevar hasta Córdoba de la misma manera, con porteadores cristianos, claro. Donde las dan las toman, debió de pensar el rey Fernando. El emir de Murcia captó el mensaje a la primera y puso sus barbas a remojar antes de que se las cortasen: que entregó la ciudad, vamos. Murcia fue una excepción: no se vació de moros; y años más tarde se produjo la temida sublevación. Jaime I hubo de sofocar la revuelta y proceder a repoblar el lugar (con aragoneses). Ni que decir tiene que los problemas se acabaron ahí.
Jaén cayó, al fin, en 1246, después de seis meses de asedio. Mohamed ben Nazar dio por imposible la resistencia y pactó con Fernando la rendición de la plaza, a cambio de que se le dejase afincarse en Granada. Este Ben Nazar sería el fundador de la dinastía nazarí de Granada y quien encargaría la construcción de la Alhambra, el más bello palacio de cuantos se han construido jamás en España, quizá en Europa.
Los granadinos, contentos de verse libres de la amenaza castellana, le apodaron "Al Galib Bil Alá", el victorioso de Alá. Esto viene a demostrar que los musulmanes de ayer son como los de hoy, víctimas de sus propias patrañas. Porque Ben Nazar hizo muchas cosas buenas, pero no ganó una sola batalla a los cristianos; muy al contrario, colaboró con el rey de Castilla en la conquista de Sevilla, la obra magna de Fernando III.
A pesar del poder simbólico de Córdoba, la verdadera capital de Al Ándalus en el siglo XIII era Sevilla, ciudad opulenta y orgullosa, puerto de mar que ya presumía de Giralda, Torre del Oro y Alcázar. Conquistarla era apuntillar definitivamente al Islam hispano.
A Fernando le estaba pasando lo que a todos los conquistadores legendarios: cuanto más tenía, más quería. Sevilla era el premio gordo en la lotería de la Reconquista; lo demás serían pedreas, aproximaciones y reintegros. Fernando se afanó por ganarlo antes de que la muerte viniese a visitarle, que en esa época, y dedicándose uno a la guerra, pasar de la cincuentena era una proeza reservada a unos pocos privilegiados por la fortuna y la genética.
La conquista de Sevilla se planificó con sumo cuidado. Por tierra, la retaguardia estaba cubierta, por lo que el sitio podría sostenerse durante todo el tiempo que fuese necesario. El problema radicaba en que Sevilla, a diferencia de Córdoba o Jaén, podía ser auxiliada por agua, a través del río. Fernando pensó en ello y ordenó al burgalés Ramón Bonifaz que armase una flota en el Cantábrico y la condujese hasta el Golfo de Cádiz. Así nació la Marina castellana, germen, junto con la aragonesa, de la Armada Española. Los santanderinos sintieron la gesta tan suya que, desde entonces, el escudo de su ciudad luce un navío y la Torre del Oro.
Sevilla capituló el 23 de noviembre de 1248. El Rey exigió la rendición incondicional, es decir, que a su entrada no quedase un solo musulmán dentro de las murallas. En ese mismo instante la ciudad pasó a ser, en tanto que residencia regia, capital de Castilla y León. Desde allí, Fernando III remataría un reinado que no tuvo un solo año malo: unificó dos reinos que hasta entonces se llevaban a matar; el castellano pasó a ser la lengua de las leyes, con la traducción del Liber Iudiciorum o Fuero Juzgo; se inició la construcción de las catedrales de Burgos, León y Toledo; pero, sobre todo y ante todo, fundó Andalucía, la mayor y más bella región de España: corriendo el tiempo, terminaría convirtiéndose en su más preciado gallardete, su santo y seña, su florón, su jardín y su motivo de orgullo.
El Guadalquivir no contuvo el apetito conquistador del Rey. Concibió un plan para desembarcar en África y proseguir con la Reconquista en tierra de moros. Pero una enfermedad muy fastidiosa, la hidropesía, truncó la empresa africana y se lo llevó a la fosa el 30 de mayo de 1252. Siglos después, su causa fue llevada ante el Papa para que lo elevase a los altares. Se abrió la tumba, y los promotores de la canonización se encontraron con que el cuerpo estaba algo arrugadillo y más seco que la mojama pero incorrupto, motivo por el cual fue hecho santo de inmediato.
Desde entonces, todos los Fernandos del mundo –y somos unos cuantos– le tenemos por nuestro santo patrón, al igual que la ciudad de Sevilla y el arma de Ingenieros del Ejército. Ha pasado a la Historia como el mejor rey de Castilla. Caballeresco, noble de corazón y generoso, no legó sus virtudes a sus descendientes, que anduvieron a la greña unos con otros y tardaron dos siglos y medio en rematar la obra del Rey Santo.
Por una vez, podemos decir que los elogios de un epitafio hacen justicia al finado:
Aquí yace el muy honrado Rey Don Fernando, señor de Castilla y de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia y de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, el más verdadero, el más franco, el más esforzado, el más apuesto, el más granado, el más sufrido, el más humilde, el que más temió a Dios, el que más le sirvió, el que derrotó y destruyó a sus enemigos, el que elevó y honró a sus amigos, el que conquistó la ciudad de Sevilla, que es cabeza de toda España.
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1/9/07

Flandes, la guerra de nunca acabar

Flandes, la guerra de nunca acabar

Por Fernando Díaz Villanueva

Rendición de Breda (1625)
La de Flandes fue la empresa exterior más disparatada, irracional y cara de toda nuestra historia, que no es precisamente corta. No se ganó nada y se perdió mucho. Se dilapidaron toneladas de oro, lustroso y virginal, recién sacado de la mina en Perú para, literalmente, quemar pueblos y aldeas en un remoto confín de Europa que a los naturales de la península nunca le había importado lo más mínimo.

Fernando Girón, un veterano de los tercios, clamaba ante el Consejo de Estado sesenta años después de haberse iniciado la revuelta: "La guerra de Flandes ha sido y será la más larga, costosa, sangrienta e inagotable de cuantas ha habido en el mundo".

A pesar de ello, ni todo el oro de América fue suficiente, porque la incipiente y desastrosa Hacienda de los Habsburgo se vio obligada a declarar sucesivas bancarrotas que dejaron al país hecho un cromo y a sus monarcas una cuadrilla de mendigos. Pero no sólo se fue una fortuna en metálico por el desagüe holandés. La aventura salió carísima en términos humanos, culturales, políticos y de prestigio internacional. Los ochenta años de guerra en un rinconcillo del continente detrajeron cuantiosos recursos que bien podrían haberse empleado en otros asuntos más convenientes. Si alguna vez existió eso que llaman la decadencia española, ésta empezó por Flandes.

El destino de los Países Bajos y el de España quedó fatal y fortuitamente unido a la muerte de Fernando el Católico en 1516. El rey, que estiró la pata en Madrigalejo, un pueblillo de Extremadura del que nadie se acuerda, dejó por escrito que el heredero universal de todos sus reinos sería un nieto quinceañero que había venido al mundo en Gante, un boyante mercado flamenco a miles de kilómetros de allí. El niño, que se llamaba Carlos e iba cargado de herencia, se trasladó a España y después de cuarenta años de zascandileo murió aquí, en Yuste, no muy lejos de donde el abuelo había pasado a mejor vida.

Mapa de los Países Bajos de Jan Jansson (1658)Con Carlos I las provincias flamencas no dieron demasiados problemas, quizá porque, a fin de cuentas, el rey era paisano. No sucedió así con Felipe II, su heredero, nacido en Valladolid, español por decisión y católico por convicción. En 1566 los holandeses, que eran los flamencos del norte –los del sur eran belgas pero aún no lo sabían–, se declararon en rebeldía. Renegaban del soberano y, lo que es peor, renegaban de la fe católica... y hasta ahí podía llegar la paciencia de Felipe II. Vamos, que se pusieron a quemar imágenes por las iglesias de Amberes. No es necesario decir mucho más. La gobernadora y hermana del rey, Margarita de Parma, hizo lo imposible para arreglarlo, pero ya era tarde. Un año después llegó a Bruselas Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, con un ejército bien entrenado, mal pagado y hambriento de botín.

El de Alba quiso dar un castigo ejemplar a los revoltosos instituyendo el tristemente famoso Tribunal de los Tumultos, que fue tan severo en sus penas que los holandeses no tardaron en rebautizarlo como Bloedraad o Tribunal de la sangre. Como suele suceder en estos casos, fue peor el remedio que la enfermedad. Y no por la cantidad de ejecutados, que fueron poco más de mil, sino por la calidad de los mismos. Las cabezas de los dos aristócratas más influyentes de los Países Bajos, los condes de Egmont y Horn, rodaron por la Grand Place de Bruselas y fueron expuestas durante horas para edificación de la plebe allí congregada.

El duque, con intención de finiquitar con presteza la faena, envió sin más demora a sus tercios contra los rebeldes que capitaneaban Luis de Nassau y Guillermo de Orange. En Jemmingen y Jodoigne la resistencia holandesa cayó frente a las armas del que entonces era el ejército más poderoso del mundo. Había llegado el momento de que el rey, recluido en Madrid, buscase la reconciliación final. Pero Felipe no quiso hacerlo y los rebeldes, ocultos en Alemania, se rearmaron. Los tercios, además, salían por un pico y la corona no estaba dispuesta a mantenerlos, por lo que Alba decidió crear un diezmo destinado a evitar que la soldadesca reclamase su salario por otras vías menos pacíficas.

Fernando Álvarez de Toledo, duque de AlbaEl diezmo reavivó la revuelta que se encontraba en horas bajas. El duque de Alba reinició la campaña arrasando Malinas, Mons, Zutphen y Naarden sin escatimar saqueos y asesinatos. La receta de palos del español era padecida por los rebeldes y bien conocida en Madrid donde intuían que tanta dureza no tardaría en pasar factura. De ahí que en 1573 el rey destituyó al duque y en su lugar nombró a Luis de Requesens, un catalán adornado de "prudencia, buen juicio y virtudes diplomáticas" que había participado en Lepanto y venía de gobernar el Milanesado.

Lo que Requesens se encontró en Flandes fue un vivero de odio y de querellas mutuas. Los holandeses aborrecían de los españoles por invasores y por católicos; los españoles, por su parte, hacían lo propio de los holandeses por razones inversas: por rebeldes y por protestantes. Requesens traía órdenes de llegar a un acuerdo que devolviese las provincias al estado de 1566. El español ofrecía cerrar el Tribunal de los Tumultos y retirar el diezmo a cambio de que se reconociese la soberanía del rey de España y, sobre todo, que los holandeses abjurasen de su protestantismo. El truco, evidentemente, no coló y se reanudó la guerra.

Requesens, incapaz de hacerse cargo de la situación, murió piamente en Bruselas siete meses después de que la Corona se declarase en suspensión de pagos y nueve antes de que se desatase en Amberes la llamada Furia Española. Durante tres interminables días varias unidades de los tercios que llevaban un año sin cobrar se sublevaron metiendo fuego a la ciudad y llenando sus calles y plazas de cadáveres. Al sustituto de Requesens, Juan de Austria, sólo le quedó callar y firmar la pacificación de Gante, por la que los tercios españoles abandonaron Flandes.

Por poco tiempo, eso sí. Dos años después la situación se había complicado de nuevo y Juan de Austria llamó de nuevo a los tercios que se habían retirado a Italia. El gobernador, sobrepasado por los acontecimientos, se refugió en Namur y allí murió de tifus en 1578. Alejandro Farnesio al mando de un impresionante tercio dejó Italia y se internó en el Camino Español para auxiliar a lo que quedaba del maltrecho tercio de Flandes. Al llegar lo vio claro. El norte, es decir, Holanda, Zelanda, Groninga y demás barrizales situados bajo el nivel del mar estaban total y absolutamente perdidos. El sur no tanto, por lo que había que llegar a acuerdos con los flamencos que seguían siendo católicos, atrincherarse allí y seguir puliéndose las remesas de oro que llegaban a Sevilla.

Juan de AustriaEl plan salió a pedir de boca y los Países Bajos siguieron siendo bajos pero nunca más volvieron a estar unidos. Se crearon dos alianzas, la de Arras, favorable al rey de España, y la de Utrecht, integrada por las provincias rebeldes. En 1581 Guillermo de Orange fue puesto fuera de la ley y se convirtió en el líder indiscutible de la rebelión. Felipe II ofreció a quien las quisiese 25.000 coronas de recompensa por su cabeza. Un tal Baltasar Gerard, un francés algo alocado que planificó el magnicidio con detenimiento, consiguió acercarse a Orange en su casa de Delft y le cosió a tiros con un trabuco.

La mala suerte quiso que los guardias le atrapasen cuando intentaba dejar la ciudad. Fue, por descontado, condenado a muerte. A una muerte horrible. Por decisión judicial, el infeliz fue, en este orden, torturado con hierros ardientes, destripado y descuartizado mientras se encontraba con vida. Para que luego digan los holandeses que somos nosotros los bárbaros.

En 1585 Farnesio consiguió lo que parecía imposible: reconquistar Amberes. A partir de ahí el general puedo completar un auténtico paseo militar que le llevaría hasta Nimega, en plena provincia de Güeldres, una de las cabezas de la rebelión. El frente se estancó durante años debido al poderío creciente del rey de España, que acaba de incorporar Portugal a sus dominios, y al relativo aislamiento de los rebeldes flamencos que, a pesar del abierto apoyo de la Inglaterra isabelina, no conseguían bajar de la línea de Breda. Lo que había visionado Farnesio en un arranque de optimismo era ya una realidad.

La frontera entre el norte y el sur de Flandes era esponjosa pero más o menos estable. Durante años la guerra se aletargó en una riña interminable de desgaste en la que, más que librarse batallas se libraron exasperantes asedios que, una de dos, o mataban de tifus o de aburrimiento a los tercios. La canción era siempre la misma. Españoles u holandeses ponían el cerco a una plaza hasta que ésta se rendía o hasta que recibía auxilio exterior y se levantaba el sitio. Los actores fueron cambiando. Muertos Orange y los primeros gobernadores españoles, Mauricio de Nassau e Isabel Clara Eugenia les tomaron el relevo a finales de siglo, casi al mismo tiempo en que Felipe II declaraba por tercera vez quiebra de la Corona y daba su último suspiro en su cenobio de El Escorial.

El siglo XVII comenzó con la llamada Pax Hispanica, un brevísimo periodo en el que los monarcas hispanos no estuvieron en guerra con nadie, a excepción de su batalla privada contra los herejes que, cada vez en menor número, iba pasando la Inquisición al brazo secular para que les diese matarile en público. Flandes no fue menos. Los Nassau y los Habsburgo se dieron un respiro durante doce años. Los Países Bajos eran ya un país independiente de facto, una república de nuevo cuño nacida de los escombros de una revuelta que se había extendido durante medio siglo.

En 1621, no obstante, se reanudó la pelea, y lo hizo porque la tregua había expirado y porque el nuevo valido del rey, el Conde-Duque de Olivares, era extremadamente ambicioso en materia exterior. El vencedor de Breda, el invicto Ambrosio de Spínola que había derrotado a los holandeses durante 20 años, se lo recordaba al Consejo de Estado: "La experiencia de sesenta años de guerra con Holanda ha mostrado la imposibilidad de conquistar por la fuerza aquellas provincias". Tras un tira y afloja de dos décadas en las que la guerra de Flandes se confundió con la de los treinta años que se libraba en Alemania –otro de los lugares donde ni España ni los españoles debieron nunca estar–, ambos bandos se reconocieron mutuamente en la ciudad alemana de Münster en 1648.

Alejandro FarnesioHabían pasado 82 años desde el estallido de la rebelión y ya no quedaba nadie vivo de los que la habían comenzado. España se comprometió a respetar la independencia de las Provincias Unidas y éstas a no incordiar el comercio con América, especialmente a no apresar la flota de Indias que el holandés Piet Hein había desgraciado en mala hora. El Flandes meridional seguiría dependiendo de la corona española otro medio siglo, hasta la Paz de Utrecht, que lo puso en manos de los austriacos. Para entonces la casa de Habsburgo ya había desaparecido del trono español, y con ella sus ansías de grandeza, sus fantasiosos planes europeos mantenidos a costa del oro de América y del sufrido soldado castellano y su concienzudo empeño en arruinar nuestro país.

En apenas unos años las Provincias Unidas –que en español es lo mismo que decir Holanda– se convirtieron en una superpotencia que fundaba colonias, circunnavegaba el globo y plantaba cara a los monarcas más poderosos del orbe. "¡Voto a Dios! Creo que el demonio caga holandeses", llego a decir en 1667 el político Samuel Pepys tras observar como los marinos de la república incendiaban la flota británica fondeada en Chatham y salían a todo trapo de allí.

En España, el nombre de Flandes pasó a ser sinónimo de derrota y frustración, de ruina caracolera y pérdida de tiempo. Nada se nos perdió allí, nada se sacó en claro y nuestro legado más perdurable en aquellas tierras ha sido el de la antipatía y el desdén. Y es que la lección de Flandes es la más palmaria demostración de que lo que mal empieza mal acaba.
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