Godoy, el rufián coronado
Por Fernando Díaz Villanueva
![]() | A la muerte de Carlos III el fecundo tronco borbónico se secó sin remedio. Su hijo y sucesor no heredó ninguna de sus virtudes, y sí, en cambio, alguno de sus peores defectos. Caprichos de la genética. Era grandullón, alelado y sosainas. No hay más que mirarle fijamente a la cara en cualquiera de los muchos retratos que Goya le dedicó para percatarse de que Carlos el Cuarto era tonto de capirote. |
Cabecita de ajo, mirada bovina, panza agradecida y boca minúscula. Carecía de la formación más elemental para hacerse cargo de la Corona. A cambio, era un excelente carpintero, un obsesivo coleccionista de relojes y un mediocre violinista, que atormentaba a sus sirvientes desafinando a placer. Cualidades encomiables pero poco útiles para regir los destinos de la que aún era una de las monarquías más poderosas de la Tierra.
Cuando le llegó el momento de elegir esposa le mostraron, tal y como se llevaba entonces, varios retratos de otras tantas princesas casaderas. Como no se podía decidir lo delegó en su padre, a quien la cosa ni le iba ni le venía. Al final fue su abuela, Isabel de Farnesio, quien designó a la siguiente reina de España. La elegida era una parmesana vivaracha, altiva, mandona y fea. Todo, menos lo primero, se agravaría con la edad. Al llegar a España se acomodó todo lo bien que pudo a su condición de princesa de Asturias, y esperó pacientemente, durante veinte largos años, el momento de ascender al trono.
En diciembre de 1788 murió Carlos III. Tres meses antes había ocurrido algo inesperado. Los príncipes de Asturias, ya metidos en años y dedicados a la holganza, viajaban de Segovia a La Granja. En el camino, a uno de sus guardias el caballo le hizo una cabriola y dio con sus huesos en el suelo. La princesa Maria Luisa, que lo había visto desde la ventanilla de su carroza, descendió alarmada para interesarse por la salud del jinete. Le vio entonces levantarse intacto, con una amplia sonrisa y radiando galantería. El accidentado se llamaba Manuel Godoy, un hidalgo extremeño de unos veinte años que servía en la Guardia de Corps.
La afición de la reina por los guardias jóvenes y apuestos era la comidilla de la Corte. De hecho, se decía que alguno había pasado ya por su lecho mientras el rey se encontraba de cacería, afición que practicaba a diario (entre él y su padre esquilmaron de caza mayor los montes cercanos a Madrid). El flechazo con Godoy fue inmediato. Al poco fue promovido dentro de la Guardia, y en apenas un año ya era caballero de la Orden de Santiago y titular de una encomienda que le reportaba jugosas rentas.
Tenía 23 años, y era sólo el principio. A los 24 fue nombrado mariscal de campo, gentilhombre de cámara y teniente general. A los 25 le llegó el ducado de Alcudia, la grandeza de España y el Toisón de Oro. A los 26, la capitanía general de los Ejércitos, otro ducado, un marquesado y un señorío. A los honores le siguieron enormes riquezas. De ganar 210 reales mensuales como guardia en 1788 pasó, cinco años después, a percibir 803.000 reales y a tener un patrimonio de difícil cuantía: palacios, fincas y obras de arte, que le fueron incautadas cuando su estrella se apagó, en 1808. El pueblo aprendió a odiarle a conciencia. Aquí, la envidia es el deporte nacional, y no es cosa de ahora.
En la Corte de Madrid, entre tanto, cundía el desasosiego. El rey no resolvía y la reina, verdadera dueña de la Corona, no sabía que hacer. En Francia había estallado la revolución. Los reyes, asustadizos e incapaces, dejaron de confiar en los ministros que les había legado Carlos III. Floridablanca y el conde de Aranda cayeron en desgracia. Su hueco vendría a ocuparlo el joven y afortunado guardia. Los monarcas europeos sellaron una alianza para frenar a los revoltosos franceses. Godoy, ya convertido en valido omnipotente, creyó llegado el momento de regalar a la reina, su amante y protectora, una gesta militar que justificase los favores recibidos.
Concentró tropas en Cataluña, para que penetrasen en el Rosellón y diesen su merecido a los jacobinos, que acababan de cortar el gaznate al primo del rey. De ahí no pasaron. El general Ricardos murió en Perpiñán, mientras el ejército de la Convención invadía Guipúzcoa, Álava y La Rioja. Como no era cosa de dejar que los franceses avanzasen más y se hiciesen con Madrid rematando el ridículo, Godoy pidió la paz, traicionando a sus aliados.
El apaño se celebró en Basilea. Los franceses se mantendrían al otro lado del Bidasoa, pero a cambio de tal merced el rey Carlos les compensaba con la mitad de La Española, actual Santo Domingo, razón por la cual hoy en Haití se habla algo parecido al francés. El cambalache sirvió como excusa para conceder a Godoy el estrafalario título de Príncipe de la Paz. Algo inaudito, porque en España, desde la Edad Media, la condición principesca sólo la ostentaba el hijo del rey.
La rendición de Basilea y su posterior epílogo, el tratado de San Ildefonso, serían letales para España; de ellos se derivarían muchos de los males que la afligieron en los años siguientes. Desde ese momento Godoy se dedicó en exclusiva a atender sus ambiciones personales, la cama de la reina y los deseos de los franceses. En ese orden.
La relación adúltera entre Maria Luisa de Parma y el advenedizo era ya tan escandalosa que el pueblo, ingenioso como de costumbre, inventaba coplas que se cantaban por ventas y tabernas. Muchas eran producto de la fértil imaginación de la buena gente del común; otras, sin embargo, nacían en el Palacio Real, en los aposentos del otro príncipe, el de Asturias. Fernando, que a pesar de su juventud era un dechado de rencor y maledicencia, odiaba a muerte al amante de su madre. Espoleado por su preceptor Juan de Escoiquiz, montó un gabinete de propaganda contra el válido y sus padres.
Una vieja insolentele elevó desde el cieno
burlándose del bueno
del esposo, que es harto complaciente
A Godoy, que se había soñado protagonista de cantares de gesta, las tonadillas populares le sentaban a cuerno quemado. Para acallar los chismorreos, y a pesar de que el valido mantenía a otra amante fija, Pepita Tudó, Maria Luisa le buscó una esposa de alcurnia, alguien que le abriese las puertas de la aristocracia, renuente a aceptar en sus filas a un vulgar palafrenero. Maria Teresa de Borbón, prima hermana del rey, que iba para monja, fue obligada a casarse con el Príncipe de la Paz. Pepita Tudó recibió un condado como premio de consolación y siguió donde estaba, dándole hijos bastardos, que acompañarían a los legítimos de la Borbón y al que le hizo a la reina. Porque Francisco de Paula, el benjamín de la Familia Real, era clavado a Godoy. Y si no, mire, mire el cuadro de Goya.
La alianza con Francia nos llevó al desastre naval del cabo de San Vicente y a los asedios de Cádiz, Puerto Rico y Tenerife, donde Nelson perdió el brazo pero no la bravura, ya que se tomó cumplida venganza ocho años después en Trafalgar, la derrota más tonta de nuestra historia.
En el interior el desgobierno no era menor. Alejandro Malaspina, un marino a la altura de James Cook pero al que tocó vivir en el país equivocado, lo veía muy negro en un informe que remitió al rey: "El erario arruinado, la Nación empobrecida y sin moral alguna, el comercio estancado, los Ejércitos y la Marina formados por gentes violentas e incapaces de obrar con autoridad". Pero el rey no reinaba, de manera que Malaspina fue detenido, acusado de conspiración y encerrado de por vida en el castillo coruñés de San Antón.
El desbarajuste le terminó costando el puesto, pero no por mucho tiempo. En Francia daba comienzo la era de Napoleón, un joven general de la edad de Godoy cuya ambición se lo comía vivo. Los planes de Napoleón eran, sin más preámbulos, conquistar Europa y poner el continente a las órdenes de París. En esto España jugaba un pequeño pero decisivo papel.
Godoy era el hombre perfecto. Napoleón no le tenía en la más mínima estima, pero el extremeño, tan sobrado de ganas como falto de talento, podía ponerle en bandeja lo que deseaba. Obligó a los reyes a avenirse a un nuevo acuerdo con Francia en San Ildefonso, por el cual España regalaba la Luisiana a Napoleón y se comprometía a declarar la guerra a Inglaterra y a Portugal. A cambio, nada. Lo de Inglaterra se despachó de muy mala manera frente a las costas de Cádiz; lo de Portugal, en una batallita a la medida de su general: un desfile militar desde Badajoz hasta la vecina Olivenza. Se la llamó la Guerra de las Naranjas porque, para anunciar la victoria, el galán envió a Madrid un ramo de naranjo dirigido a la reina.
Los portugueses pidieron la paz, que no tardó en llegar. Napoleón la necesitaba para reorganizarse y para proclamarse emperador. Hecho esto, emprendió de nuevo la guerra, su guerra. En España, Godoy se veía asediado por el pueblo, por la nobleza y por el príncipe Fernando, que conspiraba contra su padre. Una merienda de negros que terminó como terminó.
El balance de su privanza no podía ser más negativo, pero aún le restaba dar el do de pecho. En el Tratado de Fontainebleau, Portugal quedaba partido en tres: una parte para los reyes de España, otra para Napoleón y la tercera para Godoy, convertido en el Príncipe de los Algarves. Para llevarlo a cabo era preciso que tropas francesas cruzasen el país. Godoy contempló complacido cómo los soldados franceses se dirigían a conquistar su pequeño principado. Los acontecimientos se aceleraron. En marzo de 1808 el pueblo de Aranjuez asaltó el palacete del ministro. Se lo encontraron escondido en un desván, detrás de una alfombra. Le obligaron a renunciar a sus cargos. El príncipe Fernando, aprovechando el ambiente revuelto, forzó al rey a abdicar en él, cosa que el timorato monarca hizo de mil amores.
Godoy fue conducido a Villaviciosa de Odón, y de ahí a Bayona, donde se escribiría uno de los episodios más abyectos y miserables que ha perpetrado la monarquía española. Al amparo del emperador, se reunieron el padre, la madre, el hijo y el amante. Carlos IV declaró nula su abdicación de Aranjuez y reclamó la devolución de sus derechos. Se los cedió entonces a Napoleón Bonaparte, que los traspasó a su hermano José. Todo, por sendas pensiones y un castillo. Godoy, que no estaba por molestar, no dijo esta boca es mía.
Acababan de vender el reino, el envase; pero España, el contenido, no quería ser vendida. Coincidiendo con la comedia de Bayona, los madrileños se levantaron en armas contra los invasores franceses. La mecha no tardó en prender. Aunque sus monarcas hubiesen firmado el certificado de defunción, la Nación no estaba muerta. Daba comienzo la Guerra de la Independencia y España amanecía al mundo contemporáneo; a golpes, como siempre hemos hecho aquí las cosas.
Los traidores se refugiaron en Francia, mientras pudieron, bajo la protección de Napoleón. La caída del corso restituyó a Fernando la Corona como Fernando VII, el peor y más mezquino de los muchos reyes que han pasado por esta tierra. Carlos y María Luisa se exiliaron en Roma, junto a Godoy buscando el amparo del Papa. Allí morirían en enero de 1819, con doce días de diferencia. Ella antes que él. Hasta en eso fue obediente el simple de Carlos IV.
El que fuera Príncipe de la Paz, vilipendiado y objeto de las peores burlas, emigró a París, donde vivió trampeando hasta su muerte, en 1851. Su figura estaba ya tan olvidada que nadie se interesó por él, ni su esposa ni su amante, que le habían abandonado. De sus tiempos de gloria pocos se acordaban, y los que lo hacían era para mal. Siglo y medio después, ahí sigue, en una desmemoriada tumba del cementerio de Père Lachaise. Nadie ha reclamado sus restos.



Pero no era suficiente para el inquieto medellinense. Las expediciones que partían de Cuba para asentarse en Tierra Firme, que es como se conocía la costa del continente americano, salían escaldadas: unas no regresaban, y otras lo hacían en tan pésimo estado que el gobernador de Cuba veía peligrar su cómoda poltrona. Cortés, que todavía era joven, pensó que él era la persona indicada para la empresa. De salir bien, las ganancias podían ser sustanciosas, según lo que contaban los marineros que regresaban de la costa mexicana.
Envió una embajada de buena voluntad para que se encontrase con los españoles y los colmara de regalos. Los emisarios confirmaron sus temores: eran, efectivamente, teules (dioses en náhuatl). Se trataba de hombres corpulentos, blancos y barbados, dotados de insólitos animales, sobre los que cabalgaban, y de aún más insólitos ingenios para la guerra, que daban pavor con sólo mirarlos. Cortés, ajeno al sin vivir de los aztecas pero sospechando que tanta amabilidad no venía a cuento, siguió rumbo al norte hasta recalar en Cempoala. Los totonacas de esta región estaban sometidos a Moctezuma, pero de muy mala gana, por lo que recibieron con agrado a los españoles. Cortés, astuto como siempre, hizo exhibición pública de sus cañones y de sus jinetes a galope por la playa. Para los indios no había duda: eran teules, y habían venido del otro lado del mar a ajustar cuentas con ese emperador que les freía a impuestos.
Los aztecas eran un pozo de sorpresas. Pretendían deshacerse de los hombres de Cortés con una trampa. Cavaron pozos ocultos en las calles, en cuyos fondos instalaron estacas afiladas. El plan era que, al pasar la caballería, el arma más temida, cayesen los jinetes en las fosas, desgraciando de paso sus monturas. Neutralizados los caballos, los guerreros de Cholula atacarían al resto y los harían prisioneros, para sacrificarlos en Tenochtitlán.
Cortés ordenó la evacuación de la ciudad. En la huida, los mexicas mataron a flechazos y a palos a unos 800 españoles. Aquella noche Cortés la pasó, magullado y vencido, en compañía de los pocos que le quedaban y de la leal Malinche. Fue la Noche Triste de Hernán Cortés. Lo había perdido todo, o casi.
El rey, sin embargo, no podía contraatacar, al menos en un plazo breve. Castilla estaba agotada tras un siglo de avance sin tregua hacia el sur, y la España cristiana no era, precisamente, un remanso de paz. Alfonso VIII tenía contenciosos pendientes con los reyes de León, Portugal y Navarra. Ninguno de los tres toleraba que el antaño minúsculo e insignificante Condado de Castilla se hubiera transformado en poco más de cien años en un poderoso y pujante reino, que los acogotaba siempre que tenía la ocasión. La venganza pintaba muy mal: sin apenas aliados, rodeado de enemigos y con el insolente Al Nasir, el nuevo miramamolín, hijo de una esclava cristiana, asomando el turbante por encima de los riscos de la sierra.
Esto indignó a los cruzados de ultrapuertos. No entendían cómo se había dejado marchar con vida a los sarracenos, por lo que muchos, persuadidos de que eso ni era guerra ni era nada, se marcharon. Unos se perdieron por los boscosos senderos del Pirineo por los que habían llegado. Otros, los más píos, aprovecharon que estaban en España y se dirigieron a Santiago de Compostela para conquistar una gloria más serena cruzando el pórtico de la catedral.
Los reyes, que veían desde un altozano la polvareda levantada en la refriega, acordaron que era el momento de intervenir. Alfonso, consciente de que se jugaba todo en ese lance, miró a Ximénez de Rada y le dijo, solemne: "Arzobispo, aquí, vos y yo moriremos". El religioso, mucho más optimista, le replicó: "No, mi señor. Aquí, vos y yo venceremos". Se produjo entonces la célebre carga de los tres reyes. Su objetivo no era auxiliar a López de Haro sino al palenque, que se encontraba algo desprotegido.
Por no tener, cuando Carlos III llegó, no tenía ni palacio real. El antiguo alcázar se había incendiado y el actual se encontraba en obras. No había catedral, pero sí un sinnúmero de iglesias, conventos, capillas, ermitas y oratorios, rivalizando en esto con la misma Roma. Tal abundancia de religiosos pululaba por las calles y plazuelas que la Villa y Corte se había ganado el sobrenombre de "capital de la Gloria". De aquel Madrid frailuno y conventual aún queda mucho en pie aunque, claro, lo difícil, hoy, es cruzarse con un cura por la calle; un cura nacido en España, quiero decir.
No hizo falta mucho más. Los soldados hicieron ademán de detenerles, pero uno de ellos silbó y una cuadrilla de embozados salió de las calles aledañas en su auxilio. Los guardias pusieron pies en polvorosa. Tanto mejor, según estaban los ánimos: de Antón Martín hubieran salido con los pies por delante.
El rey, informado de la gravedad de los acontecimientos, aceptó sin rechistar el memorial de Rojas. Esquilache fue enviado fuera del reino, como embajador en Venecia, donde moriría 20 años después. Sin embargo, don Carlos se resistió en principio a regresar a la capital. Temía que se reavivase la revuelta y que, esta vez, no saliese vivo del brete. Mandó llamar al Conde de Aranda, un perspicaz aragonés que era capitán general de Valencia, con todas sus tropas, por si acaso. Aranda, una de las mentes más brillantes que dio el siglo XVIIII español, se quedó en la Corte; fue el sucesor natural de Esquilache.