La batalla de los tres reyes
Por Fernando Díaz Villanueva
Si existe una batalla que haya cambiado sin remedio el curso de nuestra historia, esa es la de las Navas de Tolosa. Tuvo lugar en 1212, en un descampado a los pies de Sierra Morena. Fue una batalla campal antológica, de las que gustan recrear los cineastas de Hollywood. Si no lo han hecho todavía se debe a que no se pronunció una sola palabra en inglés. |
Marcó el declive del poderío musulmán en España y abrió las puertas de Andalucía, la región más extensa, poblada y próspera por aquel entonces, a las fuerzas cristianas. Después de las Navas nada sería igual en la Península. En apenas medio siglo Castilla, gran beneficiada de la lid, se erigió como potencia central, en torno a la cual terminaría tomando forma la España moderna.
La victoria final, como tantas otras veces, se guisó a fuego lento en una vergonzosa derrota. A mediados del siglo XII los cristianos se encontraban crecidos. El imperio almorávide hacía aguas por todas partes. Tal y como había sucedido un siglo antes, se habían formado pequeños reinos de taifas, cuya fragilidad era un apetitoso caramelo para los insaciables reyes de Castilla. Alfonso VII, aprovechando la debilidad del oponente, cabalgó por todo Al Ándalus a sus anchas, dándose el capricho incluso de ocupar temporalmente la ciudad de Almería. Pero la campaña superaba con creces las fuerzas del reino, de manera que Alfonso hubo de retirarse a la meseta. Moriría, después de haber consumado la machada, a la sombra de una encina en Despeñaperros.
Las hazañas de Alfonso VII pusieron en guardia a los musulmanes. En Marrakech acababa de nacer una nueva dinastía, la de los almohades, más aguerrida y fanática que la de los almorávides. Sus califas fueron bautizados con el nombre de "Amir ul Muslimin", o Príncipe de los Creyentes, pero aquí, donde nunca se nos ha dado bien el árabe, se les llamó "Miramamolín", afortunada transcripción que arraigó con fuerza, arruinando ya de paso la condición principesca del título.
Los miramamolines brincaron sobre el Estrecho para meter en cintura a los decadentes reyezuelos de Al Ándalus. La siguiente estación era Castilla, y a ello se aplicaron sin más demora. Cruzaron la sierra e infligieron una severa derrota en Alarcos a las huestes de Alfonso VIII, nieto del otro Alfonso, el de la encina. Los castellanos se habían malacostumbrado a enfrentarse con la morisma dividida y desmotivada, por lo que fueron pasto fácil de los animosos almohades. Vencido en Alarcos, Alfonso se retiró a Toledo a relamerse las heridas. Los pasos de Sierra Morena habían quedado en manos del enemigo, los moros había subido hasta el Guadiana y, lo que es peor, Toledo, el emblema del poderío castellano, se encontraba a pocas jornadas de la frágil frontera.
El rey, sin embargo, no podía contraatacar, al menos en un plazo breve. Castilla estaba agotada tras un siglo de avance sin tregua hacia el sur, y la España cristiana no era, precisamente, un remanso de paz. Alfonso VIII tenía contenciosos pendientes con los reyes de León, Portugal y Navarra. Ninguno de los tres toleraba que el antaño minúsculo e insignificante Condado de Castilla se hubiera transformado en poco más de cien años en un poderoso y pujante reino, que los acogotaba siempre que tenía la ocasión. La venganza pintaba muy mal: sin apenas aliados, rodeado de enemigos y con el insolente Al Nasir, el nuevo miramamolín, hijo de una esclava cristiana, asomando el turbante por encima de los riscos de la sierra.
Pero Alfonso no estaba del todo sólo. Contaba con el arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, prelado maniobrero muy sobrado de astucia, digno de la época que le tocó vivir. Propuso al rey una efectiva treta: recurrir a la Santa Sede para que el Papa declarase cruzada la guerra contra los almohades. Eso eran palabras mayores. Si algún monarca de la Cristiandad rompía una tregua con otro que estaba envuelto en una cruzada era castigado severamente con la excomunión. Rada se salió con la suya: viajó a Roma, obtuvo la declaración de cruzada y pasó un año predicándola por Italia, Francia y Alemania, con el fin de aunar las voluntades de príncipes aventureros y caballeros andantes, especimenes ambos muy abundantes en la Europa del siglo XIII.
En Al Ándalus, entre tanto, el miramamolín no era ajeno a la que se le venía encima. Ordenó reunir un potente ejército, formado por los mejores soldados del Islam. Hizo llegar hasta Marrakech a los temidos arqueros turcos y a una numerosa tropa de árabes y bereberes, que reforzaría con andalusíes una vez cruzase el Estrecho. Tan confiado estaba Al Nasir en el poderío de su ejército que prometió a los suyos conducirles hasta la misma Roma, donde, según cuentan, tenía la intención de dar de beber a sus caballos en las aguas del Tíber. No lo consiguió, por fortuna para los romanos y, especialmente, para las romanas.
Ximénez de Rada, de vuelta en Castilla, dispuso que los cruzados europeos se concentrasen en Toledo en espera de la batalla. Conducidos por los obispos de Burdeos, Nantes y Narbona, hasta allí fueron llegando gentes de toda condición y de todos los países de Occidente durante meses. Unos, los menos, persiguiendo la santidad en forma de la bula plenaria que extendía el Papa; otros, los más, en busca de aventuras, gloria y fortuna. No necesariamente en ese orden.
En España la Cruzada había tenido un singular impacto. Los reyes de Portugal y León dejaron las rencillas a un lado y permitieron salir de sus reinos contingentes armados hacia Toledo. Aragón, cuyo monarca era amigo de Alfonso VIII, se entusiasmó con la campaña. De hecho, el primero en hacer acto de presencia en la ciudad del Tajo fue Pedro II de Aragón. Traía miles de soldados reclutados en Aragón y Cataluña, y un buen plantel de obispos para que la cruzada fuese digna de tal nombre. Junto a Pedro, y ansiosos de partirse la cara con los infieles, se dieron cita el conde de Ampurias y los obispos de Barcelona y Tarragona. La cruz y la espada, ya se sabe.
El 20 de junio de 1212 un descomunal ejército cruzado, formado por unos 100.000 hombres, partió de Toledo hacia el sur, enarbolando vistosas banderas y estandartes. A los pocos días la vanguardia, formada por voluntarios franceses y alemanes, avistó el castillo de Malagón, una avanzadilla que estaba en manos de los moros. Lo asaltaron como fieras que lleva el diablo y degollaron sin piedad a sus defensores. Es de suponer que con gran griterío y algarabía. Si es que por algo les llamamos "bárbaros del norte"...
La salvajada no sentó del todo bien a Alfonso, poco dado a este tipo de matanzas a sangre fría, pero, como no quería líos, ordenó seguir. Días después toparon con la fortaleza de Calatrava, antiguo enclave templario que los monjes hubieron de abandonar ante el empuje almohade. Esta vez Alfonso impuso su criterio. Parlamentó con los moros que la defendían y los dejó marchar, a cambio de que no opusiesen resistencia. Y es que hablando se entiende la gente.
Esto indignó a los cruzados de ultrapuertos. No entendían cómo se había dejado marchar con vida a los sarracenos, por lo que muchos, persuadidos de que eso ni era guerra ni era nada, se marcharon. Unos se perdieron por los boscosos senderos del Pirineo por los que habían llegado. Otros, los más píos, aprovecharon que estaban en España y se dirigieron a Santiago de Compostela para conquistar una gloria más serena cruzando el pórtico de la catedral.
Mientras unos se iban, otros llegaban. Por sorpresa, apareció capitaneando una hueste de bravos soldados navarros Sancho VIII, el arrojado rey de Navarra que terminaría por unir íntimamente su nombre y el de su reino a la batalla. Alfonso y Pedro recibieron con júbilo a su homólogo, y trazaron el plan para cruzar Sierra Morena y enfrentarse con Al Nasir, que llevaba tiempo esperándoles con la daga afilada.
Avituallado y repuesto el ejército, los tres españoles, cabalgando orgullosos con la mirada puesta en el sur, se dirigieron a su ineludible destino. Pasaron por Alarcos, lugar donde el ejército castellano había sido aplastado años antes, y a primeros de julio llegaron al pie de Sierra Morena. Acamparon para estudiar la situación. Los moros tenían todos los pasos ocupados y se habían apostado sabiamente en el llano, a la entrada del desfiladero de La Losa. Al Nasir, que de tonto no tenía un pelo, había escrutado la sierra durante meses para neutralizar la acometida cristiana. Sabía que los desfiladeros serranos eran infranqueables si estaban debidamente protegidos.
Los informes que llegaban al campamento cristiano lo confirmaban: no había posibilidad de cruzar los pasos sin someterse a una carnicería. La única opción viable era encontrar otro desfiladero que se encontrase libre. El problema es que los víveres escaseaban y la tropa se encontraba fatigada, por la caminata y los asaltos. Entonces ocurrió lo que nadie esperaba. En una tierra de nadie, despoblada y yerma, se presentó en la tienda del rey un pastor, que decía conocer un paso no muy lejano que los árabes habían dejado desatendido.
Alfonso envió al Señor de Vizcaya, Diego López de Haro, a explorar. Efectivamente, el puerto estaba expedito. Tan proverbial fue el hallazgo del paso secreto que, posteriormente, los cronistas aseguraron que el pastor era, en realidad, San Isidro Labrador, que había bajado del Cielo para ayudar a los cruzados.
Los tres reyes condujeron sus tropas hasta allí y descendieron al valle sin que les importunasen. En apenas unas horas los cristianos, hinchados de ardor guerrero, se encontraban frente a frente con los almohades. Al Nasir no lo había previsto; es más, el pilar principal de su estrategia era machacar a los que se aventurasen por los desfiladeros. Cuando vio de lejos los estandartes de Castilla, Aragón y Navarra se le debió de quedar una cara digna de una letrilla de frontera, de esas que cantaban los trovadores de entonces.
Al amanecer del 16 de julio dio comienzo la batalla. Los cristianos se habían organizado en tres cuerpos, cada uno de ellos mandado por un monarca: en el centro el de Castilla, a su izquierda el de Aragón y a la derecha el de Navarra. En la vanguardia, el Señor de Vizcaya con los caballeros templarios, los del Hospital y los de Calatrava. El as que Alfonso se guardaba en la manga era un novedoso cuerpo de retaguardia formado por caballería experta que, de primeras, no entraría en combate. Lo haría avanzada la batalla, para auxiliar al flanco más débil o dar el remate al enemigo ya derrotado.
Eso Al Nasir no lo sabía, por lo que siguió la táctica tradicional de los ejércitos árabes: mucha carne de cañón al principio, formada por los infelices que acudían al llamado de la guerra santa, tropas ligeras que dispersasen las cargas de la infantería cristiana, a la que seguían las tropas profesionales y los arqueros turcos. Como guinda final, si todo lo anterior fallaba, una guarnición de almohades africanos bien armada y entrenada, y el llamado "palenque", donde se encontraba la tienda del califa, defendido por un grupo de fanáticos, los desposados, que se juramentaban ante el Corán para dejarse la vida en el campo de batalla. Se encadenaban por las rodillas para no retroceder, es decir, para repeler el ataque o morir; por Alá, claro.
Diego López de Haro levantó su espada y a grito pelado ordenó el ataque. Su hijo, que le acompañaba en el brete, le dijo: "Padre, que lo hagáis de modo que no me llamen hijo de traidor", a lo que el audaz vizcaíno repuso: "Os llamarán hijo de puta, pero no hijo de traidor". Lo decía porque su mujer, un tanto casquivana, le había abandonado. Los vascos siempre han sido así de leales, y de tremendos. La carga de López de Haro fue tan formidable que llevó sus tropas hasta donde se encontraban los soldados almohades. Allí se enzarzó hasta que su situación se tornó insostenible.
Los reyes, que veían desde un altozano la polvareda levantada en la refriega, acordaron que era el momento de intervenir. Alfonso, consciente de que se jugaba todo en ese lance, miró a Ximénez de Rada y le dijo, solemne: "Arzobispo, aquí, vos y yo moriremos". El religioso, mucho más optimista, le replicó: "No, mi señor. Aquí, vos y yo venceremos". Se produjo entonces la célebre carga de los tres reyes. Su objetivo no era auxiliar a López de Haro sino al palenque, que se encontraba algo desprotegido.
Sancho VIII fue el primero en llegar a la línea de los desposados: los acuchilló y rompió tanto las cadenas que los unían como las que guardaban la tienda del miramamolín. Esas cadenas pasarían al escudo de Navarra. Y ahí siguen, ondeando gallardas en las banderas navarras y españolas.
Al Nasir huyó precipitadamente para salvar el pellejo, mientras su ejército se venía abajo. Los reyes ordenaron perseguir a los moros, que desertaban en todas direcciones, para evitar que se reagrupasen. El pendón del califa fue recogido de la ensangrentada tienda –o de lo que quedaba de ella– de Al Nasir y enviado a Burgos, donde se conserva primorosamente en el Monasterio de las Huelgas.
Ya de noche, los obispos congregados, que eran unos cuantos, entonaron un sentido Te Deum. Aprovechando que el ejército almohade había sido aniquilado, Alfonso, Sancho y Pedro decidieron quedarse en Andalucía para consolidar la posición. Tomaron Úbeda, Baeza y algunos castillos menores. Alfonso dio así cumplida venganza a la derrota de Alarcos y, en gratitud por la ayuda prestada, se reconcilió con navarros y leoneses, accediendo a sus reclamaciones territoriales. Eso le valió el sobrenombre de el Noble.
El regreso a Toledo del gran vencedor de las Navas fue glorioso. La gesta pasó a engrosar el repertorio de los juglares y fue celebrada en toda Europa. Al Nasir, humillado y vencido, volvió a Marrakech, donde moriría años después, resentido aún por los palos que le habían dado en Sierra Morena.
Era sólo el principio. La puerta del valle del Guadalquivir estaba abierta de par en par por primera vez en cinco siglos. Los cristianos no dejaron pasar la ocasión. Andalucía merecía el esfuerzo.