"Per la patria y per la llibertat de tota Espanya"
Por Fernando Díaz Villanueva
El 22 de agosto de 1705 una formidable flota compuesta por 160 barcos y 20.000 hombres echó el ancla frente a Barcelona. Aturdidas, las autoridades del lugar ordenaron cerrar las puertas a cal y canto. Barcelona, de primeras, no se rendía, y así se lo hicieron saber a los invasores, una heterogénea mezcla de británicos, holandeses y austriacos. Éstos, por su parte, acamparon en la playa y, unos días después, se lanzaron contra el castillo de Montjuich, que tomaron al asalto. Desde allí bombardearon la ciudad durante un mes, hasta que el 9 de octubre se entregó. |
Al poco, uno que quería ser rey de España, un austriaco que no sabía castellano ni, naturalmente, catalán, entró en la ciudad y se hizo nombrar Carlos III de España, de las Indias y de todas las golosinas que en aquellos tiempos llevaba aparejadas nuestra Corona. Este Carlos era un Habsburgo de la rama austriaca que había tenido la mala pata de nacer segundón, por lo que, cuando estalló la Guerra de Sucesión, fue como si le hubiese venido Dios a ver. Sabiendo que media Europa le apoyaba, reclamó la herencia del idiota de su primo, Carlos II de España, muerto en 1700 después de 40 años de mal gobierno y estupidez congénita.
El otro primo de Carlos, un francés llamado Felipe, otro segundón que paseaba su galanura y su ocio por los corredores de Versalles, se había hecho con la herencia cinco años antes. Entre Carlos y Felipe, Felipe y Carlos, España se desangró en una guerra larga y tonta que dejó el país hecho unos zorros y liquidó las posesiones de la Corona en Europa, esa fuente de dolores de cabeza que había dejado exhaustos a los reinos de España durante dos interminables siglos. Y es que hasta los peores disgustos tienen su parte buena.
A Felipe de Borbón la aventura se la financiaba su abuelo, Luis XIV, el Rey Sol, el monarca más poderoso –y más aborrecido– de Europa. A Carlos de Austria le apoyaba moralmente su familia vienesa, y le pagaban las facturas los ingleses y los holandeses, enemigos declarados e incondicionales de Francia. España se partió en dos; o, como cantaban por las calles de Valencia en aquellos años: "Entre Felipe el Quinto y Carlos el Tercero nos quedamos desnudos y sin dinero". Unos se decantaron por el francés, otros por el austriaco, y la mayoría hizo lo que pudo, sorteando el hambre y apoyando de mejor o peor gana al que le tocaba, como en todas las guerras.
Pero volvamos a ese momento mágico en el que España, a falta de otros entretenimientos, tuvo dos reyes. Carlos de Austria se afincó en Barcelona prometiendo el oro, el moro, los fueros, las costumbres del país y lo que hiciese falta; es decir, lo mismo que había hecho Felipe cuatro años antes en Lérida, según entraba en el Principado para ser reconocido como rey de todos los catalanes, especialmente de los que mandaban. Pero las tornas habían cambiado y el empuje de los aliados invitaba a pasarse al otro bando. Así sucedió en Cataluña, pero no sólo allí. Otras ciudades de la Corona, como Zaragoza, Salamanca, Milán, Bruselas y hasta la propia Madrid, sucumbieron ante los ejércitos que defendían la causa de los Habsburgo.
A principios de 1707 las cosas pintaban tan mal para el Borbón que Luis XIV sugirió a su nieto que se retirase, que lo de España estaba irremediablemente perdido, que en Versalles nunca le faltaría una cama y una sopa caliente. Pero en los planes de Felipe no entraba volver a París para vivir como un perdedor, jugando a los naipes el resto de sus días, y emprendió el contraataque. Se encontraba sitiado, Portugal se había unido al bando austracista y Carlos, satisfecho de su fácil victoria, miraba los toros desde la cómoda barrera de Barcelona. Sólo tenía una escapatoria: tomar Valencia y, desde allí, ir reconquistando poco a poco el reino que le habían birlado en un descuido.
En abril de 1707 el duque de Berwick, un aristócrata inglés reciclado en general francés, presentó batalla a los aliados en un prado manchego cerca de Almansa. La victoria borbónica fue sonada y abrió las puertas del reino de Valencia al ejército de Felipe, que se apresuró a capturar tantas plazas como le fue posible. Carlos de Austria no se daba por vencido y reinició la ofensiva en Castilla, con éxito desigual. Recuperó Zaragoza y llegó a tomar Madrid de nuevo, que lo recibió con una frialdad absoluta.
En 1710 la guerra estaba estancada tanto en la Península como en Europa. Para desatascarla, dos ejércitos aliados fueron enviados a Castilla, y allí, en los campos de la Alcarria, se resolvió el conflicto. Al inglés James Stanhope lo molieron a palos en Brihuega, y el austriaco Guido von Starhemberg tuvo que salir a uña de caballo de Villaviciosa de Tajuña, con sólo 60 de los 14.000 hombres con que había llegado. La determinación de Felipe de Borbón era más fuerte que nunca: "Ya que Dios ciñó mis sienes con la Corona de España, la conservaré y la defenderé mientras me quede en las venas una gota de sangre". Evidentemente, no hizo falta llegar a tanto. Un año después José I, emperador de Alemania, murió sin descendencia, dejando como heredero único a su hermano Carlos, el segundón que, de la noche a la mañana, había dejado de serlo.
Como por arte de birlibirloque, Carlos de Austria se olvidó de España, devolvió la corona, las buenas intenciones y hasta el ordinal. Desde entonces pasó a ser Carlos IV de Alemania, dejando lo de Tercero para un niño que nacería cinco años después en el Alcázar de Madrid y que, andando el tiempo, llegaría a ser el Carlos III que todos conocemos, el narizotas.
Para las cancillerías europeas el desenlace era perfecto... siempre y cuando Felipe rehuyese la tentación de unir las coronas de España y Francia, motivo que había hecho estallar la guerra. La otra opción, una reedición de los Habsburgo de Madrid y Viena puesta al día, no era del agrado de ingleses y holandeses, que, con razón, se temían lo peor. Carlos de desentendió de España y Felipe de Francia. Lo urgente era repartirse lo que quedaba de imperio español en Europa, y todos tan amigos. Estos detalles se discutieron entre 1713 y 1714 en la ciudad holandesa de Utrecht y en un pueblo alemán llamado Rastatt.
En la primavera de 1714 toda Europa se refocilaba de nuevo en las bendiciones de una paz que, cómo no, iba a ser perpetua. Bueno, toda exactamente... no. En Barcelona y alrededores no se habían enterado de que la guerra era cosa del pasado y de que su flamante soberano había dejado de serlo por voluntad propia. Felipe de Borbón, que ya era en toda regla Felipe V, solicitó por las buenas que se lo replanteasen en la Ciudad Condal, a lo que las Cortes respondieron que nones, que el rey era Carlos, que resistirían lo que fuese menester y que de la Rambla les iban a sacar con los pies por delante; es decir, que salieron con una españolada antológica, digna de los celtíberos de Numancia.
El rey, molesto por tanta cabezonería, envió en el verano de 1713 un ejército al mando de duque de Pópoli para intimidar. Pero los pertinaces barceloneses echaron el cierre a la ciudad por segunda vez. La táctica de Pópoli era la habitual en esos casos: bloqueo y algún cañonazo de vez en cuando para ablandar la moral de los sitiados. Pópoli, sin embargo, no cayó en que Barcelona goza de una extraordinaria franja costera, por la que entraba tanta comida como pólvora, lo que, unido a las estrecheces de los sitiadores y al traicionero invierno catalán, provocó que el asedio se prolongase durante meses.
Como los progresos eran nulos, en julio del año siguiente Felipe V mandó a Berwick a Barcelona para que finiquitase el expediente con el arrojo que le había hecho célebre. El duque se presentó ante las puertas de Barcelona el 25 de julio con 20.000 hombres y 87 cañones, que se unieron a los 15.000 efectivos que sitiaban la plaza desde el año anterior. Al otro lado de la muralla su defensor, Antonio de Villarroel, vio que esta vez iba en serio y organizó la defensa de la ciudad, una defensa a muerte porque de ésa era imposible salir bien librado. Y probablemente Villarroel lo sabía.
Durante el mes de agosto Berwick se empleó a fondo en arruinar a bombazos los baluartes de Portal Nou y Santa Clara. El día 30 las brechas eran de tal calibre que se habían transformado en boquetes indefendibles. Pero las fisuras en la muralla no eran nada en comparación con las que se habían abierto entre los resistentes: Villarroel dimitió antes de enfrentar lo inevitable, sugiriendo de paso al Consejo que la hora de capitular había llegado.
El conseller en cap, Rafael Casanova, se presentó a la desesperada en el campamento de Berwick, pero para entonces Casanova tenía ya poco que ofrecer, apenas la rendición y poco más para salvar el pellejo. Como buen español, no ofreció ni eso. Se dio la vuelta, tomando a Berwick por un terco fanfarrón, y retomó las armas. Esta vez, bajo el patrocinio de la Virgen de la Merced, que había sido nombrada capitana de la ciudad tras la renuncia de Villaroel. Otra españolada.
Sin nada más que negociar, el general borbónico fijó el asalto final para la madrugada del 11 de septiembre. En plena noche, los soldados del rey se internaron en Barcelona tras disparar 10 cañonazos. Los sitiadores debieron de suponer que semejante carga haría rendirse de inmediato a los barceloneses, de puro miedo, pero no fue así. Durante toda la mañana los hombres de Berwick avanzaron pesadamente por las callejuelas, entre cascotes y cadáveres. En cada plaza un retén les estaba esperando a cara de perro, como si les fuese la vida en ello; bueno, es que les iba la vida en ello.
A las tres de la tarde el Consejo de Ciento volvió a reunirse, pero no para claudicar ante el invasor, sino para invitar a los resistentes a "derramar gloriosament sa sanch y vida per son rey, per son honor, per la patria y per la llibertat de tota Espanya". Demasiado tarde: ni la apelación postrera a las libertades que "tot lo Principat y tota Espanya" iban a perder cambiaría la suerte de la batalla. A última hora de la tarde Barcelona se rindió, agotada de tanto y tan inútil esfuerzo.
Villarroel fue hecho preso y enviado cargado de cadenas al castillo de Santa Bárbara, en Alicante. Casanova sufrió una suerte bien distinta. Antes del momento crucial recibió una pequeña herida y tramó una fuga más propia de Houdini que del héroe nacional que, dos siglos más tarde, unos ignorantes hicieron de él. Con la ayuda de un médico, falsificó un certificado de defunción, hizo desaparecer de los archivos los papeles que le involucraban, delegó en otro consejero la capitulación y salió pitando de Barcelona disfrazado de fraile. Una vez a salvo se instaló en San Baudilio de Llobregat, desde donde solicitó –y obtuvo– el perdón real. Reconciliado con el Borbón, vivió la mar de bien ejerciendo de abogado hasta los 83 años, lo que debió de convertirle en uno de los europeos más longevos del siglo XVIII.
Barcelona y el resto de España se fueron recuperando del susto a lo largo del reinado de Felipe V. Las heridas cicatrizaron, y un siglo después, cuando la gabachada de Napoleón entró en España a sangre y fuego para quedarse, ya nadie se acordaba del lance, y la dinastía era querida hasta el punto de que a Fernando VII, el más impresentable de sus vástagos, el pueblo le bautizó como El Deseado. Habría que esperar doscientos años para que la Guerra de Sucesión y el sitio de Barcelona volviesen a ser obsesivamente recordados, y hasta celebrados. Pero ésa, claro, es otra historia.