Fernando el Santo, o el nacimiento de Andalucía
Por Fernando Díaz Villanueva
El 6 de junio de 1217 una teja desprendida accidentalmente del tejado del Palacio Episcopal de Palencia vino a cambiar de golpe la historia de España. La teja, quizá suelta por las lluvias primaverales o simple descuido de un albañil chapucero –que no son cosa de ahora–, fue a estrellarse sobre la cabeza del rey de Castilla y lo dejó en el sitio sin remedio. El monarca, que se llamaba Enrique y contaba sólo 13 años, no tenía más descendencia que su propia hermana Berenguela y era miembro de una familia extensa pero no muy bien avenida. |
El mecanismo sucesorio se puso en marcha, y fue precisamente Berenguela la beneficiaria del triste accidente. Ésta, que había nacido para reina pero no para soberana, llamó a su hijo Fernando, que se encontraba en León junto a su padre, el rey Alfonso IX. Berenguela y Alfonso habían estado casados, pero el papa Inocencio III, enterado de que eran tío y sobrina, anuló el matrimonio. A los amartelados esposos les dio tiempo, eso sí, de traer cinco niños al mundo.
Este Alfonso IX era de ideas fijas y reincidente en lo que toca a la consaguinidad: antes de casarse con Berenguela le había hecho tres hijos a una prima, Teresa de Portugal. Uno de ellos se llamaba también Fernando, y, para variar, murió joven y jamás llegó a reinar.
El otro Fernando, el de Berenguela, no era ajeno a los vaivenes de una familia tan inestable. Había venido al mundo en un pueblo de Zamora, exactamente en el interior de una tienda de campaña y junto a un monasterio, cuando sus padres se encontraban de aquí para allá con la Corte a cuestas. Se crió como segundón en tierras leonesas, hasta que la inoportuna teja palentina cambió su suerte. Se trasladó entonces a Valladolid, donde su madre había sido coronada como reina de Castilla, y allí mismo le hicieron rey cuando apenas tenía 17 años. Advertido Alfonso IX de las maniobras de su ex con el niño, decidió invadir Castilla con la aquiescencia de unos nobles levantiscos y desleales acaudillados por el infante de Lara.
Fernando se negó a luchar con su padre, hombre de indudables arrestos pero no muy inclinado a la reflexión, y le hizo saber su propósito de llegar a un entendimiento pacífico. Al final, padre e hijo se entendieron con tanta paz como fue posible en la Concordia de Toro y el asunto quedó zanjado. El joven Fernando no tenía intención alguna de desangrarse en estúpidas disputas con sus vecinos leoneses cuando, al sur, el racimo de taifas andalusíes, los restos del antiguo y poderoso imperio moro, estaba maduro para la vendimia.
Padre e hijo se dispusieron, cada uno por su cuenta, a enfilar el camino del sur. Alfonso IX descendió con sus tropas de bravos leoneses por la dehesa extremeña, y en un par de años conquistó Cáceres, Mérida y Badajoz. Luego, volviendo de Compostela de agradecer a Santiago Matamoros su concurso en la victoria sobre los ídem, se murió de puro agotamiento en una aldea perdida en las profundidades de Galicia.
La última jugada de Alfonso, sin embargo, estaba por destaparse. El heredero de León no sería Fernando, sino sus hermanastras Sancha y Dulce. Fernando, ya convertido en rutilante y apuesto treintañero, se encontraba sitiando Jaén y encomendó a su madre la tarea de deshacer el lío armado por su vengativo padre conminando a las infantas a que renunciasen a lo que no era suyo. Las Cortes de León habían reconocido años antes a Fernando como heredero, y además no era plan abrir un nuevo conflicto, ahora que todo pintaba tan bien de Sierra Morena para abajo.
Berenguela lo consiguió en un acuerdo privado con la madre de Sancha y Dulce, aquella Teresa de Portugal que dejamos más arriba recién separada de Alfonso porque eran primos. El pacto, firmado en Valença do Minho, consagró la "unión perpetua de estos reynos", Castilla y León; es decir, que el día menos pensado se separan, porque en España no hay cosa más temporal que lo perpetuo, ni más perpetuo que lo temporal. Por de pronto, llevan casi 800 años unidos, que no es ninguna tontería.
Cerrado el asuntillo paterno, Fernando echó el resto en la conquista de Al Ándalus. Antes, eso sí, se buscó una princesa digna del monarca que iba a llegar a ser. Aconsejado por su madre, se casó con Beatriz de Suabia, una jovencita adornada por múltiples virtudes: guapa, alemana, de linaje paridor, nieta del emperador Barbarroja y, a decir de los cronistas, "optima, pulchra, sapiens et pudica"; o sea, buena, bella, sabia y pudorosa. Lo dicho, una joyita de mujer, como siempre han sido las alemanas. Le dio diez hijos y un heredero casi tan sabio como ella, Alfonso X.
Su primer objetivo era asegurar las plazas situadas al otro lado de Despeñaperros, que habían quedado desatendidas tras la inesperada pero fulgurante victoria de las Navas de Tolosa. En 1226 se apoderó de Baeza, con lo que metió el miedo en el cuerpo al taifa de Sevilla, un moro muy cobarde llamado Al Mammun que se puso a los pies de Fernando para lo que fuera menester; y fue menester que entregara a Castilla 300.000 maravedíes. Un dineral, vamos.
Con el sevillano hecho una alfombra y los bolsillos llenos, Fernando recobró Trujillo en 1232, Montiel, Baza y Úbeda en 1233, Medellín en 1235… Creyéndose en plena racha, se concentró en Jaén... y por dos veces se dio contra sus murallas. Desanimado por la terquedad de la morisma jienense, se dirigió a Córdoba, es decir a la boca del lobo, la ciudad de los califas, de Almanzor y Abderramán, el símbolo del poder musulmán en España, y la rindió en 1236. La Cristiandad entera quedó conmocionada, y más cuando a Roma llegó el modo en que Fernando conquistaba.
Lejos de limitarse a ocupar el alcázar de la plaza conquistada con un pequeño contingente cristiano, al uso de los cruzados de Tierra Santa, Fernando vaciaba literalmente de moros las tierras que iba tomando. Antes de entrar en una ciudad, lanzaba un ultimátum a los sarracenos que quedaban en ella. O se iban o se iban, así de simple; no les dejaba más elección que llevarse sus cosas o dejarlas. Sabía que, si quedaban bolsas de musulmanes a sus espaldas, éstos podían rebelarse o pedir ayuda a sus hermanos de África. La táctica, además, servía de acicate para que las gentes del norte se apuntasen a la cruzada. Y es que, bien mirado, ¿quién no iba a cambiar un triste terrenito gélido y desamparado a las afueras de Soria por una soleada hacienda moteada de naranjos en flor a la ribera del Betis?
La conquista de Córdoba fue un bálsamo para los cristianos y un palo para los musulmanes, especialmente para los que tuvieron que cargar a hombros las campanas de la catedral de Santiago, que dos siglos antes Almanzor había hecho llevar hasta Córdoba de la misma manera, con porteadores cristianos, claro. Donde las dan las toman, debió de pensar el rey Fernando. El emir de Murcia captó el mensaje a la primera y puso sus barbas a remojar antes de que se las cortasen: que entregó la ciudad, vamos. Murcia fue una excepción: no se vació de moros; y años más tarde se produjo la temida sublevación. Jaime I hubo de sofocar la revuelta y proceder a repoblar el lugar (con aragoneses). Ni que decir tiene que los problemas se acabaron ahí.
Jaén cayó, al fin, en 1246, después de seis meses de asedio. Mohamed ben Nazar dio por imposible la resistencia y pactó con Fernando la rendición de la plaza, a cambio de que se le dejase afincarse en Granada. Este Ben Nazar sería el fundador de la dinastía nazarí de Granada y quien encargaría la construcción de la Alhambra, el más bello palacio de cuantos se han construido jamás en España, quizá en Europa.
Los granadinos, contentos de verse libres de la amenaza castellana, le apodaron "Al Galib Bil Alá", el victorioso de Alá. Esto viene a demostrar que los musulmanes de ayer son como los de hoy, víctimas de sus propias patrañas. Porque Ben Nazar hizo muchas cosas buenas, pero no ganó una sola batalla a los cristianos; muy al contrario, colaboró con el rey de Castilla en la conquista de Sevilla, la obra magna de Fernando III.
A pesar del poder simbólico de Córdoba, la verdadera capital de Al Ándalus en el siglo XIII era Sevilla, ciudad opulenta y orgullosa, puerto de mar que ya presumía de Giralda, Torre del Oro y Alcázar. Conquistarla era apuntillar definitivamente al Islam hispano.
A Fernando le estaba pasando lo que a todos los conquistadores legendarios: cuanto más tenía, más quería. Sevilla era el premio gordo en la lotería de la Reconquista; lo demás serían pedreas, aproximaciones y reintegros. Fernando se afanó por ganarlo antes de que la muerte viniese a visitarle, que en esa época, y dedicándose uno a la guerra, pasar de la cincuentena era una proeza reservada a unos pocos privilegiados por la fortuna y la genética.
La conquista de Sevilla se planificó con sumo cuidado. Por tierra, la retaguardia estaba cubierta, por lo que el sitio podría sostenerse durante todo el tiempo que fuese necesario. El problema radicaba en que Sevilla, a diferencia de Córdoba o Jaén, podía ser auxiliada por agua, a través del río. Fernando pensó en ello y ordenó al burgalés Ramón Bonifaz que armase una flota en el Cantábrico y la condujese hasta el Golfo de Cádiz. Así nació la Marina castellana, germen, junto con la aragonesa, de la Armada Española. Los santanderinos sintieron la gesta tan suya que, desde entonces, el escudo de su ciudad luce un navío y la Torre del Oro.
Sevilla capituló el 23 de noviembre de 1248. El Rey exigió la rendición incondicional, es decir, que a su entrada no quedase un solo musulmán dentro de las murallas. En ese mismo instante la ciudad pasó a ser, en tanto que residencia regia, capital de Castilla y León. Desde allí, Fernando III remataría un reinado que no tuvo un solo año malo: unificó dos reinos que hasta entonces se llevaban a matar; el castellano pasó a ser la lengua de las leyes, con la traducción del Liber Iudiciorum o Fuero Juzgo; se inició la construcción de las catedrales de Burgos, León y Toledo; pero, sobre todo y ante todo, fundó Andalucía, la mayor y más bella región de España: corriendo el tiempo, terminaría convirtiéndose en su más preciado gallardete, su santo y seña, su florón, su jardín y su motivo de orgullo.
El Guadalquivir no contuvo el apetito conquistador del Rey. Concibió un plan para desembarcar en África y proseguir con la Reconquista en tierra de moros. Pero una enfermedad muy fastidiosa, la hidropesía, truncó la empresa africana y se lo llevó a la fosa el 30 de mayo de 1252. Siglos después, su causa fue llevada ante el Papa para que lo elevase a los altares. Se abrió la tumba, y los promotores de la canonización se encontraron con que el cuerpo estaba algo arrugadillo y más seco que la mojama pero incorrupto, motivo por el cual fue hecho santo de inmediato.
Desde entonces, todos los Fernandos del mundo –y somos unos cuantos– le tenemos por nuestro santo patrón, al igual que la ciudad de Sevilla y el arma de Ingenieros del Ejército. Ha pasado a la Historia como el mejor rey de Castilla. Caballeresco, noble de corazón y generoso, no legó sus virtudes a sus descendientes, que anduvieron a la greña unos con otros y tardaron dos siglos y medio en rematar la obra del Rey Santo.
Por una vez, podemos decir que los elogios de un epitafio hacen justicia al finado:
Aquí yace el muy honrado Rey Don Fernando, señor de Castilla y de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia y de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, el más verdadero, el más franco, el más esforzado, el más apuesto, el más granado, el más sufrido, el más humilde, el que más temió a Dios, el que más le sirvió, el que derrotó y destruyó a sus enemigos, el que elevó y honró a sus amigos, el que conquistó la ciudad de Sevilla, que es cabeza de toda España.