El moro Muza, o cómo se perdió España
Por Fernando Díaz Villanueva
Los visigodos, una tribu de bárbaros que había atravesado el Imperio Romano en una veloz cabalgada y se había dado el gustazo de saquear Roma, se asentaron en la Península en el siglo V. No lo hicieron porque Hispania les gustase, sino porque los francos, otros bárbaros aún más bárbaros, les habían largado de las Galias. No habían sido los primeros. Antes habían venido los vándalos, los alanos y los suevos. Los dos primeros, que iban en busca de botín, pasaron de largo tras el saqueo. Los últimos, más pacíficos y hogareños, se quedaron para fundar su propio reino, en lo que es hoy Galicia y el norte de Portugal. |
Los visigodos eran un pueblo peculiar, muy belicoso y dado a derramar sangre por cualquier nimiedad. Es lo que se llamaba el morbus gothorum o morbo gótico, por el cual los reyes eran asesinados sin piedad y sucedidos por algún espadón del reino que contase con suficientes apoyos entre la aristocracia. Nada que ver con el refinamiento de los hispanos de entonces, a los que seis siglos de intensiva colonización romana les habían quitado el pelo de la dehesa. A pesar de eso, y de que eran muchos más, los godos les convirtieron en ciudadanos de segunda con los que, durante mucho tiempo, ni siquiera se dignaban casarse. Inexplicable.
Con el tiempo, los visigodos terminaron fundiéndose con el paisaje, se romanizaron, aprendieron latín y hasta se hicieron católicos. No aportaron mucho más. Alguna iglesuela y mucha orfebrería fina, que enterraban en tesoros que todavía hoy siguen saliendo a la luz. La capital la situaron en Toledo, una antigua ciudad romana que no era ni muy grande ni muy importante, pero estaba en el centro y bien comunicada con todos los rincones del país.
Durante los tres siglos que pervivió su reino anduvieron sus monarcas obsesionados con unificarlo. En el noroeste, los suevos les fueron esquivos hasta que el rey Leovigildo los atrajo a la casa común del godo. En el norte, los vascones eran aún más rebeldes, e hicieron la vida imposible a los reyes visigodos durante trescientos años. En el sur se habían establecido los bizantinos de Justiniano, herederos del Imperio Romano, entre cuyos planes se encontraba revivir la gloria de los antiguos tiempos del César. En definitiva, guerras, guerras y más guerras. Le pusieron tanto ahínco que, al final, consiguieron poner toda la península a sus pies... y entonces vinieron otros y se la quitaron.
Mientras en las fronteras guerreaban sin tregua, en la corte las intrigas eran el plato de todos los días. Una auténtica merienda de negros. Es normal que, en tan poco tiempo, tuviesen tantos reyes: 34, para ser exactos. Traiciones, asesinatos y degollinas que terminaron como siempre terminan estas cosas.
Los últimos tres monarcas fueron un desastre. Egica la tomó con los judíos, y se consagró a asesinarlos con singular dedicación. La judeofobia, desgraciadamente, es una tara que arrastramos desde antiguo. Su sucesor, Witiza, reinó poco tiempo y fue derrocado por las armas. Entonces, para no perder las buenas costumbres, se armó la marimorena entre los partidarios de su hijo, un niño llamado Agila, y los de un noble de nombre Rodrigo que se había pasado la vida dándole estopa a los vascones. Rodrigo se salió con la suya y le nombraron rey. De Hispania, claro, o, mejor, de lo que quedaba de ella.
En el año 711, al otro lado del Estrecho ya no mandaban los refinados bizantinos del general Belisario, sino unos bárbaros venidos de Arabia que tenían intención de comerse el mundo. En sólo un siglo, estos árabes fanatizados por una nueva religión habían puesto Oriente Medio patas arriba y, como andaban sobrados de fuerzas, conquistaron todo el norte de África. Fue entonces, al llegar a las costas del Rif, cuando echaron el ojo sobre la verdeazulada costa de Hispania, de nuestra Hispania. El rey godo no lo vio venir y pasó lo que pasó.
Los documentos de la época se contradicen muchas veces, y los historiadores se las ven negras para averiguar las causas por las que Rodrigo lo perdió todo en un suspiro. A cambio tenemos las leyendas, esos pedazos de sabiduría popular que siempre han hecho las delicias de propios y extraños. La pérdida de España, como no podía ser de otro modo, tiene la suya.
Cuentan que el señor godo de Ceuta, el conde Don Julián, estaba resentido con Rodrigo porque éste había seducido a su hija Florinda, una doncella que se encontraba en Toledo para aprender los distinguidos usos de la corte. Rodrigo, que en asuntos de amor no era menos arrojado que en la guerra, arrebató la virtud a Florinda. Enterado el padre de la felonía, se la juró en secreto a Rodrigo. Esperó durante años y en cuanto pudo se la devolvió, con intereses y mucha mala sombra. Primero prestó su apoyo a los partidarios de Agila, y cuando vio que eran unos incompetentes redomados se buscó como aliados a los musulmanes que habían llegado de Arabia con la lengua fuera. Les ofreció transportar a sus soldados hasta la Península para que diesen un escarmiento a Rodrigo. Todo por vengar la virginidad perdida de Florinda. Fascinante esta leyenda. En España, digan lo que digan las feministas, siempre hay una mujer de por medio.
El caudillo de los moros era un tal Tarik, lugarteniente del gobernador musulmán de África, que se llamaba Muza –en adelante el Moro Muza, que es como ha pasado a la historia–. No sabemos el momento exacto en que Tarik cruzó el Estrecho, ni los motivos que le llevaron a hacerlo; por no saber, no sabemos ni cuántos guerreros trajo consigo en esta primera expedición. Lo que sí sabemos es cruzó ayudado por los partidarios de Agila, y que acampó junto al Monte de Calpe, que es como se llamaba entonces el peñón de Gibraltar.
El cambio de nombre le vino dado por el propio Tarik: Gebel al Tarik, o la roca de Tarik, con el tiempo devino en el Gibraltar de nuestras entretelas. Pocos pedazos de tierra nos han dado tantos disgustos como éste.
Ya en la Península, se encontró con un ejército visigodo y lo venció sin contemplaciones en la batalla de Guadalete, donde, además de perder el reino, Rodrigo perdió la vida. Luego todo fue muy rápido. Siguiendo las vías romanas, el ejército triunfante se dirigió a Toledo, donde, según cuentan las crónicas de la época, el moro se encontró con la mesa del rey Salomón. Las conquistas había que adornarlas con estas mentirijillas para dotarlas de cierta épica. La gente del común, los aperreados hispanorromanos, no opuso demasiada resistencia. A fin de cuentas, se trataba de cambiar a un señor por otro.
El moro Muza, entretanto, escribió a Bagdad para poner los dientes largos al Califa con las incontables riquezas de Hispania, a la que, ya puestos, le cambiaron el nombre por "Al Andalus". Denominación ésta que ha pervivido hasta nuestros días en su preciosa forma de "Andalucía", acaso uno de nuestros topónimos mejor traídos.
El ejército de Tarik era insuficiente para dominar el inmenso reino godo, por lo que pidió ayuda al jefe. Al año siguiente, el moro Muza acudió en su auxilio con las tropas de refresco. Juntos terminaron el trabajo, conquistaron el valle del Ebro, Cataluña y los confines de la meseta. Tres años después, toda Hispania, perdón, Al Andalus, formaba parte del imperio de los Omeyas.
¿Toda? No. En el profundo norte, entre las nieblas de las montañas cantábricas, resistían los últimos godos, los que se habían salvado de la quema. Los moros, ahítos de gloria y conquista, no les concedieron demasiada importancia. Esa sería su ruina.