1640, el año de la discordia
Por Fernando Díaz Villanueva
A finales del verano de 1640, el Conde Duque de Olivares se recluyó en su estudio para redactar un largo memorial con el que dar cuentas al monarca de la cadena de desastres que habían puesto la Corona española al borde del precipicio. "Este año se puede contar sin duda por el más infeliz que esta Monarquía ha alcanzado". No exageraba, y en el momento de escribirlo aún le quedaba por vivir la debacle de los tercios de Flandes y la independencia de Portugal. |
Tras un largo y zarandeado reinado, Felipe II dejó el trono al único hijo que le quedaba después de cuatro matrimonios. Mucha confianza en él no tenía. Se lamentaba amargamente: "Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos", o confesaba resignado a los más cercanos que se temía que a su hijo Felipe se lo iban a gobernar. Así fue. Abúlico, débil de carácter y medio lerdo, entregó el gobierno a los privados mientras él, en su simpleza, se entregaba a los bailongos de la Corte y a ponerse las botas en los banquetes.
Su favorito fue el Duque de Lerma, un ambicioso cortesano cuya inmoralidad era sólo superada por su incapacidad para gobernar. Despilfarró a placer y, para seguir haciéndolo, evitó meterse en guerras que tenía perdidas de antemano. Por lo demás, no dio una a derechas y dejó la economía castellana, ya tocada por los derroches de Felipe II, en los mismísimos huesos. Por suerte, tanto el rey como el valido duraron poco. A los 20 años la Corona pasó al siguiente Felipe, el cuarto de nuestra historia.
Si el padre había sido bobo, el hijo no le iba a la zaga. A éste, en lugar de darle por comer, le dio por andar de cama en cama, con especial predilección por las actrices y cómicas, vieja tradición de nuestros reyes que no ha decaído. Unos cincuenta hijos engendró, entre bastardos y legítimos. Ya se sabe que a los tontos, o les da por el sexo o por pasarse el día metidos en la despensa. De viejo se arrepintió de los excesos y se transformó en un beato maniático que, viendo de cerca la muerte, pidió que acostasen junto a él la momia de San Isidro. Y así se despidió de este ingrato mundo que tantos sinsabores le había acarreado.
El rey, que no estaba por la labor de reinar, dejó el gobierno en manos de Gaspar de Guzmán y Pimentel, Conde Duque de Olivares, un aristócrata de rancio abolengo que le acompañaba desde la infancia. Olivares, muy a diferencia de Lerma, tenía intención de gobernar, amaba el mando y el poder por encima de cualquier otra cosa. Creía que la Providencia le había elegido como herramienta para que la Monarquía Hispánica reafirmase su hegemonía en todo el orbe. El problema es que los cuantiosos gastos de esa monarquía, a pesar de sus incontables dominios, en los que no se ponía el sol, corrían a cuenta de uno solo: el reino de Castilla.
Los tercios de Flandes y de Italia, las guerras con Francia e Inglaterra, las flotas de Indias, los galeones que atravesaban el océano cargados de oro y todo el boato que rodeaba a la Corte recaía sobre los hombros de los castellanos; y no de todos: sólo de los que trabajaban, que, debido a todo lo anterior, eran cada vez menos. Olivares anhelaba un imperio aún más universal, más incontestable, pero Castilla no daba más de sí, estaba literalmente agotada. Ingenió entonces un plan de reformas que consistía, básicamente, en promover el buen gobierno económico y castellanizar todos los reinos de la Corona; vamos, tratar de que todos arrimasen el hombro. No logró ninguna de las dos cosas.
En 1624 le presentó a Felipe IV un memorial secreto que llamó "Unión de Armas". La idea era que cada una de las posesiones del rey contribuyesen con dinero y hombres a la magna empresa que había trazado en sus cavilaciones solitarias, paseando por el Alcázar de Madrid. Lo de los hombres ya se vería, lo principal era el dinero. Convenció al rey para que se desplazase a Aragón y expusiese a las Cortes sus designios. Valencia y Aragón aceptaron a regañadientes un servicio extraordinario, pero nada de aportar soldados a los ejércitos del rey para que fuesen a morir a Holanda, a Francia, a Italia o a Alemania, que eran los cementerios habituales del sufrido soldado español de la época.
En Cataluña la cosa fue mucho más complicada. Correosos como de costumbre, los diputados se negaron en redondo a soltar un solo ducado y el rey regresó a Madrid con lo puesto. Olivares, sin embargo, consideró que la gira había sido un éxito y se dispuso a armarla en Europa. Declaró la guerra a los franceses por un asunto menor en Italia y se comprometió a ayudar al primo del rey, el emperador de Alemania, metido de lleno en la Guerra de los Treinta Años.
La decisión del valido no pudo ser más errónea. Al poco quedó claro que España no podía batirse en tantos frentes. Los holandeses no daban tregua, ni en tierra ni en el mar; los franceses menos aún, y en Alemania los tercios hubieron de pelear con un enemigo tan insólito como lejano: los suecos. Ésta fue la primera y última guerra entre España y Suecia: un despropósito más que añadir en la errática política europea de los Austrias.
Todo salía mal: la antaño inexpugnable fortaleza española se vino abajo como un castillo de naipes en sólo unos años. Un corsario apresó la flota que traía el tesoro de Nueva España junto a las costas de Cuba. Los franceses sitiaron Fuenterrabía y atacaron Bélgica. Bernhard von Weimar tomó Breisach, en Alsacia, y cortó de cuajo el corredor por el que los generales españoles movían tropas de Italia a Flandes. Esto obligó a llevar a los soldados por el mar, en la flota del almirante Oquendo, que fue aniquilada por los holandeses en el Canal de la Mancha. Una letanía de desastres que parecía no tener fin.
La guerra salía por un pico, y a los soldados había que pagarlos puntualmente si se quería evitar males mayores, como, por ejemplo, que se pasasen al enemigo. Olivares, falto de otros ingresos, apretó las tuercas a Castilla hasta obtener el último real de las exhaustas ubres de la vaca castellana. Creó impuestos nuevos, subió los existentes, devaluó la moneda y hasta incautó la plata que venía de América, y se apropió de las rentas del Arzobispado de Toledo. Con todo, no fue suficiente: sólo sirvió para debilitar aún más la ya exangüe economía de Castilla. No había vuelta de hoja: Aragón y Portugal tenían que contribuir al esfuerzo, por las buenas o por las malas.
Con la excusa de que los franceses habían tomado el castillo de Salses, en el Rosellón, desplazó un ejército hasta Cataluña. Recuperada la plaza, Olivares creyó contar con el arma disuasoria adecuada para que los diputados de la Generalidad, esta vez sí, aflojaran la bolsa y reclutasen hombres para defender Milán.
Sucedió exactamente lo contrario. Los tercios acantonados en Cataluña empezaron a causar problemas en los pueblos y aldeas. El conde de Santa Coloma, virrey de Cataluña, se mostró incapaz de frenar los desmanes de los soldados, y una ola de descontento popular, debidamente azuzada por la Iglesia, recorrió el Principado.
Un oficial del rey fue quemado vivo en Santa Coloma de Farners, ofensa que los tercios vengaron metiendo fuego a todo el pueblo. El drama estaba servido. Los campesinos de las comarcas del norte se levantaron contra el rey enfrentándose a las dispersas compañías del ejército. Un grupo de segadores, de los que bajaban hasta Barcelona en verano para emplearse en la cosecha, entró en la Ciudad Condal el 7 de junio de 1640, fiesta del Corpus.
La anarquía se adueñó de Barcelona. Los segadores, con su hoz en la mano, la emprendieron contra los funcionarios reales y no se detuvieron hasta dar muerte al virrey, a quien degollaron en la playa. Fue el llamado Corpus de Sangre.
Pau Claris, un clérigo que se había significado en la resistencia contra el ejército real, se hizo cargo de la situación y proclamó una curiosa República catalana bajo la protección del rey de Francia. Eso de la república independiente no le hizo mucha gracia al cardenal Richelieu, por lo que Claris hubo de desdecirse y reconocer a Luis XIII como soberano de Cataluña. La independencia había durado, exactamente, una semana.
La noticia cayó en Madrid como un jarro de agua fría y puso al favorito en una situación insostenible. En una carta al Cardenal-Infante le confiesa, apesadumbrado: "De todos nuestros trabajos, el de Cataluña es el mayor que jamás hemos tenido, y mi corazón no admite consuelo de que vamos a una acción en la cual, si mata nuestro ejército, mata a un vasallo de Su Majestad".
Olivares, terco como un mulo pero hombre resuelto, reunió un nuevo ejército y lo mandó a Cataluña, no ya para sofocar la revuelta sino para recuperarla. Las tropas del rey se dieron de bruces contra el ejército francés, que había acudido a defender su reciente "conquista". El valido cayó en desgracia y su sucesor, Luis de Haro, heredó tal cúmulo de problemas que tuvo que olvidarse de lo de Cataluña, al menos temporalmente.
A Cataluña le siguió Portugal. Pero allí no había un solo soldado español a quien degollar, por lo que la operación fue incruenta y expeditiva. Los portugueses hasta tuvieron la deferencia de escoltar a la gobernadora, Margarita de Austria, a la frontera para que no cayese en manos de unos desaprensivos. Habían pasado 60 años desde que Felipe II uniese las dos coronas, la de España y la de Portugal. El matrimonio ibérico quedó disuelto definitivamente; aunque, eso sí, a Portugal le seguimos llamando "el país hermano", porque lo es.
En Aragón, incluso en Andalucía, se produjeron revueltas similares a la catalana, aunque, por fortuna, la cosa no fue a mayores. En Andalucía el duque de Medina-Sidonia soñó con crear un reino andaluz independiente a imagen y semejanza del portugués, pero no obtuvo demasiada respuesta por parte de sus potenciales súbditos.
Felipe IV, contemplando la que había liado su inseparable privado y amigo, desterró al Conde Duque a Toro, donde murió años después loco de atar, sin asimilar el fracaso de su política dentro y fuera de España. En el destierro encargó un libro para reivindicar su privanza titulado Nicandro. La osadía le costó una denuncia ante el Santo Oficio, que, no lo olvidemos, tenía entre sus cometidos, aparte de quemar herejes, hacer limpieza entre clérigos y aristócratas incómodos.
El recién nombrado valido buscó desesperadamente la paz. En Westfalia se reconoció, después de casi cien años de guerra, la independencia de Holanda, la peor y más ruinosa empresa exterior de nuestra historia. La paz con Francia tardó en llegar unos años más, y, para lo mal que se habían puesto las cosas, no fue del todo desventajosa. Se fijaron los lindes pirenaicos tal cual están hoy, con todas las peculiaridades y rarezas que hacen de esta frontera una de las más antiguas de Europa, si no la más.
Portugal no volvió al redil. Después de intentarlo durante años, Felipe IV se dio por vencido y firmó la paz, para que, como buenos hermanos, cada uno siguiese por su camino. En Cataluña, la dominación francesa se les terminó por indigestar. Habían salido de la sartén para caer en el fuego. Los funcionarios franceses eran bastante peores que los castellanos, por lo que las disensiones internas no tardaron en aflorar. Españoles a fin de cuentas, los miembros de la Generalidad se enzarzaron unos contra otros, haciendo de Cataluña el rincón más ingobernable y olvidado del Reino de Francia, que los ignoraba por completo.
Luis de Haro, que no le quitaba ojo a Cataluña, aprovechó el barullo catalán y condujo dos ejércitos, uno desde Lérida y otro desde Tarragona, para poner sitio a la capital. Se entregó en octubre de 1652, sin mucha resistencia. Felipe IV concedió una amnistía, juró respetar los fueros, pelillos a la mar y aquí no ha pasado nada. Un final muy español, la eterna dualidad de Quijote y Sancho que marca nuestro carácter. La historia de España tiene estos vuelcos, a veces inexplicables, en los que se salva la ropa de puro milagro. La idea imperial estaba, eso sí, herida de muerte.
El siglo fue consumiéndose a la vez que la dinastía. Mientras en la Corte pintaban Zurbarán y Velázquez, y por las callejas de Madrid malvivían Quevedo, Calderón de la Barca y Tirso de Molina, en los dominios del rey de España el sol se ponía lentamente.
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía.