Almanzor, el martillo de Alá
Por Fernando Díaz Villanueva
Si Abderramán III es el rey de Al Ándalus y Averroes su filósofo, Almanzor es el soldado. Hace cosa de mil años, año arriba año abajo, protagonizó las más sonadas y triunfantes campañas militares por los reinos cristianos. Sembró el terror y arrasó Santiago de Compostela, centro espiritual de lo que había quedado de España. Su nombre permanecería grabado a fuego durante generaciones, y aún hoy es sinónimo de caudillo invencible, porque a Almanzor el victorioso sólo le derrotó la muerte. |
A mediados del siglo X la antigua Hispania romana se había convertido en un califato musulmán. Los árabes que habían llegado tres siglos antes serían bárbaros iletrados, pero no tontos; se habían quedado con lo mejor: las costas del Mediterráneo, tapizadas de palmeras y naranjos en flor, y los fértiles valles del Ebro y el Guadalquivir, que son una delicia y huelen a azahar. Lugares, en suma, muy agradecidos, donde el Islam echó raíces y floreció.
A la cabeza de aquel reino se situaba un califa que residía en Córdoba, una antigua ciudad romana que viviría en estos siglos su gran momento histórico. Sacando partido de la jugosa herencia romana, los moros hicieron de Al Ándalus un califato próspero, poderoso y temido.
Muy al contrario, al norte, más allá del Guadarrama y en las sierras del Pirineo, malvivían un puñado de reinos y condados cristianos, despoblados y débiles, castigados por expediciones de castigo o aceifas que, regularmente, enviaba el califa para proveerse de esclavos y, sobre todo, de esclavas, muy apreciadas en la Corte cordobesa. Con esta vida de sufrimientos, los aperreados cristianos sólo podían esperar que llegase el Apocalipsis, que un guerrero llegado del sur les diese la puntilla. No olvidemos que estaban cerca del año 1000, y, según el calendario de San Juan, al mundo le quedaban cuatro días mal contados antes del inevitable Juicio Final.
Mientras negros nubarrones cubrían el horizonte de los españoles del norte, la familia de los Al Maafí, avecindada cerca de Algeciras y descendiente de un antiguo linaje yemení, vivía tan ricamente trayendo hijos al mundo. En su seno nació, a mediados de siglo, Abu Amir Muhammad, un joven ambicioso que, tan pronto como pudo, se trasladó a Córdoba para medrar y hacer fortuna en la capital. En Córdoba no ataban a los perros con longaniza, pero se había ganado el sobrenombre de la Perla de Occidente, rivalizando en grandeza y refinamiento con la misma Bagdad.
En la Corte, la carrera de Abu Amir fue meteórica. Estudió el Corán a fondo en alguna de las muchas madrasas que tenía la ciudad y se empleó como escriba, tomando al dictado las demandas que la buena gente analfabeta quería hacer llegar al califa. Sus labores debieron de ser tan apreciadas que un visir se lo presentó a Alhakén, un delicado príncipe amante de las letras y el arte. A él le debemos lo mejor de la mezquita de Córdoba y el palacio de Medina Azahara.
Abu Amir no estaba tan instruido como el califa ni poseía tanta sensibilidad artística, pero le birló a la favorita, la vascona Subh. Era muy habitual que los emires y nobles musulmanes enriqueciesen sus harenes con hermosas mujeres del norte, especialmente si eran rubias y metidas en carnes. Un gusto que, según parece, no ha decaído entre los árabes actuales.
Protegido por Subh, Abu Amir fue ascendiendo por los escalones del poder. El califa le nombró general y le envió al norte de África para que fuese fogueándose en las artes de la guerra o, quizá, para que dejase de enredar en el harén, porque la garbosa apostura del algecireño se lo estaba desgraciando.
En esas estaba cuando el califa murió. Su heredero, Hisham, tenía sólo diez años y era incapaz de hacerse con las riendas del Gobierno. Los espadones de la Corte, que de eso siempre hemos ido sobrados, pensaron que mejor sería liquidar al niño y nombrar a otro. Subh descubrió la trama y se lo dijo a su amante. Abu Amir era ya importante, pero no tanto como para hacerse con el poder. En un cónclave secreto, decidieron los notables del califato estrangular al aspirante. Nuestro hombre se presentó voluntario, y cuentan que lo hizo con sus propias manos.
Con Hisham correteando por las estancias de palacio y la reina madre Subh atendiendo sus deseos, Abu Amir se convirtió en una de las personas más poderosas e influyentes de Córdoba. Sólo dos hombres se interponían entre él y el poder: el visir Yafar al Musafi y el distinguido general Galib, glorioso vencedor de los cristianos. Hizo una jugada maestra para deshacerse de ambos. Primero acabó con el político, valiéndose de la ayuda del militar, al que luego dio matarile, y entremedias se casó con su hija, la bella Ismá. Digno de las mil y una noches.
A Musafi le tendió una trampa, y el antaño hombre fuerte de Alhakén terminó sus días estrangulado en la cárcel de Córdoba. El estrangulamiento era una muerte reservada a los reyes. Con Galib no fue tan suave: le dedicó una agonía terrible, después de enfrentarse con él en el campo de batalla. Cuentan que ordenó que le despellejasen y que sus restos fuesen crucificados delante del alcázar. El infierno mismo para un musulmán.
Sin enemigos incómodos, pudo al fin disfrutar del poder absoluto. Tenía sólo 40 años y la ambición intacta. Para igualar su gloria a la del califa mandó construir cerca de Córdoba un palacio a imagen y semejanza del de Medina Azahara, el de Madinat Al Zahira (la ciudad resplandeciente). Como no quería quedar por debajo de los califas y buscaba que el pueblo le viese como tal, encargó la última ampliación de la mezquita y se hizo llamar Al Mansur Bil Allah, el Victorioso de Alá; es decir, Almanzor, que es el nombre con el que pasaría a la historia.
La paradoja que se daba entonces es que Abu Amir sería todo lo Almanzor que él quisiese, pero no había ganado una sola batalla en condiciones a los cristianos. Todo se lo debía a su encanto, primero, y a su falta de escrúpulos, después. Un líder que quisiese ser apreciado en la Córdoba califal debía salir, al menos una vez en su vida, y dar su merecido a los infieles del norte. Ocupado como había estado en estrangular y despellejar a los que le hacían sombra, apenas había tenido tiempo de dar una dentellada a los crecidos cristianos que se aventuraban por las tierras del Ebro. Y eso era una intolerable mancha en su, por otro lado, inmaculado expediente.
Concibió entonces la idea de golpear a los cristianos como un martillo; es decir, todos los años, saquear sus campos, incendiar sus ciudades, profanar sus templos y convertir a los que quedasen con vida en esclavos. Nada del otro mundo: en la Edad Media no se hacían prisioneros. Las guerras eran así.
La primera campaña la dirigió contra León: arrasó Zamora y le dio un palo a la coalición de leoneses, castellanos y navarros que le estaban esperando en Rueda. Era sólo el principio. En 985 dejó a los leoneses respirar y dirigió sus fuerzas contra Cataluña. El conde Borrell, que le había prestado sumisión, no se lo podía creer; intentó parar el golpe, pero de nada le sirvió: la morisma se ensañó con Barcelona y devastó los condados aledaños.
Si era eso lo que le hacía a los amigos, los enemigos podían ir preparándose. En 987 un nuevo ejército abandonó Córdoba para asolar el reino leonés por lo que, andando el tiempo, sería Portugal. Arrasó Coimbra y se dirigió a por la presa más codiciada, la ciudad de León, un símbolo de la resistencia cristiana cuyos reyes eran herederos de Pelayo. No dejó piedra sobre piedra. El rey Bermudo, que tuvo que salir en estampida de la capital, se refugió en Galicia, donde pensaba que nunca se atreverían a entrar los bárbaros del sur. Se equivocaba.
El rey de Navarra, viéndolo venir, bajó hasta Córdoba para inclinarse ante Almanzor y ofrecerle su vasallaje. Esto era mucho más de lo que hubiera soñado el afortunado escriba de Algeciras: todo un rey, acaso el más respetado de la Cristiandad hispana, arrodillado ante él en el salón del trono de su palacio. Los botines obtenidos en las continuas aceifas estaban, además, colmándole de riquezas y engordando las arcas del califato. Tal cantidad de todo llegó a Córdoba en aquellos años que hasta bajó los impuestos, medida recibida con júbilo por un pueblo que le veía como un guerrero de leyenda. Para celebrar su fama se hizo llamar, aparte de Almanzor, Malik Karim, esto es, Rey Noble. Estaba a un paso de la corona, de convertirse por derecho en lo que ya era de hecho.
Los únicos que le enseñaban los dientes eran los castellanos. Castilla era un condado fronterizo de campesinos libres que, en sólo cien años, se había extendido desde el Cantábrico hasta Somosierra. Envió una expedición contra el levantisco condado y aplastó la resistencia en Gormaz, a la sombra de su espléndida fortaleza. Después se dio un festín saqueando Álava, Burgos y Soria.
La España cristiana estaba, en 997, en su momento más bajo desde la invasión musulmana. Sólo había que poner el broche final. Al frente de un nutrido ejército, se dirigió a Santiago de Compostela. Contra Almanzor no había victoria posible, por lo que los habitantes abandonaron la ciudad, animados por el obispo Mendoza. Los moros se cebaron a conciencia con uno de los corazones de la Cristiandad. Normal que muchos pensasen que el fin del mundo estaba cerca.
Para que quedase constancia de su hazaña, ordenó llevar las campanas y las puertas de la catedral hasta Córdoba y a hombros de esclavos cristianos. Las primeras fueron devueltas a Santiago por Fernando III; a hombros de moros, claro. Las segundas forman parte del techo de la mezquita.
La gesta compostelana le convirtió en un personaje mítico del que se hablaba en todo el mundo islámico, desde los arenales de Persia hasta el Magreb.
Tan sólo le quedaba por castigar un reino cristiano: Navarra. Ésta, aunque obediente, no iba a librarse del martillo de Alá. El último año del primer milenio Pamplona fue salvajemente pillada e incendiada. La aceifa continuó por los valles del Pirineo donde, poco después, nacería el reino de Aragón.
Veintitantos años de guerra, aunque sean victoriosos, pasan factura a cualquiera, y Almanzor, ya sesentón, no era una excepción. Su última campaña la dirigió contra Castilla, la irreductible Castilla, que no le daba más que disgustos.
Corría el verano del año 1002. Se encontraba guerreando en Soria, se puso malo y murió en algún lugar de las serranías ibéricas, cerca de Medinaceli. Acababa, eso sí, de saquear el monasterio de San Millán de la Cogolla, el mismo lugar donde, unos años antes, nuestra lengua castellana había dado su primer balbuceo.
Siglos después, y para quitarse la mala conciencia de no haber podido ganar una sola escaramuza contra Almanzor, los cronistas cristianos se inventaron una batalla en la que las tropas andalusíes mordieron el polvo, la de Calatañazor. De aquí nacería aquello de "Calatañazor, donde Almanzor perdió su tambor". La batalla no existió, pero hasta hoy perduran sus ecos.
El califato quedó en manos de su hijo, Abdelmalik, que se lo disputó con su hermano, y éste con un general que terminaría por extinguir la estirpe de Almanzor. Envuelto en mil disputas, el califato fue de mal en peor, y en pocos años se vino abajo.
La estrella de Al Ándalus comenzaba a decaer, pero eso los baldados cristianos no lo sabían; apenas acertaban a escribir acongojados: "En el año 1002 murió Almanzor y fue sepultado en los infiernos". Razón no les faltaba.