Madrid, capital del Reino
Por Fernando Díaz Villanueva
Madrid es una capital realmente curiosa. Es la única de Europa que no tiene costa, ni río, ni lago ni nada navegable en muchas leguas a la redonda. La única que se encuentra a cientos de kilómetros de la siguiente ciudad de cierta envergadura. La única que está por encima de los 600 metros sobre el nivel del mar. La única, al menos en la Europa meridional, que no tiene un pasado clásico glorioso o que pintó algo en la Edad Media. |
La única que esperó tres siglos a tener obispo, y más de cuatro para inaugurar su catedral. La única cuya universidad lleva el nombre de una ciudad vecina. La única capital, en suma, que pese haber ejercido de tal durante 445 años no es todavía ciudad, sino Villa.
Pues bien, en ese lugar, tan lejos de todo pero donde todos los caminos se juntaban, quiso Felipe II reunir a la Corte y erigir la capital de la monarquía más poderosa del mundo; aunque fuese una población humilde, desconocida y desleal. Y es que los madrileños de entonces eran pocos pero rebeldes; en menos de un siglo habían sido beltranejos, primero, y comuneros, después. Como para fiarse.
No sabemos por qué lo hizo, ni cuándo. La nuestra es una capital sin motivo aparente de serlo y sin título. Felipe II, el rey papelero, que todo lo resolvía con cédulas y nombramientos, no se preocupó de poner por escrito que, a partir de tal día, la Villa de Madrid sería la cabecera de sus reinos. Una curiosidad más que sumar a la lista de singularidades madrileñas.
En algún momento del invierno de 1561, cuando la Corte se encontraba en Toledo, decidió el rey mudarse a Madrid. Ordenó que algunos Consejos preparasen el traslado, pero lo hizo de un modo extremadamente discreto, sin pronunciamientos públicos y sin siquiera comunicárselo a las autoridades municipales de Madrid. Éstas se enteraron de los planes del rey porque, de la noche a la mañana, empezaron a merodear por la Villa aposentadores reales que buscaban alojamiento para la marabunta de tesoreros, secretarios, covachuelistas y otras gentes de mal vivir que dependían de lo que hoy, con exceso de buena fe, llamamos "Administración del Estado".
El rey esperó hasta la primavera para hacer la mudanza. A mediados de mayo abandonó Toledo y puso rumbo a su nuevo hogar, que estaba poco más de 70 kilómetros al norte, es decir, a un día de camino. Paró en Aranjuez a reponer fuerzas y a tomar un refrigerio y al anochecer entró, sin hacer demasiado ruido, en el palacete medieval que se levantaba en el mismo lugar donde hoy lo hace el de Oriente. Desde ese día, 19 de mayo de 1561, Madrid es la capital de España. Efectivamente, ha llovido mucho desde entonces.
En lo que los monarcas adecentaban el alcázar madrileño, los Consejos se fueron trasladando a Madrid con sus mulas, sus funcionarios de impecable traje negro y sus toneladas de papel. El alcázar, hasta entonces, había hecho las veces de pabellón de caza de los reyes de Castilla, y de última morada terrenal para Enrique IV, el hermano de Isabel la Católica. Murió, naturalmente, después de una agotadora jornada cinegética por el siempre próvido y agradecido monte de El Pardo. Sorprende que, tras tantos siglos de caza intensiva, por donde el encinar clarea se siga viendo una nutrida población de gamos, corzos, jabalíes y otras piezas codiciadas por cazadores de todos los tiempos, incluido el nuestro.
A principios de junio la mudanza de todo el aparato estatal estaba prácticamente completada, a falta de la Contaduría Mayor de Hacienda, que se demoró más de lo debido. Quizá porque dinero y prisas son malos compañeros, o quizá porque al Contador Mayor se le ponía cuesta arriba eso de dejarlo todo en Toledo y empezar de cero en un villorrio donde no se le había perdido nada. Vaya usted a saber.
La ciudad, o Villa, a la que aquel anónimo contador se veía obligado a mudarse no era grande ni pequeña, bonita ni fea, importante ni intrascendente. Era una ciudad castellana de la época. Tenía unos 15.000 vecinos, que se resguardaban del frío invierno y de los rigores del verano en unas 2.500 casas, casonas, fondas y posadas. Tenía también un convento de monjas dominicas, un monasterio de franciscanos y una magnífica capilla gótica, que aún sigue en pie.
Por lo demás, no era el poblachón manchego del que hablan los que mal la quieren. No era manchego porque, aunque cerca, Madrid no está en La Mancha. Y no era poblachón porque los poblachones no tenían fuero propio, ni corregidor, ni palacetes de fuste, ni hospital del Buen Suceso. Los poblachones, por no tener, no tenían ni dónde albergar a un rey extranjero derrotado en la guerra, y fue en Madrid donde se recluyó a Francisco I de Francia tras llevarse lo suyo en la batalla de Pavía. En los poblachones, por último, no se celebraban Cortes del Reino. Madrid las reunió en ocho ocasiones entre 1309 y 1528, y dentro de sus muros las dos Juanas, la Loca y la Beltraneja, juraron como reina y princesa de Castilla, respectivamente.
Tal vez fuese un poblachón, pero un poblachón privilegiado, rodeado, por añadidura, de una naturaleza poco cicatera con las cosas buenas. Al otro lado de sus murallas se abría un fabuloso bosque de encinas trufado de pinos piñoneros, jaras y chopos alineados en las riberas de los arroyos. Al norte se levantaban las estribaciones de la sierra, del Guadarrama, que surtía de carne la despensa y de nieve la canícula veraniega. Al sur, en el camino de La Mancha, trigales hasta donde se perdía la vista, algún castillo y caminos en todas las direcciones.
Lo que no tenía Madrid, y sigue sin tener, es un río digno de tal nombre. El Manzanares, "arroyo sin brío de falsa plata, andrajo de agua, aprendiz de río, charco ambulante, duque de los arroyos, vizconde de los ríos, marqués de poza que apenas necesita medio puente", era lo que es hoy, un exangüe hilillo de agua que, como antaño, "se ríe de los que van a bañarse".
Tampoco tenía catedral, ni universidad, ni tribunal de la Inquisición. No había clases altas, ni aristócratas de nombradía, ni incordiosos abades, ni obispos metomentodo. Para un rey obsesivo y mandón, como era el caso de Felipe II, era lo más parecido al nirvana. Es posible que por esto se decidiera por Madrid.
En Castilla, ciudades como Valladolid o Segovia eran fuertes, albergaban a poderosas familias, estaban muy pobladas y no mucho tiempo atrás se la habían armado a su padre con lo de las Comunidades. Esto es, un dolor de cabeza casi garantizado. En el sur del reino despuntaba Sevilla, próspero puerto de Indias por donde corría la plata y en el que se hacían grandes negocios. Pero, junto a esa golosina, en Andalucía abundaban los nobles, acaso los más insolentes y acaudalados de la Corona; casas como la de Alba o la de Medina-Sidonia, cuyas riquezas eran, por lo general, superiores a las del mismo rey. Aragón no era solución: el modo de entender la monarquía que tenían valencianos, aragoneses y catalanes no encajaba bien con el humor de un monarca habituado a tenerlo todo bajo control y a hacer de su capa un sayo.
Quedaba Toledo, la antigua capital de los godos, en el centro mismo de la península, a orillas del Tajo y dotada de todo lo que una Corte necesitaba tener. De todo menos del Arzobispo, primado de España y dueño de tal cantidad de tierras y haciendas que el rey no hubiera podido reunir ni viviendo tres vidas. Dos gallos no caben en el mismo corral, de modo que Toledo fue descartada.
Debieron de pesar también las consideraciones geográficas. Los reinos hispanos que Felipe II heredó de su padre iban de los peñascos del Pirineo al peñón de Gibraltar y de las rías gallegas a las calas menorquinas. Años después les añadiría todo el reino de Portugal. Puestos a fijar la Corte en algún lado, éste habría de estar lo más equidistante posible de todos sus dominios.
Y más habida cuenta de la endemoniada orografía que llevamos padeciendo treinta siglos y del hecho que, en España, no hay ni ríos navegables ni caminos fáciles. Dicen que el paisaje hace el carácter, tal vez por eso tengamos los españoles la cabeza tan dura y la innata afición de reñir entre nosotros
El emporio andaluz quedaba muy lejos de la meseta, especialmente de la ribera del Duero, que es donde entonces se cortaba el bacalao. Para esto Valladolid era casi perfecta, pero estaba muy apartada de Andalucía y Levante. La Corona de Aragón era, además de políticamente incómoda, un reino alejado de los puertos atlánticos, que en aquel tiempo le proporcionaban al rey la vida y el plato de la comida. Lisboa, años después, no hubiese sido mala elección, pero muchas semanas de viaje la separaban de Barcelona, Valencia y la siempre caldeada frontera francesa. De Toledo mejor no hablar, estaba el arzobispo.
El motivo por el que Felipe II se decidió a hacer de Madrid la capital del reino siempre será un misterio, sobre el que se podría especular hasta el infinito. Poco antes de trasladarse dio comienzo la construcción de El Escorial, que está a tiro de piedra de Madrid. Hasta es posible que el rey no quisiera fundar una capital, sino instalarse en una ciudad cercana para poder visitar las obras con asiduidad y dar la paliza al arquitecto todos los fines de semana. Este extremo es tan plausible como todas las conjeturas anteriores.
Como el traslado se había efectuado medio en secreto y sin anuncios oficiales, los del ayuntamiento pensaron que lo de albergar a la Corte iba a ser cosa de una temporada; que más tarde o más temprano la trouppe de funcionarios seguiría camino hacia otra ciudad, una de verdad, que al menos tuviese título, catedral y río. De hecho, y cuando el rey llevaba ya un tiempo considerable en Madrid, en los documentos oficiales que firmaba el corregidor se anotaba, con delicada caligrafía: "Mientras la Corte esté en la Villa"; antecedente lejano de una imperecedera tradición madrileña, en virtud de la cual todo lo perpetuo es temporal, y todo lo temporal, perpetuo.
La Corte, por ahora, sigue en la Villa, y los que hacen las leyes se han atrevido a perpetrar una que asegura que Madrid es capital por Ley; por el artículo 33, que dirían los naturales del lugar. Un inaceptable desafío a cuatro siglos y medio de interinidad en los que aquel poblachón que nunca lo fue ha devenido en dique donde rompe todo lo que es, parece o quiere ser español.
Madrid es andaluza y asturiana, catalana y extremeña, vascongada, murciana y aragonesa, navarra, gallega y canaria, castellana por duplicado, mallorquina y valenciana. Es de todo y para todos. Es la capital del reino. Que no es poco.