1898, el año que perdimos Cuba
Por Fernando Díaz Villanueva
La guerra que condujo a la liquidación de los restos del Imperio, es decir, la Guerra de Cuba, es la constatación de que a perro flaco todo son pulgas. Y no sólo por lo que se perdió, que fue mucho, sino por el modo en que se hizo. En apenas unos meses, entre la primavera y el verano de 1898, nuestra dilatada presencia en América quedó reducida a cenizas. |
Lo que tan duramente se había conservado durante más de cuatro siglos nos lo quitaron de las manos en unos pocos meses. A muchos, entonces, ni les importó: aquélla fue una era dorada de la tauromaquia, y las gestas de Frascuelo en el albero movían más voluntades que las vicisitudes de la flota de ultramar. Otros, sin embargo, quedaron tan marcados que bautizaron el tropezón como "el Desastre del 98" o, simplemente, "el Desastre".
España se ha había convertido en una potencia de segunda que vivía placenteramente ignorando y siendo ignorada por todos. Ni tan arrastrada como las azoradas naciones de Oriente ni tan vigorosa como nuestros vecinos del continente. De su antiguo esplendor colonial conservaba poco: algunas islillas insignificantes en el Océano Pacífico, el archipiélago filipino y dos pequeñas colonias en América. De estas dos la más preciada era Cuba, la muy leal isla de Cuba, que, tras el terremoto de las guerras de independencia de principios del XIX, había permanecido fiel a la Corona.
Al igual que las colonias del continente americano se habían independizado aprovechando la invasión napoleónica, los independentistas cubanos vieron que, con el destronamiento de Isabel II y el desorden que le siguió, la ocasión la pintaban calva. En 1868, al grito de "¡Viva Cuba Libre!", en la localidad de Yara estalló la primera revuelta. Reconducir la situación llevó años: diez exactamente; los mismos que España invirtió en buscarse un nuevo rey, echarle, proclamar la República, abolirla en unos meses, traer al hijo de la reina exiliada y, entretanto, guerrear con la insurrección carlista. Martínez Campos, un curtido general que había estado a las órdenes de Prim en África y había participado en la campaña mexicana de 1862, alcanzó un generoso acuerdo con los rebeldes en Zanjón. Su espíritu conciliador y la magnanimidad con la que trató a los insurgentes ganaron la paz.
El equilibrio se mantendría durante algo más de quince años. En 1895 los cubanos, capitaneados por José Martí, volvieron a gritar aquello de la Cuba Libre; esta vez en Baire. De aquí que, salvando los aquelarres revolucionarios del castrismo, hoy en Cuba se celebren los dos gritos, el de Yara y el de Baire, con honores de fiesta nacional.
El brote del 95 fue mucho más violento. Los rebeldes habían sacado valiosas lecciones de la guerra de los diez años. En lugar de enfrentarse a pecho descubierto a las tropas españolas, ensayaron un tipo de guerrilla económica centrada en incendiar los ingenios azucareros, que eran, por otra parte, el sustento económico de la colonia. El impacto fue tal que la producción de azúcar, que en 1894 había superado el millón de toneladas, dos años después apenas llegaba a las 300.000.
El Gobierno de Cánovas envió a Martínez Campos, el artífice de la paz de Zanjón, para que sofocase el motín. El general pronto se dio cuenta de que esta vez iba en serio. Los independentistas gozaban de un apoyo popular muy amplio, especialmente en el campo. Sólo las ciudades eran resueltamente leales a la metrópoli; y ni eso, porque la parte oriental de la isla estaba dominada al completo por los rebeldes. Unos meses después de su llegada, un desmoralizado Martínez Campos dimitió y volvió a España. Cánovas encontró rápido un recambio, el general Valeriano Weyler y Nicolau, un mallorquín con una hoja de servicios excelente.
Weyler cambió de estrategia. Para ahogar la revuelta en el campo decretó la concentración de sus habitantes en las ciudades. La decisión fue catastrófica en términos humanos. Se amontonó a la población rural en campos en los que faltaba comida, agua y medicinas. Hasta 200.000 personas murieron por causa del malhadado Decreto de Reconcentración, que sirvió, además, para que ingleses y americanos denunciasen en todo el mundo las salvajadas de los españoles en Cuba. Huelga decir que ambos se valieron de medidas semejantes en Filipinas y Sudáfrica pocos años después, pero, claro, para entonces concentrar a la población ya se había convertido en una medida de guerra legítima.
Además, Weyler hizo cavar dos fosos que atravesaban Cuba de norte a sur, con objeto de evitar que los guerrilleros se colasen en la parte española de la isla. Lo consiguió, pero a costa de pedir inmensos sacrificios a la tropa y de dejar la guerra en un angustioso tiempo muerto.
En el verano de 1897 un anarquista de nombre Angiolillo asesinó a tiros al presidente del Gobierno en un balneario guipuzcoano. Sagasta, líder del Partido Liberal, le sucedió en el cargo. Lo primero que hizo fue destituir fulminantemente a Weyler, de quien ya muchos echaban pestes y al que acusaban de ineficacia. No en vano las medidas del general habían estancado la guerra y estaban dejando a la otrora vibrante y próspera colonia convertida en un arrasado erial. El nuevo Gabinete dictó un decreto de autonomía para Cuba y Puerto Rico y llegó a un acuerdo con los rebeldes filipinos, que, en el otro lado del mundo, también se habían levantado en armas contra la metrópoli.
Justo cuando la cosa parecía haberse arreglado entró un tercer jugador en la partida: los Estados Unidos de América. Los americanos, que no eran aún la superpotencia de hoy en día pero ya apuntaban maneras, se encontraban en plena expansión demográfica y económica. Cuba era, para sus políticos y empresarios, un apetecible caramelo, una extensión natural del estado de Florida. Así se lo hizo saber el presidente McKinley a la regente María Cristina de Habsburgo cuando, en un mensaje secreto, le ofreció comprarle la isla por una generosa cantidad.
No era, en principio, nada descabellada la oferta. En 1819 Quincy Adams le había comprado Florida a Fernando VII por cinco millones de dólares. Entonces nadie se rasgó las vestiduras, porque Florida era un territorio marginal y los virreinatos del sur permanecían –por poco tiempo– leales a la Corona. En 1898 la cosa era bien distinta: se trataba de un insulto. La regente sabía que, si cedía Cuba, supondría el fin del sistema de la Restauración y, por descontado, de la dinastía. La disyuntiva era simple: o empezar una guerra perdida de antemano contra Estados Unidos o exponerse a una revolución interna de imprevisibles consecuencias.
Los americanos, con la excusa de proteger los intereses de sus nacionales en Cuba, enviaron un potente acorazado, el Maine, al puerto de La Habana. Quiso entonces la casualidad desencadenar la tragedia de la manera más tonta posible. Una mala combustión en la sala de máquinas del Maine lo hizo saltar por los aires. Los periódicos norteamericanos se cebaron con el accidente, que según ellos no fue tal, sino un sabotaje español.
Magnates de la prensa como Pulitzer o el todopoderoso William Randolph Hearst, editor del New York Journal, magnificaron el suceso, calentando a la opinión pública hasta ponerla en pie de guerra. Las páginas del Journal, que vendía cinco millones de ejemplares diarios, pintaban una España decadente y cruel que esclavizaba a los cubanos y los mataba mediante el hambre y las privaciones.
La campaña periodística prendió en la clase política, muy proclive, por otro lado, al belicismo infantil que imperaba entonces. En abril el Congreso americano exigió a España que se retirase de Cuba. A pesar de que se trataba de una simple resolución, el Gobierno español, espoleado por el ambiente patriótico que se vivía en las ciudades, lo tomó como una declaración de guerra y rompió relaciones diplomáticas con Washington.
La guerra empezó formalmente el 25 de abril. La flota americana del Pacífico, fondeada en Hong Kong, se dirigió presta a Filipinas, donde derrotó sin contemplaciones a la escuadra española del almirante Patricio Montojo, concretamente en la bahía de Cavite. Fue una derrota humillante. Montojo, aterrado por la potencia de fuego del enemigo, tiró la toalla y ordenó hundir sus propios barcos. El de Cavite sería el aperitivo de la tragedia de la Armada en Cuba.
La flota del Atlántico se encontraba, al mando del contralmirante Pascual Cervera, a la espera de entrar en combate en las islas de Cabo Verde. Recibió órdenes de zarpar al Caribe y romper el cerco americano.
La declaración de guerra había sido un suicidio. España no podía ni soñar medirse con el ejército americano: su flota estaba, como siempre, mal mantenida, y, por si esto fuera poco, no se había planificado la defensa de las islas. La típica chapuza española plagada de improvisaciones. Cervera puso rumbo a Puerto Rico, donde el comodoro Sampson esperaba interceptarle. Se quedó con un palmo de narices: tan penoso era el estado de la escuadra de Cervera que tardó una eternidad en cruzar el Atlántico. De este modo, inesperado y fortuito, Cervera eludió el bloqueo y arribó al Caribe sin contratiempos. Sabedor de que la flota de Sampson merodeaba por las aguas de Puerto Rico en su busca y de que La Habana se encontraba bloqueada, encaminó sus buques a Santiago, donde atracó a mediados de mayo. Allí se decidiría la guerra.
Enterados los americanos de la posición de la Armada española, diseñaron una sencilla estrategia de pinza. El general Shafter desembarcó en la isla con un ejército de 17.000 hombres: tropa regular, marines y un buen número de voluntarios. Entre estos últimos eran especialmente temibles los Rough Riders, a cuyo frente se situaba un impetuoso Theodore Roosevelt, que con el tiempo llegaría a ser presidente de los Estados Unidos. Los marines tomaron Guantánamo, a 60 kilómetros de Santiago, mientras, en el mar, la fuerza naval cerró a cal y canto la bahía santiaguera.
El cerco terrestre sobre Santiago se cerraba por días. De poco servían la entrega y el sacrificio de los soldados españoles. Las tropas americanas eran más numerosas y estaban mejor armadas, y sus líneas de avituallamiento funcionaban a la perfección gracias al apoyo de los independentistas cubanos. La caída de la ciudad era cuestión de tiempo.
Tanto en Washington como Madrid estaban al tanto del comprometido brete en el que se encontraban los militares españoles. A primeros de julio los yanquis estaban a las puertas de Santiago, que resistía penosamente el asedio sin esperanzas de recibir auxilio. El Gobierno español decidió entregar la ciudad, pero antes había que sacar a la flota de Cervera del puerto, para que no cayese en manos del enemigo. Se cursó orden al almirante de zarpar y batirse con la escuadra de Sampson. Era un suicidio, pero, ya se sabe, una de nuestras divisas nacionales es aquélla de "Más vale honra sin barcos que barcos sin honra". La España heroica de siempre, la del pan para hoy y hambre para mañana.
Cervera no tenía dudas del desenlace, como queda de manifiesto en estas líneas que escribió a su hermano: "Vamos a un sacrificio tan estéril como inútil; y si en él muero, como parece seguro, cuida de mi mujer y de mis hijos". Los americanos no esperaban semejante harakiri, y al principio les cogió de sorpresa, pero Cervera no tenía intención alguna de combatir. Navegó junto a la costa y fue embarrancando los barcos uno a uno, conforme los destructores americanos se les echaban encima.
De toda la flota española, sólo el Plutón fue hundido por la artillería enemiga; los demás fueron abandonados por sus tripulaciones. Algunos cruceros, como el Cristóbal Colón, estaban en perfectas condiciones cuando sus capitanes decidieron hundirlos.
Al final de la jornada 350 españoles habían encontrado la muerte en las aguas de la bahía. Cervera no estaba entre ellos. Ganó la costa a nado. Fue hecho prisionero por los americanos y liberado a los pocos meses. Moriría años después, convertido en senador vitalicio. Hoy sus restos reposan junto a los de los héroes de Trafalgar en el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando.
La decisión de no presentar batalla fue discutida entonces y sigue siéndolo hoy. Poco importa ya. Lo sorprendente no es que Montojo y Cervera hundiesen sus barcos, sino que España mantuviese los dispersos restos de su imperio durante casi un siglo sin que nadie le importunase. Alemanes, franceses y británicos miraban con ojos golosos las posesiones españolas. En aquel tiempo de imperios, si no hubiese sido la guerra de Cuba, el disparador del conflicto probablemente hubiera aparecido otro.
En la Paz de París el Gobierno español hubo de aceptar los duros términos impuestos por Estados Unidos. Se perdía todo: Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam. A cambio, 20 millones de dólares, pero sólo por Filipinas. Un año después, y con la idea de liquidar las migajas, se llegó a un acuerdo con Alemania: 25 millones de pesetas por las islas del Pacífico que aún quedaban en manos españolas.
Con el amanecer del nuevo siglo España volvía a los límites geográficos de los tiempos de los Reyes Católicos. Un ciclo histórico se cerraba y se abría otro, en el que aún estamos inmersos, porque de aquellos polvos vinieron muchos de los lodos que empantanaron nuestro ajetreado siglo XX. Eso, claro, es otra historia.