Qué afición hay más popular y visceral que sentarse en la grada de un recinto deportivo lleno a rebosar una cálida tarde de primavera. Multitudes colmando el graderío, vestidas con los colores de sus ídolos, gente repartiendo bebidas y fruslerías entre el respetable, apuestas en dinero u orgullo sobre quien vencerá y quien no, ánimos exaltados y, allí bajo, grandes héroes admirados y deseados por todos…
Obviamente, supondréis que no estoy hablando de un partido de fútbol, herencia social de otros tiempos, sino del Circo, el Ludus Maximus, la atracción de atracciones más popular del mundo romano.
Como no podía ser de otro modo, el Circo es la expresión máxima del antiguo hipódromo griego, pero mucho más grande en sus dimensiones y en el negocio y afición que llegó a suscitar.
Uno de los grandes tópicos erróneos sobre el Circo romano es asociarlo a la lucha de fieras y espectáculos sangrientos de gladiadores. El Circo era un recinto meramente deportivo donde se realizaban carreras de carros, inmortalizadas para la historia del cine por Charlton Heston (Ben Hur) y Stephen Boyd (Messala) en aquella evocadora escena…
La planta del Circo era rectangular con los extremos anchos y redondos para favorecer la apertura en el giro de los carros. En una vista general se asemejaría a un estadio oval actual, pero mucho más alargado. La pista principal, llamada arena como en los anfiteatros, estaba partida en dos por un murete, la spina, que hacía de separador y podía ser muy simple o repleto de estatuaria, obeliscos u ornamentos en los recintos más grandes.
En cada extremo de la spina se encontraba la meta, un pilar cónico. En el centro de aquel muro separador se encontraba el septem oba, el marcador manual generalmente representado con siete peces o delfines que se iban inclinando a cada vuelta que daban los corredores.
El Circo era uno de los símbolos de esplendor de Roma. No todas las ciudades tuvieron uno, sólo aquellas que su ciudadanía tuvo suficiente poder económico para sufragar su construcción allá sobre el siglo I d.C. Las ruinas desnudas de algunos de ellos han llegado hasta nuestros días, como los casos de Emérita Augusta, Segobriga o Toletum, pero la mayoría de ellos se encuentran hoy bajo el entramado urbano como sucede en Saguntum, Valentia o Calagurris.
Por los primeros sabemos de sus dimensiones exactas; en el caso del emeritense tenía 400m de longitud por 30m de anchura, dando cabida a cerca de 30.000 espectadores. Circos más modestos como el de Valentia tenían un aforo cercano a las 3.500 almas, aun así cifras importantes para la escasa demografía de la época.
Servirá de comparación que el Circus Maximus de Roma tras la reforma de César tenía 600m de pista por 200m de ancho y podía alojar cerca de 150.000 espectadores… ¡Hasta doce cuadrigas podían correr y girar en paralelo!
Como sería de fastuoso aquel recinto para que Augusto colocase un obelisco egipcio en su spina y con el desmantelamiento de sus bloques en el siglo XVI se construyese la Basílica de San Pedro… Venerables piedras que no han dejado de ver espectáculos desde que fueron cinceladas.
Pero los verdaderos protagonistas de aquellos eventos no eran los duunviros que pagaban el espectáculo o los emperadores que sufragaban tan magnas obras, sino quienes se jugaban la vida subidos a los carros para deleite de plebeyos y patricios: los aurigas.
Muchos de ellos eran esclavos y si su carrera culminaba jalonada de éxitos podían comprar su libertad, aunque también se sabe de libertos compitiendo en todas las arenas del Imperio. No sólo tenían fervorosos aficionados masculinos, pues muchas matronas requerían de los favores de los grandes campeones. Los deportistas de élite siempre han sido objetivo de muchas fantasías…
Aquellos arriesgados aurigas que se jugaban la vida en cada carrera conducían varios tipos de carros: bigas (dos caballos), trigas (tres) o cuadrigas (cuatro), siendo estos últimos los que retenemos en nuestras retinas cuando nos imaginamos las carreras, quizá también como influencia de la mencionada Ben-Hur.
Quizá el auriga más afamado en todo el Imperio fue Cayo Apuleyo Diocles, un hispano lusitano que llegó a correr durante veinticuatro años, un gran logro en profesión tan peligrosa. Participó en 4.257 carreras de las que ganó 1.462, victorias que le cosecharon la indecente cantidad de 35 millones de sestercios. Falleció como un gran potentado a los cuarenta y dos años de edad en su villa de Praeneste (Italia)…
La costumbre de pagar bien a los corredores no es un invento de la Fórmula 1. Diocles fue un auténtico “Fernando Alonso” de las riendas.
Obviamente, supondréis que no estoy hablando de un partido de fútbol, herencia social de otros tiempos, sino del Circo, el Ludus Maximus, la atracción de atracciones más popular del mundo romano.
Como no podía ser de otro modo, el Circo es la expresión máxima del antiguo hipódromo griego, pero mucho más grande en sus dimensiones y en el negocio y afición que llegó a suscitar.
Uno de los grandes tópicos erróneos sobre el Circo romano es asociarlo a la lucha de fieras y espectáculos sangrientos de gladiadores. El Circo era un recinto meramente deportivo donde se realizaban carreras de carros, inmortalizadas para la historia del cine por Charlton Heston (Ben Hur) y Stephen Boyd (Messala) en aquella evocadora escena…
La planta del Circo era rectangular con los extremos anchos y redondos para favorecer la apertura en el giro de los carros. En una vista general se asemejaría a un estadio oval actual, pero mucho más alargado. La pista principal, llamada arena como en los anfiteatros, estaba partida en dos por un murete, la spina, que hacía de separador y podía ser muy simple o repleto de estatuaria, obeliscos u ornamentos en los recintos más grandes.
En cada extremo de la spina se encontraba la meta, un pilar cónico. En el centro de aquel muro separador se encontraba el septem oba, el marcador manual generalmente representado con siete peces o delfines que se iban inclinando a cada vuelta que daban los corredores.
El Circo era uno de los símbolos de esplendor de Roma. No todas las ciudades tuvieron uno, sólo aquellas que su ciudadanía tuvo suficiente poder económico para sufragar su construcción allá sobre el siglo I d.C. Las ruinas desnudas de algunos de ellos han llegado hasta nuestros días, como los casos de Emérita Augusta, Segobriga o Toletum, pero la mayoría de ellos se encuentran hoy bajo el entramado urbano como sucede en Saguntum, Valentia o Calagurris.
Por los primeros sabemos de sus dimensiones exactas; en el caso del emeritense tenía 400m de longitud por 30m de anchura, dando cabida a cerca de 30.000 espectadores. Circos más modestos como el de Valentia tenían un aforo cercano a las 3.500 almas, aun así cifras importantes para la escasa demografía de la época.
Servirá de comparación que el Circus Maximus de Roma tras la reforma de César tenía 600m de pista por 200m de ancho y podía alojar cerca de 150.000 espectadores… ¡Hasta doce cuadrigas podían correr y girar en paralelo!
Como sería de fastuoso aquel recinto para que Augusto colocase un obelisco egipcio en su spina y con el desmantelamiento de sus bloques en el siglo XVI se construyese la Basílica de San Pedro… Venerables piedras que no han dejado de ver espectáculos desde que fueron cinceladas.
Pero los verdaderos protagonistas de aquellos eventos no eran los duunviros que pagaban el espectáculo o los emperadores que sufragaban tan magnas obras, sino quienes se jugaban la vida subidos a los carros para deleite de plebeyos y patricios: los aurigas.
Muchos de ellos eran esclavos y si su carrera culminaba jalonada de éxitos podían comprar su libertad, aunque también se sabe de libertos compitiendo en todas las arenas del Imperio. No sólo tenían fervorosos aficionados masculinos, pues muchas matronas requerían de los favores de los grandes campeones. Los deportistas de élite siempre han sido objetivo de muchas fantasías…
Aquellos arriesgados aurigas que se jugaban la vida en cada carrera conducían varios tipos de carros: bigas (dos caballos), trigas (tres) o cuadrigas (cuatro), siendo estos últimos los que retenemos en nuestras retinas cuando nos imaginamos las carreras, quizá también como influencia de la mencionada Ben-Hur.
Quizá el auriga más afamado en todo el Imperio fue Cayo Apuleyo Diocles, un hispano lusitano que llegó a correr durante veinticuatro años, un gran logro en profesión tan peligrosa. Participó en 4.257 carreras de las que ganó 1.462, victorias que le cosecharon la indecente cantidad de 35 millones de sestercios. Falleció como un gran potentado a los cuarenta y dos años de edad en su villa de Praeneste (Italia)…
La costumbre de pagar bien a los corredores no es un invento de la Fórmula 1. Diocles fue un auténtico “Fernando Alonso” de las riendas.
El martes, la narración de una carrera de cuadrigas por nuestro Antonio Lobato (Gabriel Castelló)
Colaboración de Gabriel Castelló.