El enfermo debía abandonar el lugar donde vivía y comenzar a vagar por el campo, en soledad. Tenía prohibido acercarse a cualquier grupo de personas. Antes de hacerle abandonar la villa o el castillo, se le entregaba un ajuar compuesto por una capucha gris, que guardaba de la vista del resto sus horribles heridas, unas botas de piel, un bastón, unas sábana para poder dormir sin tocar nada, una taza, un cuchillo y un plato para que nunca compartiera estos enseres con otros y, por último, unas castañuelas o una campanilla para ir avisando de su presencia al hacerla sonar y evitar así el contacto.
Los enfermos de lepra tenían prohibido acercarse a los molinos, mercados y tabernas. No podían tocar cuerdas o postes en los puentes y no podían beber, tocar o bañarse en los arroyos o ríos.
Después de este tiempo de vagabundeo por los caminos, condenado al ostracismo, mientras la enfermada avanzaba, el leproso acababa siendo internado en un hospital propio para este tipo de enfermos, donde pasaba el tiempo hasta su muerte.