En 1819 América estaba en pie de guerra. Por América se entiende la América española, porque la otra, la de los Estados Unidos, era aún una pequeña e insignificante confederación de granjeros temerosos de Dios que vivían sin meterse con nadie bien pegados a la costa del Atlántico.
Ese mismo año, en la lejana España –que acababa de vender la Florida a los granjeros por cinco millones de dólares– un ejército de 20.000 hombres se dirigía a Cádiz. Los enviaba el rey Fernando VII para sofocar la asonada independentista de los españoles de ultramar.
Pero no pudieron embarcar. Uno de los oficiales del cuerpo expedicionario, Rafael del Riego, que se encontraba al frente del batallón asturiano, se conjuró con otros camaradas y tomaron preso al Conde de Calderón, comandante en jefe de la expedición.
A Riego los problemas en los virreinatos americanos le parecían un asuntillo menor al lado del cruel destino que tenía que padecer la Madre Patria por culpa de la reincidente felonía del monarca que había jurado la Constitución de 1812 sólo para recuperar el trono. No contento con sublevar a la tropa e impedir su embarque, obligó al Rey a jurar la Pepa; o, mejor dicho, a tragársela, por utilizar una feliz expresión de aquella época.
Este episodio imprevisto ocasionó que los virreyes, especialmente el de Perú, se quedasen aislados de la metrópoli y a merced de los sediciosos, que año tras año iban haciendo jirones del portentoso edificio colonial. Cuando la noticia del levantamiento de Riego llegó a América, los capitanes rebeldes –libertadores los llamaban, aunque, en rigor, libertar no libertaron mucho, y al crudo malvivir hispanoamericano me remito– advirtieron que aquella era su oportunidad y aceleraron las campañas en marcha.
Tenían, sin embargo, un problema, y no precisamente pequeño. En el virreinato del Perú la población indígena era muy numerosa, y a los indios les había dado por unirse en masa a la causa realista. En el bando que se proclamaba patriota lo único que veían era señoritos criollos atontolinados con la Revolución Francesa, poco amiga de observar ciertas peculiaridades locales, las mismas que los indios querían seguir manteniendo.
El virrey, José de la Serna, natural de Jerez y veterano de la Guerra de la Independencia, contaba con ello, de modo que se organizó para resistir los ataques que le llegaban de todas las direcciones hasta que desde España le enviasen un ejército de refuerzo. Entonces, la tornadiza suerte política de la península ibérica volvió a darle un disgusto.
En 1823 Riego cayó y, para que sirviese de escarmiento, el Rey ordenó que fuese ahorcado y decapitado en una plaza de Madrid. Las noticias de España provocaron que en Perú se desatase una guerra civil entre los leales a la Corona. Una descoordinación inexplicable pero algo, por lo demás, muy español.
Por un lado estaban los absolutistas, acaudillados por el vizcaíno Pedro Antonio de Olañeta; por el otro, los constitucionalistas, cuya causa representaba De la Serna. Simón Bolívar, un criollo aburguesado de la Capitanía General de Venezuela con estudios en España, aprovechó la circunstancia y se valió de Olañeta para penetrar en Perú y hostigar a los realistas. En octubre de 1824 el virrey se encontraba en situación límite. Los rebeldes, por su parte, habían desplegado sus fuerzas en las tierras altas y preparaban la embestida final.
Bolívar entregó el mando del ejército a su paisano Antonio José de Sucre, que al frente de unos 6.000 rebeldes se dispuso a plantar cara al virrey. Tras tantearse durante unas semanas en las sierras andinas, De la Serna se encaramó a un cerro muy bien situado, hasta donde pensaba atraer a Sucre para masacrar sus tropas a placer. Pero el venezolano no mordió el anzuelo y esperó a que al andaluz se le acabasen las provisiones y se viese obligado a descender. En el llano esperaban los sublevados dispuestos para un combate en el que no pensaban dar cuartel.
El encuentro final se produjo en la pampa de Quinua, junto a la ciudad de Ayacucho, a principios de diciembre. Podríamos decir que la batalla estaba decidida desde antes de empezar y no andaríamos muy desencaminados. De hecho duró muy poco y consistió, básicamente, en una gran carga de las tropas realistas sobre las rebeldes que se habían situado sobre el llano en la posición adecuada.
El ejército del virrey estaba cansado, hambriento y falto de efectivos bregados, con experiencia: muchos de los que tenía se habían pasado al enemigo (no olvidemos que en los dos bandos eran igual de españoles: misma lengua, mismos uniformes y misma mala leche) o habían muerto en las sucesivas escaramuzas de la campaña. Además, andaba corto de intendencia y llevaba meses triscando por las sierras, enfrentándose primero a los absolutistas y luego a los independentistas.
Era, en definitiva, un ejército condenado a la derrota. Hay incluso una teoría que afirma que el fatal desenlace estaba pactado. De la Serna simpatizaba con las ideas liberales y allí, en las remotas tierras del altiplano peruano, esas ideas las representaba Sucre y no Fernando VII. Evidentemente, es sólo una teoría, pero abunda en la idea de que las guerras americanas fueron, en realidad, una gran confrontación civil entre españoles y no una guerra patriótica de liberación, que es como aquello ha pasado a la historia.
Con o sin pacto, De la Serna no podía rendirse a la primera, así que se lo jugó a doble o nada. Ordenó que las divisiones bajasen ordenadamente del cerro con la esperanza puesta en coger a Sucre desprevenido y sin formar. Pero Sucre lo veía todo desde abajo, de manera que no tuvo más que tensar bien las filas y resistir el embate de las primeras divisiones, a las que no tardó en poner en desbandada. A esas alturas la batalla estaba ya irremediablemente perdida.
Sin sucumbir al desánimo, el virrey, que contaba con una ligera ventaja numérica, trató de recomponer la línea de ataque. Fue inútil: el propio De la Serna, sabiéndose protagonista de una ocasión histórica, en la que tenía que quedar a la altura, se metió de lleno en el combate. Resultó herido y cayó preso.
La captura del virrey no provocó que los suyos se rindiesen. El regimiento Fernando VII, al mando de José Carratalá, un alicantino que debía de creerse la reencarnación de uno de aquellos que lucharon en los Tercios de Flandes, siguió combatiendo hasta el último suspiro. La típica resistencia tan nuestra, quijotesca y heroica pero inútil.
Los rebeldes condujeron a los prisioneros hasta Ayacucho, donde les hicieron firmar la capitulación que ponía punto y final, después de casi 300 años, al virreinato del Perú. De sus cenizas nacerían las repúblicas de Perú y Ecuador. Pero antes sus próceres tendrían que vérselas con los últimos soldados realistas, que se marcaron una numantinada antológica en la fortaleza del Real Felipe del Callao. Allí resistieron hasta 1826, tras más de un año de asedio por tierra y mar. El 22 de enero la fortaleza se entregó, y con ella el último baluarte de la Corona en el continente sudamericano.
En España, las noticias provenientes de América fueron recibidas con indiferencia; no fue distinto en esto Fernando VII, que poco había hecho por reforzar las tropas realistas. A los veteranos de la guerra se les empezó a conocer, con sorna y desprecio, como ayacuchos. Les acusaban de haberse dejado ganar.
La batalla pronto fue olvidada y los españoles de los dos lados del océano se dedicaron a sus cosas, fundamentalmente a pelearse entre ellos, que es, con diferencia, lo que mejor se nos ha dado a los hispanos desde siempre.
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