Más o menos todos conocemos esas costumbres en las que se amputa algún miembro a un ladrón como castigo. Estas prácticas provienen de la Edad Media y tenían como objetivo dos puntos: servir de escarmiento y, además, marcar a los condenados para avisar al entorno de su pasado y también para que los jueces conocieran a los reincidentes. En algunos casos se llegaba hasta a amputar la nariz. Esto, además de un castigo, era un condena de por vida a ser excluido por el resto de la sociedad.
En el siglo XVI estas prácticas fueron derivando en otras menos salvajes en las que se marcaba al condenado con una mancha o tatuaje que permitiera identificarlo como reincidente si volvía a caer en manos de la justicia. Con un hierro al rojo vivo se solía dejar una marca sobre la piel del tamaño de una moneda. Como vemos, algo menos vistoso para la gente en general que una amputación pero visible para alguien que examinaba el cuerpo.
Con el avance de tiempo esto se fue refinando y así en el siglo XVIII las marcas sobre la piel ya eran capaces de diferenciar la severidad de la pena a la que había sido castigado. Así la reincidencia podía ser sancionada con mayor crudeza. Las marcas eran fácilmente identificables y eran las iniciales o algunas letras de palabras como ladrón, mendigo o galeras.
Este método, que parece eficaz a falta de registros judiciales como los actuales, tenía dos problemas graves. El primero, que para un condenado era relativamente fácil borrar sus antecedentes. Bastaba con arrancarse el trozo de piel que tenía la marca. Más tarde, siempre podía justificar aquella cicatriz de algún modo. Y el segundo problema nace precisamente ahí, en la presencia de cicatrices sospechosas en cuerpos de inocentes, ya que podían llevar a la duda. De hecho, algunos hombres tenían documentos que justificaban cicatrices en su cuerpo precisamente para evitar este tipo de problemas.
En el siglo XVI estas prácticas fueron derivando en otras menos salvajes en las que se marcaba al condenado con una mancha o tatuaje que permitiera identificarlo como reincidente si volvía a caer en manos de la justicia. Con un hierro al rojo vivo se solía dejar una marca sobre la piel del tamaño de una moneda. Como vemos, algo menos vistoso para la gente en general que una amputación pero visible para alguien que examinaba el cuerpo.
Con el avance de tiempo esto se fue refinando y así en el siglo XVIII las marcas sobre la piel ya eran capaces de diferenciar la severidad de la pena a la que había sido castigado. Así la reincidencia podía ser sancionada con mayor crudeza. Las marcas eran fácilmente identificables y eran las iniciales o algunas letras de palabras como ladrón, mendigo o galeras.
Este método, que parece eficaz a falta de registros judiciales como los actuales, tenía dos problemas graves. El primero, que para un condenado era relativamente fácil borrar sus antecedentes. Bastaba con arrancarse el trozo de piel que tenía la marca. Más tarde, siempre podía justificar aquella cicatriz de algún modo. Y el segundo problema nace precisamente ahí, en la presencia de cicatrices sospechosas en cuerpos de inocentes, ya que podían llevar a la duda. De hecho, algunos hombres tenían documentos que justificaban cicatrices en su cuerpo precisamente para evitar este tipo de problemas.