Durante su discurso de despedida, el trigésimo cuarto presidente de Estados Unidos, Dwight D. Eisenhower, advirtió a sus compatriotas de que se guardasen de la "influencia indeseada", ya fuera "buscada o no buscada", del "complejo militar-industrial". Los analistas se quedaron boquiabiertos. Básicamente porque no acertaban a adivinar qué quería decir Ikecon tan crípticas palabras. |
Eisenhower había forjado su fortuna personal y política en la guerra, las dos guerras mundiales. La primera la hizo en casa, en Texas, en el novísimo cuerpo de caballería acorazada. En la segunda inscribió su nombre en el libro de los inmortales sirviendo como comandante supremo de la fuerza expedicionaria aliada en el frente europeo. No era, por lo tanto, un pacifista. Luego fue gobernador de la Alemania ocupada y, después, el primer comandante en jefe de la OTAN.
Entró en política en 1952. En las primarias derrotó al eterno presidenciable Robert Taft, y luego barrió sin demasiados contratiempos al heredero de Truman, Adlai Stevenson, un demócrata buenista y modernillo, bisabuelo de los progres yanquis de hoy en día. Un dato: antes de las elecciones, el amigo Stevenson se divorció de su mujer, tras 21 años y tres hijos en común. En nuestros pecadores días, algo así es de lo más normal; entonces fue algo casi revolucionario. Normal que perdiese las elecciones por 11 puntos y en 41 estados.
Eisenhower no tenía nada de revolucionario. Ni en su vida privada –aunque luego se le descubriese cierta amante británica que había empleado como chófer durante sus años en Europa– ni en la política. Creía en el New Dealrooseveltiano, sí, pero tenía mucha más fe en el capitalismo americano. Llenó su primera administración de ejecutivos de grandes empresas.
Tal era la desproporción, que un ingenioso periodista avisó de que el gabinete era, en realidad, la reunión de "ocho millonarios y un fontanero". Con esos mimbres empalmó dos mandatos y convirtió a América en la mayor potencia de la historia de la humanidad.
Tal vez por esta razón, por su origen militar y sus buenas relaciones con la casta empresarial, todos se extrañaron cuando pronunció aquellas enigmáticas palabras en su discurso de despedida. ¿Eran acaso una autoinculpación? No, Ike, como le llamaban todos sus compatriotas, no se dejó llevar ni por el belicismo ni por la industria armamentística. Todo lo contrario, temía a ambos. Probablemente porque los conocía de cerca.
Uno de los ejes de su primera campaña electoral fue la guerra de Corea, un conflicto que parecía inacabable y que había costado una fortuna. Por cierto, tanto la de Corea como la de Vietnam fueron guerras esencialmente demócratas. Ike no creía en la primera y
no creyó jamás en la segunda.
El fundamento principal de sus dos mandatos fue, precisamente, no meterse en guerras: no rendirse, en definitiva, ante los encantos del complejo militarcomo se había rendido Truman. Y no lo hizo. Los Estados Unidos de los años 50 fueron una potencia pacífica que construyó su hegemonía sobre el temor a las armas, no sobre las mismas armas, como sucedería una década después.
Consiguió, además, controlar los dos complejos internos que, junto al Ejército, más poder tienen en la política exterior norteamericana: el Departamento de Estado y la CIA. Al frente del primero puso a su fontanerode cámara, John Foster Dulles, feroz anticomunista que promovió un sistema de alianzas por todo el globo para frenar la expansión soviética, que para 1950 ya se había apoderado de China y, con ella, de media humanidad. Gracias al implacable realismo de Dulles, la España de Franco volvió al concierto de las naciones por la puerta grande. Dulles, además, controlaba la CIA directamente. La empleó para sostener las áreas de influencia que previamente se había marcado en el mapa. La CIA estaba para prevenir, y sus operativos encubiertos debían utilizarse sólo en casos de fuerza mayor, como, por ejemplo, sucedió en Guatemala en 1954.
Ike tenía verdadero pánico a que el sistema se descontrolase, y creyó dejarlo todo bien atado. Intuía que el modo más rápido para que éste se viniese abajo era dejarse llevar por el gasto, especialmente el militar, siempre altísimo cuando se trata de armar al ejército más poderoso de la Tierra. Supo mantener a una prudente distancia a los contratistas de defensa y, especialmente, a los representantes que en Washington cabildeaban para llevar inversiones a sus respectivas circunscripciones. De ahí que acuñase el término de "Complejo Militar-Industrial": en puridad, debería haberle añadido el término Parlamentario, porque el primero y el segundo no son nada sin el tercero.
Estados Unidos encaraba la década de los 60 con optimismo y sin deuda. Tal vez se habían quedado ligeramente retrasados en la incipiente carrera espacial, pero poner pilotos de combate en órbita tenía un coste elevadísimo que tendría que salir íntegro del bolsillo del contribuyente. En sólo un año el sucesor de Eisenhower, John Fitzgerald Kennedy, un joven ambicioso, engreído, mujeriego e irresponsable, dio la vuelta a la tortilla... Mientras uno había contenido el gasto social, el otro lo disparó.
Mientras el primero se había resistido con uñas y dientes a enviar tropas a zonas de guerra, el segundo se metió de lleno en el avispero de Indochina. Mientras uno mantuvo la cabeza fría en la disparatada carrera espacial, el otro se lanzó al vacío y prometió poner un hombre en la Luna en sólo ocho años.
Estados Unidos se rindió a todos los complejos que acompañan el despilfarro: el militar, el industrial, el parlamentario y el espacial.
Complejos todos muy demócratas que quedaron resumidos en la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson, una pesadilla presupuestaria, un viaje a ninguna parte que tuvo desastrosas consecuencias, algunas de las cuales todavía se dejan sentir hoy, medio siglo después. Es el caso del cierre de la ventanilla del oro o el exorbitado gasto en defensa, sobre el que Washington ha acumulado una monstruosa deuda soberana. A veces, en suma, es bueno evitar ciertoscomplejos.
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Por Fernando Díaz Villanueva